Pasado, presente y futuro

Creo que a todos nos preocupa nuestro pasado.

A todos nos inquieta, sobre todo cuando pesamos en la balanza de los valores los diferentes aspectos del tiempo. Hay unos que dicen que el pasado no les importa, que solo les interesa el presente; otros, que el futuro es lo más decisivo, y en él solo hay que pensar y poner todas nuestras energías. Otros dicen que el pasado tiene mucha fuerza y que nos condiciona el presente y el futuro.

Creo que el pasado tiene mucho que ver con la memoria, y todos queremos mantener buena memoria del pasado. Nietzsche, en cambio, agradecía a la vida su falta de memoria, pues así cualquier experiencia era nueva para él y el conocimiento tenía siempre la frescura de la primera vez.

Creo que lo grave de nuestro pasado es que lo consideramos inmutable e intocable, y nos suele pesar y condicionar como una losa. Pero he llegado a comprobar que no lo es. No es fijo, ya que, compuesto, como está, de tejidos psicológicos productos de vivencias anteriores, si cambian los significados de aquellas experiencias, algo ocurre que modifica sustancialmente (o radicalmente) nuestro pasado.

Me ha dado mucho que pensar lo incierto del tiempo. Siempre hemos creído en la ilusión de que el pasado era fijo, el futuro inexistente y el presente fugitivo. Pienso ahora que nada está más lejos de la realidad. Nada más movedizo que el pasado, ni más cambiante que el futuro. El pasado lo cambia la comprensión. Nuestras experiencias pasadas cambian su significado (o lo matizan), a medida que cambia nuestro nivel de comprensión. Solo el que tiene una apreciación de la vida que no cambia nunca tiene un pasado fijo e inamovible y siempre significa lo mismo para él. Generalmente, siempre lo recuerda muy bien y qué significó para él cada una de las cosas que le pasaron. No puede cambiar su pasado, como no puede cambiar su futuro, porque lo que le pase, o lo que viva, siempre tendrá un significado predeterminado, debido a su manera cristalizada de afrontar las experiencias.

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Vulgaridades

Cada noche, sobre las 21 horas, se alza en el aire un monólogo en gritos que debe de oírse en media ciudad. Se trata de una persona mayor que, recorriendo la terraza de su ático de lado a lado (cual tigre enjaulado), lanza su histriónica perorata para todo el que lo quiera oír, aunque lo cierto es que no se le entiende casi nada y creo que a él eso le importa poco, pues lo fundamental a mi entender es el acto y la intención en sí y no tanto el contenido del discurso.

Cada vez que le oigo se me dibuja una sonrisa en la boca, y es que en el fondo me hace gracia su actitud, no sé exactamente por qué; quizá me recuerda a una de esas terapias grupales en las que uno debe reírse, sin ganas, buscando el detonante en algún lugar de nosotros mismos hasta que lo encuentra; o expresar a voz en grito alguna ofensa guardada largamente por los años de los años, amén. No lo sé, pero en cierto modo admiro esa valentía (que para mucho es locura) de asomarse al mundo y gritar sin tapujos lo que sentimos, de no guardarse nada en el oscuro mundo del inconsciente para que el día menos pensado, esa mala energía salga por donde uno nunca imaginaría. Recomiendo probarlo, es muy gratificante y liberador.

El único peligro es que algún vecino malhumorado nos dé la réplica mandándonos callar alzando de malos modos su voz, pero nos tiene que dar igual, le estamos haciendo un enorme favor, porque en el fondo es un vecino más contagiado de tan vulgar y benéfica terapia.

Músicos y poetas

Hoy vino a comer a casa una amiga, y cuando llegó, acababa yo de terminar de imprimir la partitura del concierto para piano número 3 de los de Beethoven. Y como ella estudió música en su día, y además le encanta, le puse el disco para que los dos la fuéramos siguiendo en la partitura. Debo confesar que nos perdimos enseguida.

