Bous al carrer

Vengo de un pleno del Ayuntamiento de mi ciudad, el cual está cogiendo cierta fama en los medios de comunicación porque quiere sacar a consulta popular la celebración o no de “Bous al carrer”, de las fiestas taurinas, vamos. La verdad es que es la primera vez que participo en un pleno donde se debaten los asuntos que afectarán a la convivencia en el municipio, y conviene estar enterado para no dejar que otros hagan gestiones con las que no comulgamos, como es el tema que nos ocupa.

Más allá de la inevitable politización que hacen del asunto los partidos mayoritarios, en este caso uno se dedicó a resaltar lo mal que lo hace el otro, dejando en un segundo plano las razones de su oposición a la fiesta taurina; y el otro se abstuvo de decir ni una sola palabra, sabedores de lo difícil que resulta defender la postura contraria, dejando el sí o el no en manos de una futura consulta popular al más puro estilo “me lavo las manos” de Poncio Pilatos. Más allá de estas posturas políticas se dejó oír una tercera voz en discordia, el pleno le dio tres minutos para que presentara su postura y ni uno más, y fue suficiente para que recibiera todas mis simpatías.

Entiendo, en cierto modo, a los defensores de la fiesta taurina, la fuerza de las tradiciones es grande, y reconozco también el arte de algunos toreros, pero estos también deben hacer un esfuerzo en comprender el meollo de la cuestión, pues no se trata de si tradición sí o no, ni de eliminar o no una fiesta en concreto, sino de promover valores donde las vejaciones y la violencia están presentes, o valores de empatía y dignidad para con otros seres vivos, sean gallinas, perros o vacas. Pues ya se sabe que de lo que se siembra se recoge. Y más o menos, aunque con otras palabras, es lo que expuso el portavoz de la junta de educación de todos los centros educativos de la ciudad, mensaje apoyado por unanimidad, salvo una abstención, por todos los miembros de ese consejo.

Ahora la pelota está en el tejado del Ayuntamiento; este puede instaurar la fiesta, que no se hace desde el año ochenta, sacar a consulta popular (y esperemos que limpia) el tema, o dejar las cosas como están, manteniendo a la ciudad como puntera y ejemplo de otra sensibilidad social más respetuosa con los animales. Veremos en qué acaba todo.

El punto de «la verdad»

El tema de “la verdad” siempre es controvertido; por ello debo hacer un preámbulo aclaratorio antes de entrar de lleno en la reflexión, que dicho sea de paso, no es más que eso, una reflexión en voz alta, sin más pretensiones filosóficas.

Veamos: ¿existe “La Verdad”? Unos dirán que en absoluto, pues ni la ven ni la presienten, y otros afirmarán que por supuesto existe, y aun sin verla creen en ella. Pero supongamos que existe, aunque no podamos tenerla del todo y mucho menos definirla, pues no olvidemos las palabras de Lao-Tse cuando afirma que el Tao (la verdad) que puede ser explicado no es el verdadero Tao. Pero imaginemos que existe, y que todo lo que está vivo y funciona participa de ella en alguna medida, y aún más: que la evolución (o cambio) de todo cuanto existe y nuestra particular inquietud de perfeccionamiento, de ser mejores cada día, tiende hacia ella y quiere ser esa “verdad”, lo cual nos llevaría a la conclusión de que ese, y no otro, es el sentido de la vida, tratar de vivir lo más impregnado posible de la verdad sea cual sea.

