Tal vez no lo dijo de la misma manera, pero esa era la idea.
La ansiedad del tiempo (que se emparenta mucho con la impaciencia) es una enfermedad más propia de nosotros, los actuales, que de ellos, los antiguos. ¿Por qué tenemos siempre tanta prisa?
Alguien dijo que la prisa consiste en tener el cuerpo en un sitio y la mente en otro. Y nosotros, que practicamos cotidianamente eso de tener la mente en otro sitio, solemos experimentar sus consecuencias. Sabemos muy bien a qué sabe el desasosiego que va con la vida moderna, el estrés, la hiperactividad, el “quiero y no llego” que se repite una y otra vez, aunque a veces no entendamos qué tiene eso que ver con el tipo de vida que llevamos.
Si echamos un vistazo alrededor, es un sinvivir. A todas horas y en todas partes nos bombardea un cúmulo de estímulos, de mensajes, de propuestas para tomar decisiones, pequeñas y grandes (compre esto, venda lo otro, hazte un seguro, lleva a los niños a clase, come, haz deporte…). Y todo, rápidamente. Hasta la lentitud la queremos de inmediato. Así que llegamos al final del día con un ritmo acelerado en el que no hemos encontrado un espacio para reflexionar. ¿Y para qué queremos reflexionar? Pues para preguntarnos qué es lo realmente importante.