La salvación

La otra noche me acostaba un poco más pronto de lo habitual, por lo cual cuando abrí los ojos a la mañana siguiente, lo hice antes de que sonara el despertador. Al darme cuenta de ello, me vino un pensamiento: “así dedicarás más tiempo a tu salvación…”.

«¡Qué!», me dije a mi mismo, ejercitando aquello que decía Nietzsche de que cuando se piensa, hay que pensar contra el propio pensamiento, llamado también diálogo con uno mismo, e incluso guerra interior al estilo del Bhagavad-Gita. El caso fue que me revolví contra semejante idea, el viejo concepto de “salvación”.

De los muchos instintos que tiene el hombre (sean físicos o psicológicos), esa extraña esperanza de que van a venir a salvarnos, de que alguien o algo nos va a liberar, es uno de ellos. Pruebas tenemos unas cuantas: empezando por el cristianismo, que nos presenta un Hijo de Dios que viene a “salvar al mundo”, siguiendo con la esperanza de que aparecerá el séptimo de caballería para salvarnos de los indios de Norteamérica, y acabando con esa nueva “casi religión” que es el fenómeno ovni, en lo que mucha gente deposita la fe de que, cuando los hombres, con nuestra mala gestión de la naturaleza, la pongamos en peligro, aparecerán para poner orden. Como ya hicieran, según ellos, en otras épocas del pasado remoto.

Estaréis conmigo en que esa actitud es algo infantil. En mi cabeza resuenan aquellas palabras que dice Merlín en la película Excalibur: “El tiempo de los magos ha terminado, es la hora del hombre”. Ya no cabe seguir esperando que alguien nos va a salvar. Si hay algo que salvar, hemos de hacerlo nosotros mismos; si estamos perdidos, cada uno ha de encontrarse a sí mismo; si anhelamos ser felices, nadie nos va a dar la felicidad. Porque todo lo que venga de fuera no deja de ser algo externo a nosotros. Lo auténtico es lo que cada uno hace crecer dentro de sí; todo lo demás son muletas, ayudas temporales, compañeros de camino, pero poco más.

Por otra parte, ¿de qué hemos de salvarnos? ¿Del pecado original? ¿De la rueda de la vida y sus encarnaciones? Reconozco mi enorme simpatía por el budismo, por su noble óctuple sendero, por su apertura mental y de corazón ante el sistema de castas y por otras muchas cosas, pero no creo que la vida sea algo de lo que hay que salvarse. En todo caso sí creo que el excesivo apego a la vida no te permite vivirla con la libertad necesaria para disfrutarla. Y creo que aun eso es algo que cada uno tiene que conquistar por sí mismo, y donde no hay «salvadores”.

Intenciones

A raíz de varias conversaciones, tanto en este blog como fuera de él, me vino hace unos días una pregunta. No es que lo pensase, sino que surgió y se apoderó de mi atención sin más, y es: ¿qué hace que personas inteligentes, cultas, serias en sus reflexiones, con un peso importante en la cultura y muy respetados, lleguen a conclusiones diferentes, cuando no contrapuestas, en temas importantes?

¿Será la experiencia que, buena o mala, hace que uno se incline hacia determinadas respuestas antes que hacia otras?

¿Será que solo encontramos aquello que buscamos, porque de alguna forma ya lo llevamos dentro?

¿Será la costumbre de no querer cambiar las ideas, que con tanto esfuerzo hemos cultivado a lo largo de nuestra vida?

¿Será el orgullo de querer tener razón antes que de encontrar una verdad de manera sincera?

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Libertad tiene nombre de mujer

Hace ya varias semanas que prometí escribir un blog dedicado a la mujer a modo de homenaje, pero no acababa de encontrar la manera de hacerlo; por fin hoy me ha venido la inspiración. Muchos no creerán en que las cosas funcionen así, esto de ser inspirado es una experiencia para la que hay que ser un poco poeta (y yo presumo de ello), más allá de que luego la rima no rime sino que más bien dé grima, esa es otra cuestión. En realidad, lo que hice es permanecer atento, y casi sin darme cuenta la idea tomó vida delante de mí porque, efectivamente, Libertad tiene nombre de mujer.