Después de escuchar un rato, me dijo, pensativa:

–A los músicos yo creo que les pasa lo mismo que a los poetas. Que sufren… están tristes… Quiero decir, lo pasan mal en sus vidas. Todos tienen unas vidas atormentadas. Siempre los he visto propensos a la melancolía. Yo creo que para vivir más o menos feliz se necesita ser un poco más insensible a las cosas… Estar a esos niveles parece que te lleva al sufrimiento.

Yo me quedé un rato perplejo, quizá porque me sonaba que yo había tenido esa impresión en muchas ocasiones a lo largo de mi vida, y cuando escuché sus palabras, me puse a bucear en mi interior tratando de hallar impresiones, explicaciones, símbolos y… respuestas.

Seguramente el motivo es la sensibilidad. El que es sensible puede sufrir más, aunque también puede conocer más dicha. A mí me parece que es como la cuestión de la piel. Hay gente que la tiene más dura… más curtida, quizá por su trabajo… o por su forma de vida… Y también hay otras, por el contrario, que tienen la piel muy fina y delicada.

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Trabajos

Me explicaba un día mi hermano mayor (me lleva diez años), que en la vida solo hay dos clases de trabajo, el trabajo en el que te lavas las manos antes de ir al baño y el trabajo en el que te lavas las manos al salir del baño. Me impresionó mucho. Y nunca se me olvidó.

Muchos, muchos años después, descubrí que también existen dos clases de seres humanos que se reparten mutuamente el trabajo: los que hacen la comida y los que se la comen, los que hacen el vino y los que se lo beben, los que hacen la cama y los que duermen en ella, los que cultivan los melones y los que disfrutan de su excelente sabor y alimento, los que escriben libros y los que los leen, los que hacen películas y los que se sientan a verlas, los que ensucian y los que limpian la suciedad, los que aman y los que quieren se amados, los que trabajan por el mundo y la humanidad y los que disfrutan de ello.

Por supuesto, todos estamos en ambos bandos, pero creo que existe una gran diferencia en el propósito vital en cada caso. Quizá alguien piense que lo mejor es estar en el bando de los que disfrutan del fruto del trabajo de los otros. Pero yo, aunque he tardado, he llegado a darme cuenta de que es mucho mejor estar en el caso de los que trabajan por conseguir buenas cosas, para ellos mismos y para los demás.

En el primer caso nos comportamos como parásitos, ya sabéis, como los odiosos mosquitos (aunque también son hijos de Dios), que se aprovechan de la sangre que generamos con nuestro alimento y nuestro trabajo, para tratar de no dar un golpe en su vida.

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La vestimenta del filósofo

Recientemente, mientras iba por la carretera, adelanté a un ciclista perfectamente uniformado. Me llamó la atención su vestimenta especialmente preparada para protegerle de las inclemencias del tiempo y de las incomodidades de la marcha en bicicleta. Pero también su colorido y sus distintivos de pertenencia a un determinado club deportivo. Me imaginaba a este ciclista en el momento de vestirse su uniforme y su preparación mental y especial disposición para la práctica de este duro deporte. Veía cómo esta persona poco a poco dejaba su ropa de calle y se cubría con la vestimenta que le distingue como ciclista. Cierto es que como dice el refrán el hábito no hace al monje, pero no cabe duda de que cuando uno se pone la ropa para la práctica de un deporte, desde ese mismo momento uno empieza a representar un papel, a distinguirse entre los demás y a exigirse a uno mismo para estar a la altura de lo que esa ropa representa.

De igual manera, me imaginaba a los integrantes de un equipo de fútbol como los que hemos visto hace pocas semanas en esa especie de rito en el que dejan de ser personas corrientes vestidos con ropa de calle para vestirse con unos colores con los que tantos cientos de miles de seguidores se identifican. O el rito del momento en el que un torero se viste esa ropa tradicional para el acto de enfrentarse ante la muerte en un ruedo, rito que algunos realizan por última vez. O también, por qué no, me imaginaba el momento en el que tantos miles, millones de trabajadores se ponen un uniforme que les distingue e identifica con una empresa, con un proyecto, con un trabajo. De alguna manera es también un rito que marca un acto de identificación y representación de una imagen grupal, de un conjunto de hombres.