Llegados a este punto, y suponiendo esto cierto, ya puedo plantear mi reflexión, pues aunque os lo presente como hipótesis creo que, en efecto, las cosas son así. La primera pregunta que me planteo es: ¿dónde está el punto de la verdad? Aquello que nos hace dar un pasito hacia ella, vivirla más de cerca, ser más luminosos de instante en instante. Sin duda alguna ese punto, o ese estado de “verdad transitoria” de la que hablo, será diferente para cada uno, pues todos somos distintos, incluidos animales y plantas, y lo que para uno es un paso hacia esa verdad, para otro puede ser un retroceso al estar más cerca de ella, pero no por ello es menos importante esa reorientación, ese cambio de rumbo, o de estado, o de comprensión, no para el que lo vive. Bajo este punto de vista, todo cuanto existe merece nuestro más sincero respeto, pues independientemente de nuestra naturaleza estamos en el mismo camino.

Muchas veces confundimos el saber (la verdad) con información aprendida en libros de autores más o menos considerados sabios, pero mientras esos conocimientos, por muy buenos que sean, no provoquen en nosotros una determinación nueva, un cambio de actitud en la vida, solo servirán para adornar nuestras cabezas. De esta forma, me atrevo a imaginar que el punto de la verdad está allí donde descubrimos (de forma individual) la brújula con la que reorientar nuestra forma de ser, allí donde somos conmovidos y empieza una vida más plena y real que, sin ser muy conscientes de ello, nos arrastra hacia esa “Verdad” indefinible y sin embargo presente y necesaria, pues entiendo que sin ella no habría vida ninguna. Creo que nunca olvidaré las palabras de Unamuno cuando afirmó que «la vida» es el criterio de «la verdad».

El mejor de los escudos

Al hilo de una conversación mantenida por correo electrónico con un par de personas, se coló de rondón una subconversación ajena pero que me llamó la atención, y, como suele suceder, no pude resistirme a reflexionar sobre ello, aunque en realidad, de esa conversación prestada no tuviera más que unas pocas líneas, eso sí, con un significado muy claro, pues afirmaban la necesidad de llevar escudos por la vida para que a uno no le hieran, o al menos eso me pareció entender.

Así, a bote pronto, distingo varios tipos de escudos, o formas de no sufrir heridas ante el embate de los demás o de las circunstancias (seguro que hay muchos más). El más básico sería el de protegerse recubriéndose de costras psicológicas o mentales para que no nos vean, para que no encuentren la manera de herirnos; el problema es que entonces uno va por el mundo escondido en sí mismo, sin mostrarse ni abrirse a los demás, sin ser él mismo, corriendo el peligro de que esa actitud se enquiste para siempre y al final uno ya no se reconozca ni a sí mismo, pues un actor que siempre interpreta el mismo papel acaba por creerse el personaje; véase, si no, cómo acabó el Tarzán más popular de todos los tarzanes; me refiero, claro está, a Johnny Weismuller.

Otro tipo de escudo diferente, bastante más saludable que el anterior y del cual se hablaba en esa conversación prestada, es la comprensión que nos lleva a la tolerancia, pero a una tolerancia no resignada a soportar una situación, sino una tolerancia que entiende al otro, que comprende en lo básico la naturaleza del ser humano y sabe no darle demasiada importancia a lo que no la tiene. De esa manera no nos sentiremos aludidos ante insultos, críticas o injurias de alguien que se encuentre temporalmente enajenado (o eso creamos), pues comprendemos la situación por la que pasa y haremos oídos sordos. El peligro que le veo es que esto lo podríamos utilizar siempre que no nos interese oír las críticas de los demás, con lo cual nos podemos estar perdiendo una oportunidad de aprender, de conocernos mejor a nosotros mismos a través del espejo que son todos aquellos que nos rodean.

Pero lo que entiendo como el mejor de los escudos es la ausencia de carne donde hacer sangre, de amor propio que humillar, de ego enardecido que tirar por los suelos. Me explico: si sabemos que no somos perfectos y nos reconocemos en nuestras carencias y virtudes, si no nos hacemos fantasías sobre lo que somos y dejamos de ser, sino que nos aceptamos como somos, y siendo lo que somos (pues no podemos en realidad ser otra cosa), si comenzamos entonces a vivir con sinceridad y coherencia… ¡no hay nada que pueda hacernos daño!, o muy pocas cosas, o durante poco tiempo. Pues siempre volveremos a la sinceridad de lo que somos, y desde allí veremos muy claro, y en ese espacio estamos desnudos, somos libres, no hay donde herir, lo que digan no encuentra eco, ni escudos, pasa de largo sin encontrar materia donde hacer mella.