Como cada mañana me dirigí al bar donde suelo almorzar, y para que me atendieran llamé por su nombre a la camarera: «¡Libertad!» –la palabra estalló en mi boca llenándome de reminiscencias. «¡Libertad!» –volví a repetir.

No pude evitar decirle a la camarera lo bonito que era ese nombre y que no me había dado cuenta hasta ahora. Le pedí entonces que me explicara por qué le pusieron ese nombre, y esto fue lo que me contó: «La culpa la tiene mi abuela; quiso poner a mi madre Libertad por un familiar que estaba preso, pero como estaban en la posguerra, y dadas las connotaciones del nombre, no la dejaron. Así pues, mi madre me lo puso a mí y yo se lo he puesto a mi hija».

Sé que muchos no estarán de acuerdo conmigo, lo cual me halaga gratamente, pues sé cómo piensan, pero yo os veo a todas “princesas”, seres que van con el corazón en la mano, que hasta cuando se enfadan solo exageran un poco, lo hacen para ver si nos enteramos los hombres. Con ellas en la jefatura de los gobiernos, el mundo gozaría de más libertad, pues la fraternidad, la tolerancia, la comprensión, la simpatía, la paciencia, la armonía, la alegría, la vida… todos son, o podrían ser, nombres de mujer. Como dice Michel Moore en “Estúpidos hombres blancos”, esta sociedad machista y competitiva, inventora de las armas de destrucción masiva, la desigualdad social y despiadada con la naturaleza y sus recursos, jamás hubiera existido si las mujeres mandaran.

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Las tres visiones

Si en un blog de filosofía cotidiana, como es este, debemos escribir sobre las cosas que nos pasan o las reflexiones que nos suscita la vida, debo reconocer que llevo varios días preocupado por todos los desencuentros que ha habido en el blog; por ello no quiero dejar pasar la oportunidad de poner mi granito de arena (con vocación de pedrusco) en esta playa de los encuentros, o al menos eso me gustaría que fuera.

Sobre todo lo que voy a decir a continuación, podría aportar bibliografía, pero no lo haré ya que lo explico a mi manera y con mis propias palabras. Podría decirse que la visión que tienen los hombres de la vida es monista o dualista, es decir: los hay que ven o creen en una sola realidad y otros prefieren pensar o han descubierto que en la vida se conjugan dos realidades.

Entre los primeros, los monistas, también se podría decir que son, a su vez, de dos tipos. Por un lado los que solo creen en la realidad material, en aquello que puede ser medido y comprobado empíricamente, los que siguen la lógica cartesiana y rechazan cualquier otra realidad no demostrable, según su epistemología (el método científico), por más que sean incapaces de explicar, de manera convincente, el misterio de la existencia (y por favor, no me hablen de la casualidad). Les guste o no este patrón rige nuestra sociedad occidental, la cual tiene sus cosas buenas (qué duda cabe) y también sus carencias, pues la visión materialista no puede explicar todas las inquietudes del alma humana.

Y de otra parte están, también monistas, los que creen o sienten que la única realidad es de raíz espiritual, que no hay más realidad que Dios y todo cuanto existe es Maya (diosa hindú de la ilusión), por lo que la vida es un valle de lágrimas del que hay que salvarse por medio de la fe y la moral, con lo cual rechazan el mundo material y su propio cuerpo psico-físico, reafirmándose como seres de origen celeste o hijos de Dios (casi nada). Aunque les duela escucharlo, esta visión lleva a desentenderse de la propia vida tal y como hace el hindú, y al negar su realidad animal esta se rebela, por lo que suelen dar bandazos entre la mortificación y los placeres materiales para volver a mortificarse nuevamente.