Al pensar así me pregunté: ¿y cuál es el uniforme que distingue al filósofo?, ¿cuál es la vestimenta que el filósofo se pone cuando ejerce de lo que es? No, no es la toga de griegos o romanos, ni la túnica de lino de los egipcios o el hábito de franciscanos o benedictinos en el Medievo cristiano. Incluso tampoco es ese jersey de cuello alto con que asociamos a los pensadores marxistas de los años 60.

La verdadera vestimenta del filósofo es lo que le distingue como hombre, lo que le hace ser un continuo buscador, un amante necesitado de la sabiduría. Un eterno buscador inconformista pero lleno de alegría cuando sabe que está en el buen camino. Y si no es así, con la valentía de reconocer el error y rápidamente, con alegría, volver a ponerse de nuevo en camino.

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Pánico en la opulencia

Como matemático, me interesa tratar de explicar cómo todos los sucesos físicos pueden ser explicados por leyes matemáticas. Astronomía, física o química parecen ser el campo natural de acción de las matemáticas. Pero lo realmente interesante es utilizar métodos matemáticos para explicar los comportamientos de los seres vivos y más aún el de los seres humanos. Biología, sociología o psicología serían los campos de acción en los que posiblemente muchos de nuestros lectores dudarían de la conveniencia de emplear métodos numéricos para explicar la realidad.

Sin duda, simples métodos aritméticos, algebraicos o geométricos son insuficientes para explicar la complejidad del comportamiento humano. Pero avances en los últimos 50 años en los campos de la Inteligencia Artificial, de la llamada Teoría del Caos o de los Fractales nos ofrecen una explicación no totalmente racional de la Vida, pero sí formulable matemáticamente.

¿A qué viene esta reflexión? Pensaba recientemente cómo puede explicarse el comportamiento de las últimas dos semanas de una sociedad opulenta del primer mundo como España, en cuanto falta alguna de las cosas que asumimos que siempre están ahí. Me refiero a que la llamada «desaceleración económica» ha traído un, esperemos breve, parón en el crecimiento económico español. Y si antes nadie comentaba cómo se hacía dinero tan fácilmente comprando por 1 lo que luego se vende por 2, ahora todo el mundo se queja. A la disminución de los ingresos se suma la subida de la gasolina, de los transportes y, por tanto, de casi todos los productos que consumimos, que ya no se producen en la huerta o la granja de al lado, sino que vienen de cualquier insospechado lugar.

Y llega el miedo. Peor aún, el pánico.

Paran los transportistas y todo el mundo se vuelve loco para tratar de acumular lo que no nos hace falta. Y todos nos volvemos locos dejando que se pudran toneladas de alimentos. Y el pánico llega a los supermercados, a las estaciones de servicio. Y algunos parecen estar en guerra, por unos pocos euros, llegando a absurdos enfrentamientos, y peor aún, la muerte de algún implicado.

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De lo vulgar y de lo excelso

Un hombre es lo que come.

Muchas veces me he preguntado cuál era “el secreto”, o la “fórmula”, o “la receta” que poseían, y que poseen, los grandes hombres, ya sea en las artes, en las ciencias o en cualquier otra actividad noble del ser humano.

Hace unos días me vino a la mente la frase que he colocado al principio, porque creo que ahí está la clave. Un hombre es lo que come. Si come basura se convertirá en un basurero. Si come vulgaridades se convertirá en un ser vulgar, y si come alimentos excelsos se convertirá en excelso.

En mi opinión esto es así porque el cuerpo interior del hombre va creciendo con los alimentos que consume. Y de tales mimbres… ya se sabe. Una casa construida con ladrillos de mala calidad podrá ser bonita, pero… pronto perderá su belleza e incluso su estabilidad. Se ajará como algo efímero muy pronto.