Ese es a mi entender el mejor de los escudos.

Crisis es vida

Al igual que sucede con el dolor o la muerte, los hombres tendemos a huir de todo lo que suene a crisis, pues le atribuimos significados nada agradables. Así, crisis suele ser sinónimo de “mal trago”, depresión, actitud violenta, aislamiento, apatía, etc. Y por lo tanto preferimos no sufrirla, ni que nadie de nuestro entorno caiga en una. Y ante una posibilidad de cambio incierto, pues eso son las crisis, exclamamos aquello de “¡Virgencita, que me quede como estoy!”.

Sin entrar en detalles, más propio de psicólogos, creo adivinar dos fuentes de crisis (seguro que hay muchas más) sobre las que voy a reflexionar:

1- Crisis por saturación. Nos sucede cuando asimilamos muchas enseñanzas o informaciones en un período corto de tiempo, con lo cual no hemos podido hacerlas nuestras y esgrimirlas con soltura; al contrario, nos hundimos en una gran falta de autoestima al sentirnos tan inútiles e impotentes, e incluso creemos saber menos que antes. Pero pasado un espacio de tiempo prudencial, toda esa enseñanza pasa a formar parte de nosotros engrosando nuestro saber, la crisis ha sido superada.

2- Crisis por decepción. Hay varios tipos de decepción, Platón en el Fedón incluso le pone nombre a una cuando habla de la “misología” (palabra que no existe); se refiere al odio a los argumentos cuando uno ve que todos pueden ser contraargumentados y por ello ninguno es de fiar (cuando están mal planteados, claro). Y por otra parte, está la decepción que una persona puede causar en nosotros, algo que cuando se sufre con muchas personas nos puede llevar a la misantropía, el odio al hombre, dejar de creer en el ser humano. Pero creo que esto podemos subsanarlo, en gran medida, a poco que aceptemos a cada uno como es, y no esperando demasiado de nadie, pues eso es en definitiva lo que causa la decepción.

En ambos casos de crisis hay una pérdida de rumbo en la vida, de claridad, de fuerza para seguir adelante, una inseguridad molesta que rechazamos con fuerza y que nos cuesta asumir, pero… ¡cuántas enseñanzas nos aporta! Y es que quizá la vida consiste precisamente en eso, en ir creciendo de mutación en mutación, y en aceptar, como diría Edgar Morin (creador del “pensamiento complejo”) que “navegamos en un mar de incertidumbre, entre islas de certezas”.

Dos hogares y un corazón «partío»

Solemos pensar, o eso me parece, que aquellos que vienen a nuestro país en busca de un mejor futuro, son personas que rompen sus lazos con su anterior vida en el país que los vio nacer, o al menos, que lo hacen en una gran medida, pero nada más lejos de la verdad.

Olvidamos que sus raíces suelen ser profundas, muy fuertes, y es lo natural; por lo tanto, son gente que inevitablemente tiene el corazón “partío” (permítaseme adjetivar de esta guisa). Un trozo lo tienen en su tierra natal, y sigue vivo en los recuerdos, en la complicidad con los paisanos que también están aquí, en las llamadas internacionales desde esos locutorios que crecen como setas, en las horas que pasan “chateando” con los que allí quedaron, en los objetos típicos traídos a escondidas, ya sean masticables, bebibles espiritosos o cualquier cosa cargada de amor patrio.

Su otra mitad, que a veces es un tercio, permanece aquí, en España, en esta variopinta piel de toro no bien avenida del todo (y disculpen por la rima fácil), con su nueva casa, o pisito, o cuarto, o cuartucho… También el nuevo barrio alimenta esa parte de corazón, y el trabajo que encuentran, y las amistades que hacen con nosotros, los de aquí.