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Los ciclos que nos reciclan

Como dice la física cuántica, si estudiamos una partícula de luz en un momento concreto y en un espacio de coordenadas fijas, obtendremos un conocimiento parcial, pues estamos descartando la naturaleza de la luz como onda que se expresa simultáneamente en varias direcciones. Aplicado al hombre, se podría decir que no podemos saber quién somos, de manera amplia, si nos observamos un momento determinado de nuestra existencia, descartando nuestra propia expresión como onda, es decir, en los múltiples aspectos de las posibilidades que hay en nosotros, y a su vez, estas, visualizadas con la perspectiva del tiempo, dejando una puerta abierta a los ciclos que todo lo rigen, que son como los latidos de la existencia miremos donde miremos, el sístole y el diástole, el día y la noche, la primavera y el otoño.

Esta reflexión viene a cuento, y a “consolar”, la manera en que sufrimos los ciclos en nuestra propia piel. Es algo que conozco desde hace tiempo, es algo que casi todos sabemos, y sin embargo, caemos en ello una y otra vez. El aprendizaje, el tomar conciencia de las cosas, el crecer de verdad como persona en el sorprendente camino que nos lleva a ser, pasa por los vaivenes de los ciclos. Se parece al acto de comer: elijes los ingredientes, los cocinas a tu gusto, lo comes con alegría… y de pronto la sangre desaparece de la cabeza para irse al estómago; así es el proceso de digerir, de separar lo que nos alimenta de aquello que nos intoxica.

De la misma forma vamos por la vida, eligiendo experiencias o “comiendo” aquellas que la vida nos ofrece, seguros de nosotros mismos mientras la sangre aún riegue nuestro pobre cerebro, mientras nuestros esquemas estén básicamente intactos desde la última digestión que ya olvidamos, ufanos de que nuestra cosmovisión de la existencia debería impartirse en todas la universidades del mundo, ignorantes de cómo nos ven los demás en ese momento de euforia y seguridad. Pero parece que todo se confabula para que aceptemos vivir en la incertidumbre, pues una vez más de pronto nos sucede algo, leemos un libro, se nos tuerce una vivencia, hacemos un viaje, nos dan una paliza… cualquier cosa puede ser, y entonces se nos bajan los humos, se nos rompen los esquemas y toda nuestra energía se centra en resolver lo que ha pasado, nos convertimos en misántropos durante un tiempo, hasta que nos construimos un nuevo esquema, más complejo, más certero, el definitivo… y vuelta a empezar.

Qué maravillosa aventura es vivir.

Los tulipanes de Holanda

La avaricia es algo que descubrí desde joven. Entiendo que denota en la persona una falta de seguridad que busca subsanar acaparando bienes. Recuerdo, siendo niño, que el sobrino del cura y yo nos hicimos “socios” durante los meses de verano. Montamos lo que en Valencia se llama una “paraeta”; para ello y sin licencia de apertura ni impuesto de actividades económicas, juntamos una buena cantidad de tebeos y juguetes usados, y en la misma plaza de la iglesia expusimos sobre una vieja manta nuestra valiosa mercancía. Pasaron los días y, cuando reclamé mi parte en los beneficios, pues él llevaba las cuentas, me miró como si no entendiera nada, como si yo no existiera. De nada sirvieron mis amenazas ni mis quejas a su tío el cura. Me llevé una gran decepción; desde entonces no soporto la avaricia y creo, incluso, que aún me dura el trauma, pues miro con sospecha a ese terrible y maravilloso señor “don Dinero”.

Sin embargo, debo reconocer que la avaricia, a veces, provoca situaciones graciosas, como es el caso de la «histeria de los tulipanes» de Holanda en 1635. El precio de esos bulbos alcanzó tal valor en bolsa que se llegó a intercambiar una fábrica entera a cambio de un solo bulbo. El caso es que los inversores llenaron sus cajas fuertes de bulbos con la esperanza de hacer negocio especulando, cosa que no pudieron hacer al normalizarse su valor, con lo cual, arrojaron toda su inversión en los campos de Holanda, convirtiendo al tulipán en todo un símbolo del país.