En el plano material lo entendemos y lo aceptamos muy fácilmente. Todo el mundo lo sabe y lo puede ver día a día. Pero… ¿y en otros planos?

Llegamos quizá hasta lo vital, la salud. Entendemos que quien se cuida adecuadamente goza de buena salud. Aunque en nuestra cultura pretendamos estar sanos sin hacer lo necesario para estarlo, y aun haciendo justamente lo contrario que demanda nuestro sentido común en este asunto. El resultado es que un gran porcentaje de los enfermos de algo lo son por tratar inadecuadamente, si no salvajemente, su cuerpo y su vitalidad.

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Muerte en las alturas

Reconozco que siempre me han atraído tanto las montañas como el espíritu de superación de los montañeros. Esa pasión por escalar una montaña, tan solo «porque está ahí». ¡Qué mejor imagen de esa búsqueda de trascender, de ir más allá, de seguir una aspiración natural en el hombre!

En estos días estamos de luto porque uno de los más grandes montañeros españoles, Iñaki Ochoa de Olza, se ha dejado la vida en el Annapurna, uno de los ocho miles más bellos y difíciles del mundo. ¡Qué pena que no ha podido cumplir sus palabras antes de partir!: «Volver para volver, para seguir viviendo como lo intentamos, con libertad y alegría». Iñaki era un montañero muy especial, con un estilo de escalada de superación, pero que también sabía hasta dónde poder llegar y si era necesario, darse la vuelta.

En una entrevista reciente, Juan Oyarzábal, otro de los mitos del alpinismo español, nos dejaba estas palabras:

–Admiro todo lo que has hecho, pero quería preguntarte qué os mueve, a la hora de hacer proezas como las que tú has realizado, de subir a picos tan altos donde la climatología es tan adversa. ¿Realmente vale la pena arriesgar tanto la vida?

–No se trata de arriesgar la vida, sino de disfrutar de tu convencimiento de que eres capaz de superarte para subir una montaña de 8000 metros. Sin duda, subir una montaña no merece perder ni tan siquiera el más mínimo ápice de una uña.

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No hay gente mala sino ignorante

Confieso que tengo grabada esta enseñanza de Platón desde que la aprendí. Frente al lío que se hacen muchas religiones con la idea de maldad y de cómo un Dios bueno puede permitir que exista el mal, la filosofía de Platón, la filosofía de la reminiscencia, enseña que hemos nacido buenos, pero que solo por el olvido, por la ignorancia, podemos llegar a obrar mal.

Frente a las doctrinas dualistas de origen medio-oriental, con un dios bueno y un dios malo (diablo, satán, demonio), la filosofía dice que el mal es simplemente la ausencia de bien. Y esa ausencia, como he dicho antes, es por simple ignorancia, pues si todos conociéramos las leyes de la Naturaleza, siempre obraríamos a favor (haciendo el bien) en lugar de ir en contra (haciendo el mal), que con el tiempo se nos volverá en malos resultados (karma).

Me imagino que los lectores de este blog ya saben que me estoy refiriendo a ese ser depravado que ha mantenido, en un pueblo austriaco, durante veinte años encerrada a su propia hija, mientras esta daba a luz hasta a siete hijos fruto de esta desigual unión. ¿Es olvido de las leyes de la Naturaleza lo de este ser vil? (No quiero escribir la palabra hombre para referirme a él). ¿O es pura maldad, como dicen mis compañeros de trabajo, amigos o familia? ¿Está enfermo? ¿O era consciente del crimen que cometía y que ha seguido cometiendo veinte largos años?

Parece difícil seguir manteniendo nuestros principios filosóficos con casos como este. Pero precisamente es ahora cuando más se deben poner de relevancia. No dejarnos llevar por la pasión y pensar más en soluciones, en educación y en aplicar la justicia. Cyrano, espero que no me digas que este es un caso más del «pensamiento Alicia».