Hace ya tiempo que cada año pasaba un par de semanas de septiembre en el Palmar de Vejer, una playa hermosa y entonces aún virgen en la costa de Cádiz. Me alojaba en una pequeña casa de las cuatro que un hombre de campo había construido aprovechando unas antiguas vaquerizas, para alquilar en verano.
La primera vez que fuimos nos explicó el asunto de la basura, que era así de simple: dos bolsas de plástico, una para los restos de comida y otro para todo lo demás. Los restos de comida se vaciaban por la noche en el bidón del cochino, que al amanecer se le llevaba a su cochinera. Lo demás, la basura de quemar, se vaciaba en el hoyo que José tenía dispuesto en un lugar apartado y que, cuando estaba lleno, quemaba.
Así pues, los restos de comida se transformaban en carne de cerdo, con lo que había carne para la familia todo el año, conservada en su propia manteca, y la basura de quemar se transformaba de vez en cuando en humo y cenizas. Cuando el hoyo estaba lleno, se hacía otro al lado y ya está. Ecología le llaman ahora a esto. Pero entonces no había camión de basura, ni plantas de reciclaje ni nada de eso. Era muy simple.
Hace unos días escuché en la radio que este último año se habían generado en España nada menos que mil ochocientos millones de toneladas de basura. Y pensé, acordándome de José y sus cochinos: de esa cantidad, aun siendo comida para cochino, solo la cuarta parte, es decir, más de cuatrocientos millones de toneladas, ¿cuántos cochinos se podrían criar? Evidentemente, un ejército. Millones de jamones, toneladas de lomo en manteca.
Luego, me acordé cuando a finales del siglo XIX y principios del XX, cuando ya estaban inventados y en funcionamiento las máquinas de vapor y los envases para alimentos, las latas eran entonces las que, con sus conservantes, podían mantener la comida en buenas condiciones durantes varios años, se llegó a pensar y a decir por mucha gente que los problemas del mundo ya tenían solución.