
Mucho se oye hablar ahora de las “smart cities”. En buena medida porque los objetivos 2020 de la Comisión Europea se dirigen a lograr una mayor sostenibilidad en los lugares donde más recursos energéticos se consumen: las urbes. La previsión mundial es que se conviertan en los focos centrales de concentración de la población mundial, a costa del despoblamiento del resto de territorios. En esas ciudades inteligentes, la tecnología se convierte en un actor fundamental. En sus manos se pone la regulación del tráfico, la eficiencia del consumo energético, la gestión de los datos masivos o big data y la mejora en las relaciones de la Administración pública con los ciudadanos.
No hace mucho escuchaba a un grupo de expertos hablar de las smart cities. Uno de ellos sentenció que la conversión de las urbes en ciudades inteligentes es lo que lograría cambiar el mundo y convertirlo en un lugar mejor, crear una sociedad mejor y ciudadanos comprometidos con la gestión de su ciudad. Las ciudades más tecnológicas serían las más ricas. Y las que fuesen capaces de crear esa tecnología, más ricas y prósperas aún.
En esos momentos me pregunté por el sentido de ese cambio al que se referían. ¿Cómo imaginaban ese mundo mejor que nos traería la tecnología? ¿Esa prosperidad? No soy una defensora a ultranza de lo tecnológico, pero tampoco detractora. La tecnología tiene su utilidad. Es capaz de aliviar cargas de trabajo, de acelerar procesos, de intervenir en la curación de las personas enfermas, de ayudar a las que tienen algún tipo de minusvalía. También es capaz de realizar eficaces asesinatos selectivos y de destruir poblaciones enteras con ciega precisión. Por eso, no creo que sea la tecnología la que vaya a lograr un mundo mejor. La tecnología está en manos de personas. Desde su ideación hasta su plasmación final y, cómo no, su aplicación. No es la pistola la que mata, sino la persona que aprieta el gatillo.