Así pues, estamos ante personas con dos hogares, y todo lo que eso significa de nostalgia, esperanza, recuerdos, miradas vidriosas… Y puede ser que, por la puerta de ese músculo enternecido, absorbido por una de tantas sístoles, te veas invitado a su mundo, a su casa, a tomar algo propio de su país. Y si eso sucede, no nos extrañemos de que en medio de tan exótico ágape, te muestren un enorme calendario con la foto de una hermosa ciudad costera, y te señalen con orgullo y alegría el lugar donde viven… ¡al otro lado del Atlántico!

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Somos espejos unos de otros

Esta reflexión la he completado, más o menos, siguiendo un periplo de experiencias que vienen desde varios meses atrás. Primero llamó mi atención el diálogo de una película de danza. En ella, un maestro de baile le decía a su pupilo que está bien mirarse al espejo, pero sólo hasta que esa imagen reflejada pueda ser interiorizada en uno mismo, y así no depender de ningún espejo para saber si estamos haciendo algo mal. Más tarde hice algunas confesiones en un blog que resultaron no ser muy afortunadas por lo polémicas; entonces alguien me animó, con su comentario, diciéndome que no me preocupe, que está bien que nos expresemos con sinceridad y ver qué provocamos en los demás, pues todo filósofo necesita de un espejo, que son los demás, para verse a sí mismo.

Hace pocos días una buena amiga me dijo que a veces se veía reflejada en mí, con lo cual me recordó todas mis anteriores experiencias con eso de los espejos y las imágenes que se reflejan. Efectivamente, nos reflejamos en los demás, así lo creo yo también, y ese es, al menos, uno de los sentidos de las relaciones entre las personas, y mientras no surja dependencia es hasta bonito, pues en gran medida somos eso, espejos unos de otros donde mirarnos, imágenes que hablan de uno u otro. Y no solo por lo que nos digan de nosotros, sino porque vemos cómo reaccionan ante nuestros actos y palabras, lo cual nos lleva a reflexionar sobre nosotros mismos, y si hacemos daño a alguien nos preguntamos: ¿qué hay en mí que ha provocado tal efecto?

Pero como todas las cosas, al menos en este mundo de dualidades, esta idea tiene su contraparte, pues tampoco hay que olvidar que un espejo sólo refleja imágenes, y tampoco hay que confiar demasiado en ellas. Yo he conocido gente en la que me reflejaba y me devolvía una imagen de seguridad que me decía: «estas en lo cierto, tienes razón, te comprendo», pero al cabo de un tiempo me di cuenta de que no era tan así, que esa persona acaba por seguir su propio camino y que la imagen que entonces proyectaba sólo tuvo validez durante un tiempo, pero no para siempre. Es duro darse cuenta de eso, pero la soledad que queda al perder ese reflejo es lo real. La soledad y quizá la interiorización de nuestra propia imagen que nos permite seguir adelante, aun sin espejos…

Las cosas como son

Estoy rebuscando entre apuntes y libros de esos que vas guardando porque piensas: “algún día me vendrán bien, dicen cosas interesantes”. Y es que me han ofrecido echar una humilde mano en la preparación de un curso dirigido a aquellos que han sufrido mobbing. Mi objetivo se basa, principalmente, en la reconstrucción de la persona.

Han surgido textos que hablan de autoestima, de metas, de voluntad y discernimiento, de comprensión sobre cómo funciona el mundo, y todo viene bien, la verdad. Pero me quedo con este último “comprensión-aceptación”, o compasión positiva, como lo llaman los budistas.