Creo que nuestro estilo de vida occidental está tocado con esa, nada mágica, varita de la avaricia, que la visión del mundo como algo material y mecanicista (a lo que no niego su parte de razón) ha provocado que nuestros más altos anhelos (no contemplados en estos esquemas) se expresen por alguna parte, y la puerta elegida ha sido la seguridad material que otorga acumular bienes, y claro, todo lo que ello conlleva de progreso industrial, especulación del suelo y la vivienda, explotación de la naturaleza, etc.

Ya siendo niño me di cuenta de que esta visión pragmática del mundo, que asumimos como natural y por lo tanto no nos damos ni cuenta de que la ejercemos, es incompleta; así de sencillo: es insuficiente.

El instante y las horas

Alguien tenía que hacerlo. De entre los que escribimos en el blog, alguno tenía que dirigir el foco de sus reflexiones hacia el tiempo, esa dimensión que parece ser elástica por más que los relojes maquinales y sus inventores se empeñen en otra cosa. Ya lo expuso Einstein y demostró que para un viajero del espacio las horas no corren igual que para el sedentario terrícola, y he ahí la cuestión: ¿por qué el tiempo es relativo? ¿Qué relación hay entre espacio y tiempo? ¿Por qué a veces las horas se resisten a pasar, otras van demasiado deprisa y otras se eterniza ese instante? ¿Existe en realidad el tiempo o es una apreciación subjetiva? Que me perdonen los racionalistas y los científicos si digo alguna barbaridad, pero es que mi reflexión no pretende ser ni lo uno ni lo otro.

Una de mis películas favoritas es la protagonizada por Bill Murray y Andie MacDowell, “Atrapado en el tiempo”, aunque también es conocida como “El día de la marmota”, por contar la historia de un reportero de televisión que va a cubrir la noticia de una fiesta en que la marmota del pueblo despierta, lo cual hace una aguda referencia al estado de sarcasmo en que se haya el protagonista. Murray se levanta todos los días a la misma hora y en la misma fecha para hacer el mismo reportaje durante años… hasta que algo cambia en él, transmuta su actitud sarcástica y egoísta en generosidad, y consigue recuperar su futuro…

Dicen viejas enseñanzas que el tiempo es “la eternidad extendida en el espacio”, que antes de la existencia todo se resumía en… ¿un punto? Pero que al moverse generó un espacio y con lo que se tarda en recorrer tal espacio nació el tiempo. También dicen esas enseñanzas que todo es cíclico y que retornaremos a ese punto inicial, al igual que la respiración de Brahma en su inspirar y expirar. Si todo ello es cierto, nos están diciendo que, de alguna manera, el espacio y el tiempo son una ilusión por la que transitamos, que cuanto más nos movemos y enredamos en el espacio de la existencia, y en una dirección equivocada, más atrapados estamos en las horas, y más lejos de recuperar nuestro futuro, ese “instante eterno”.

Retirarse

A días, uno siente que debe retirarse. No dejar de luchar, no rendirse, no es eso.

Retirarse de dejar en el suelo la espada y quitarse la armadura. Vestir únicamente el traje de monje que llevamos siempre debajo o quizás dentro, nuestra más profunda piel… y andar hacia un horizonte lo más árido posible.

La aridez es requerida para que ni la belleza de las plantas ni el canto de los pájaros nos despisten de nuestro objetivo, y no porque no sepamos apreciar todo ello.

La aridez nos es compañera, la mejor, pues no nos pide, no nos llama, no nos critica ni reclama. Nos acepta, es, está, acompaña.

Y desde ahí, desde la nada más posible que encontremos, que sea oscura, que sea limpia, que sea nuestra. Desde ahí, a días, debemos replegarnos hacia dentro y encontrar la soledad más grande del mundo, el silencio más grande del mundo y con ellos, rebuscarnos a nosotros mismos. Y ese re- es a propósito, pues sabemos quién somos y dónde estamos.

Alimento para el alma, es como yo lo llamo y, a días, mi alma pide quietud, pide descanso, pide soledad que no lo es, silencio que habla.

Misterioso silencio…

Un amigo, sabiendo que el tema me atrae, me pidió que dedicara un blog al silencio… y una vez más me aferro a la sonoridad de la propia palabra, que como diría Matilde Asensi (y otros autores) en su libro “El origen perdido”, el sonido de las palabras tiene su propia fuerza: sssshhhiiiiilennnnciooo. Y todo en nosotros se calma, se queda como en suspense, las emociones siguen ahí pero sin manifestarse, los pensamientos se diluyen como intuyendo que son incapaces de abarcar lo que el silencio trae. De pronto comprendemos algo que se nos escapaba y que, seguramente, dejaremos de entender cuando vuelva el “ruido”. No son razones, no es demagogia, no son sofismas; es la vieja posibilidad del hombre de la visión directa, de aquello que habla el zen, de ver y comprender de manera impersonal, sin intermediarios, sin el ruido distorsionarte de los deseos convertidos en emociones y pensamientos.

“Soy el silencio que hay entre dos notas…”

Rainer María Rilke. Libro de horas.

¿Utopía? Seguramente, pero ya sabéis lo que pienso de eso. Vivimos inmersos en el ruido, y no solo en el interior, sino, especialmente en España, en un mundo muy contaminado acústicamente. A veces he llegado a pensar que precisamente nos rodeamos de ruido para huir del silencio, buscamos el bullicio para llenarnos de algo, y nos incomoda estar solos. Como dijo alguien: la soledad consiste en no saber estar con uno mismo, ¿y cuántas veces, de pronto, no nos hemos sentido solos en mitad de la gente? Y es que nada puede sustituir al silencio, salvo el silencio… o la poesía.

Algo tendrá para que los pitagóricos lo incluyeran en su escuela de Crotona, haciendo pasar al novicio u “oyente” (akusikoi) dos años de silencio que, a veces, se prolongaba a cinco, en los cuales debían meditar las enseñanzas. Y aún más, para imprimir esta regla en el espíritu del nuevo “oyente”, se le mostraba una estatua de mujer envuelta en amplio velo, un dedo sobre sus labios: “La musa del silencio”.

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Conocerse o no conocerse, esa es la cuestión

Permitidme parafrasear a Shakespeare. No es que esté en desacuerdo, lo cual no sería extraño dado mi temática “filosofía contracorriente”, pero lo que sí se puede, y prueba de ello es que lo hago, es dar unos cuantos pasos hacia atrás, ir al antes, mucho antes de plantearse el “To be or not to be, that is the question”, pues, sinceramente, creo que hay un estado previo al “Ser”. Y si planteo tal cosa es porque en mi trato diario con mucha gente veo que puede ser de utilidad. Quizás me equivoque al hacerlo y convierta este blog, una vez más, en motivo de polémica, pero ya estoy acostumbrado.

Muchas veces oigo eso de “sé tú mismo, sé tú mismo” en cientos de anuncios con el único fin de que, precisamente, dejes de serlo y consumas el producto anunciado, estrategia de identificación creo que lo llaman. Bueno, el caso es que veo cómo se confunde, nos confundimos, a la hora de separar las cosas que vienen de nuestro pequeño yo, ego o yo personal, con el yo grande y verdadero que a uno le hace ser y no dejarse ser. El primero suele ser egoísta, orgulloso, atender a necesidades materiales, a buscar su bienestar y seguridad antes que nada, lo cual está genial, no lo critico. Lo que quisiera es mostrar la diferencia con el otro yo grande, fruto de nuestro esfuerzo consciente por entender el mundo que nos rodea y que se muestra generoso allí donde ve que hace falta.

Para llegar a ese “sé tú mismo” y, por lo tanto, “Ser” de verdad, primero hay que conocerse, distinguir en uno mismo lo que le viene de herencia genético-cultural y constituye su ego, de lo que se ha currado conscientemente y es su propia e intransferible conquista interior, su verdadero tesoro.

Por todo ello deduzco que sólo conociéndose uno mismo se puede llegar a “Ser”.

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