¿Quién no ha pasado alguna vez por una gran decepción en la que no conseguía entender el comportamiento de las personas? La mejor herramienta que yo encontré para seguir adelante ante una situación así fue un curso de meditación de un lama, que me ayudó a “comprender” que los demás tienen motivos propios cuando actúan. Son motivos determinados por su pasado, por sus circunstancias y por sus creencias personales. Son vidas, como la nuestra, que no conocemos, y puede llegar a ocurrir que hagan cosas que no nos encajen. Pero casi siempre, si buscas un poco, los acabas viendo tan normales como tú, han hecho una burrada, o han cometido un error menor, y para ello tenían algún motivo, veían la situación desde algún lugar en el que tú no te encuentras, tienen un carácter determinado que les ha marcado y ahora son como son… tantas cosas influyen. No se trata de exculpar a nadie, ni de quitar hierro a las situaciones. El tema está en que, si comprendes por qué actúan las personas, dejas de relacionar esa decepción con la culpa (tu culpa o la del otro). No unes lo ocurrido contigo, sino con los motivos que a esas personas les ha llevado a actuar así.

Esto que cuento es muy ampliable al resto de nuestra vida, no solo a las grandes decepciones, incluso a la cotidiana y más real que ninguna. A veces, vivimos esperando que ocurra algo, hacemos imágenes sobre cómo deberían ser las cosas, y puede que eso sea un pequeño error que nos lleva a las desilusiones, daños, distancias.

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El pensamiento Alicia

No estoy seguro de si la primera vez que lo leí u oí, fue en boca del filósofo español Gustavo Bueno, pero fuera como fuese me llamó la atención por lo acertado de la elección, haciendo una clara y simpática referencia al cuento de Lewis Carroll “Alicia en el país de las maravillas”. Y digo acertado porque al llamarlo así consigue que la idea esté presente en mi deambular por la vida, pudiendo fácilmente detectarlo tanto en mí como en los demás.

Pero no debemos confundir optimismo, actitud que confía en las posibilidades de un futuro mejor, pero comprendiendo y asumiendo los problemas reales, o como dice la RAE “Propensión a ver y juzgar las cosas en su aspecto más favorable”, no confundirlo, decía, con “El pensamiento Alicia”, que consiste, entre otras cosas, en creer que todo está bien, que todo es maravilloso o lo será, sin duda alguna, dando la espalda a la realidad presente y palpable con toda su gama de dificultades y barreras.

Lo cierto es que una mentalidad de ese tipo, tan triunfalista, tiende a repetir las mismas acciones una y otra vez, una y otra vez, introduciendo cambios mínimos a lo largo del tiempo. Lo cual es muy lógico, ¡como todo está bien…! ¿Para qué cambiar nada? Por lo tanto, todo sigue igual, es decir, los mismos problemas de siempre ante la pertinaz ceguera triunfalista acostumbrada, sin darnos cuenta de que para obtener resultados diferentes hay que hacer cosas diferentes. Si durante años hemos tenido una determinada actitud con pobres resultados, lo suyo sería replantearse esa actitud, pues algo falla, y no podemos culpar a la vida por no ajustarse a nuestros deseos. ¿No será más bien que estos no se ajustan a la vida?

Instalarse en el pensamiento de Alicia tiene ese peligro, que nos separa del pulso real de nuestro tiempo, y nos condena a repetir continuamente, sin apenas variación, los mismos actos con los mismos resultados. Como si lo importante fuera ser fiel a una creencia de cómo son las cosas, y no tanto a la verdad que está ahí para quien quiera verla. Y seguramente habrá muy buena voluntad en los seguidores de ese pensamiento, del que todos podemos ser víctimas, pero hemos de abrir los ojos: las cosas son como son, y para que lleguen a ser como las soñamos no podemos perder de vista la realidad del ahora, verdadera fragua de cualquier cambio.

Idealista, relativista y escéptico

Todo eso es posible ser sin por ello caer en contradicciones. Sé que desde que Tales de Mileto habló del Arché, la filosofía evolucionó hacia posturas contrapuestas que no solo animaron el panorama de la Grecia antigua entre platónicos y sofistas, sino que llega hasta nuestros días, es un debate antiguo y sin resolver que nos hace tomar posiciones que desembocan en acaloradas discusiones, pues determinan, muchas veces, el sentido que para unos y otros tiene la vida. Permitidme, pues, poner mi particular opinión sobre el tema, aunque ya se ha tocado anteriormente en este blog.

Los idealistas u objetivistas son aquellos que creen que existe una única realidad, la misma para todos más allá de la particular percepción que cada uno tenga; esa es la base de la ciencia, aunque en lo moral parezca que no es aplicable.

Los relativistas son los que piensan que no existe una única realidad, y que por tanto todas sirven, todas son reales y justificables.

Los escépticos por su parte piensan que no existe ninguna realidad, y que si existiera (parafraseando a Gorgias) el hombre no podría apresarla, y si la apresara sería imposible comunicarla… lo cual me recuerda el famoso dicho de Lao-Tse cuando dice en el Tao-Te-King aquello de “El Tao que puede ser expresado no es el verdadero Tao”, una frase escéptica para con la capacidad de expresión que tienen las palabras, pues la palabra nunca es la cosa que expresa, y necesita de la común experiencia entre los interlocutores: si hablo de amor, solo podrán entenderlo los que amaron, y aun así, esta tomará unas connotaciones u otras según que el amor vivido fuera posesivo o generoso.

Conclusión: todos tienen su punto de verdad, o me lo parece, pues creo que existe una realidad “metafísica” que es la misma para todos, como ya explicó Platón (por encima de las formas que adopta un caballo esta la idea de la especie); pero la percepción que cada uno tiene en función de su experiencia, cultura e intereses es distinta y, sin embargo, respetable, pues para el que piensa así es real (la base de la democracia); y por último, la idea escéptica de que no existe la verdad de nada (conclusión a la que llega el relativista) es cierta en el plano de la vida perceptible donde todo fluye, todo es cambiante, y para mí, eso se asemeja a una actitud de respeto y hasta de humildad ante una posible realidad que escapa a la razón.

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De la misma madera

La cuestión es que, a veces, no comprendo a las personas. Las considero injustas, me llegan a caer mal o noto que no empatizan del todo conmigo. Afortunadamente, esto solo ocurre con un porcentaje escaso de aquellas que conozco y, sin embargo, son las que más me duelen. Ya sé que no puede uno llevarse bien con todo el mundo, pero…

He pasado horas enteras analizando las conductas sociales desde dentro y fuera de los grupos (y las mías propias en estos contextos), como si fuesen una madeja anudada que sabes se puede desentramar. Si uno llega a conocer y comprender las relaciones humanas, conseguirá hacer estupendos jerseys con ellas, confortables, entrañables.

Mis mayores dudas eran, por ejemplo, ¿por qué alguien que te es empático de repente deja de serlo? ¿Es posible que vuelva a serlo? ¿Cómo puedes aproximarte a personas que parecen muy importantes o muy solas?

Todos los comportamientos tienen un motivo. Ese es el quid del tema: llegar a descubrir la verdadera razón de los momentos indeseados entre las personas, ya que, normalmente, ocurre algo más de lo que se menciona (no demasiado rebuscado, solo un poco más interno, que cuesta tanto localizar como contar). Pero, ya es algo saber que siempre hay un porqué. Eso nos da la posibilidad de solucionarlo o eliminar esa causa, en caso de que lo deseemos.

Aproximadamente, todos reaccionamos de modo muy similar ante los estímulos que afectan a las relaciones personales. Los dos factores fundamentales que las desarrollan son: creer que estás tratando con una “buena persona” (alguien que no te hará daño, potencialmente al menos) y notar que importas a aquel con quien te relacionas. No mantendrías una amistad con alguien a quien importas pero es un mal bicho, ni con un santo al que no le importas un carajo.

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