
Publicado el 29 de mayo de 2012 en
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Desde sus inicios, la actividad del filósofo se ha venido relacionando muy directamente con el diálogo, esa forma elaborada de la conversación, que conduce al descubrimiento de alguna verdad importante para la vida. Así nos lo enseñó Platón, transmitiéndonos con extraordinaria eficacia la experiencia de los diálogos que presidía y conducía Sócrates.
Muchos hemos descubierto por primera vez la filosofía tratando de seguir las hábiles discusiones socráticas, como un ejercicio para nuestra mente y con la imaginación nos hemos sentido testigos de aquellas reuniones en las que se trataban los asuntos que hacen que el sentido de la vida se nos vaya manifestando.
Los interlocutores con sus intervenciones iban preparando el terreno para que la sabiduría se presentase de alguna manera, a veces en las palabras de una sacerdotisa, como Diótima de Mantinea en El banquete, o en un relato de un guerrero, como Er en la República.
En su último libro, titulado “Qué sabe una planta”, Daniel Chamovitz, doctor en Biología y director del Centro de Biociencias de la Universidad de Tel Aviv, nos revela que las plantas pueden sentir el entorno, tomar decisiones inteligentes y comunicarse unas con otras a través de un sorprendente lenguaje químico.
La genética de las plantas no es tan diferente de la del ser humano. En una entrevista publicada en Scientific American, Daniel Chamovitz explicaba: estos (descubrimientos) me han llevado a darme cuenta de que la diferencia genética entre las plantas y los animales no es tan significativa como yo ingenuamente había creído una vez. Así que, mientras todavía no estaba investigando este campo, ya comencé a cuestionarme los paralelismos entre las plantas y la biología humana.
Y añadía: las plantas tuvieron que desarrollar mecanismos sensoriales muy sensibles y complejos que les permiten sobrevivir en ambientes cambiantes (…). Ellas necesitan ver dónde está su comida; necesitan sentir el clima y ser capaces de oler los peligros. Y tienen que ser capaces de integrar toda esta información de forma dinámica y cambiante. El hecho de que no vemos a las plantas moverse no significa que su mundo interior no sea rico y dinámico. Y a enseñarnos eso dedica Chamovitz su último libro, “Qué sabe una planta”, a mostrarnos ese mundo interior rico y dinámico de estos seres vivos.
Cada capítulo está dedicado a explorar las similitudes entre los sentidos humanos y los de las plantas. Así, vemos que el primer capítulo, titulado “Lo que ve una planta”, comienza de una forma provocativa con esta afirmación: “Piensa sobre esto: las plantas pueden verte”. En este capítulo se explica cómo las plantas pueden distinguir entre los diferentes tipos de colores. También encontramos páginas dedicadas a explorar las similitudes entre el resto de los sentidos humanos. El autor afirma que las plantas pueden sentir y diferenciar los distintos aromas o que también tienen sentido del tacto, porque saben cuándo son acariciadas o agredidas.
Aquellos que están llenos de vanidad con la codicia penetran en una corriente que les atrapa como la tela que la araña ha tejido de sí misma. Por esta razón, el sabio corta con todo ello y se aleja abandonando toda tribulación (Dhammapada)
Hay días en que uno se levanta y si no tiene bien puestas las orejeras puede ocurrir que caiga fulminado por el torrente de noticias envueltas en crisis.
Más o menos, casi todos nos hemos dado cuenta de que el origen de muchos desajustes actuales que afectan a nuestras circunstancias materiales cotidianas está en males anteriores, y que esos males tienen mucho que ver con la falta de valores éticos.
Caramba, qué coincidencia.
(Publicado en El Salvador, el 20 de octubre de 2011, en medio del desastre natural provocado por la tormenta tropical que afectó a cinco países y provocó cientos de miles de damnificados)
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carpe diem, quam minimum credula postero
Horacio
Como nuestros amigos internautas saben, desde nuestras páginas promovemos la difusión del conocimiento de quienes dejaron una huella en la historia por su intensa búsqueda de la verdad y abrieron nuevos caminos para los que, como ellos, sintieron la llamada de la filosofía.
Si resulta interesante reseñar esas obras tantas veces comentadas y analizadas, el pensamiento de esas grandes almas, tratando de clarificar el sentido de las cosas, no menos iluminador resulta conocer sus peripecias vitales, pues en las biografías suelen gestarse los orígenes de las preguntas que dieron luego cauce a las respuestas que cada pensador ofrece para los caminantes que le sigan.
Descubrimos, de manera concreta y palpitante, hasta qué punto la filosofía es inseparable de la vida, a la que viene a dar sentido y orientación, lo cual nos ayuda a sentirnos cercanos y establecer con algunos de estos filósofos un lazo casi íntimo de admiración y respeto. Los vemos comprometerse con su tiempo y las inquietudes y preocupaciones de sus contemporáneos, luchar por defender la libertad de pensamiento tantas veces conculcada, sufrir las represalias con que el poder trata de silenciar a los que se atreven a pensar por sí mismos.
Nada más ajeno a la realidad de las vidas de los filósofos que admiramos que esa imagen desarraigada de intelectual teorético y aislado en su torre de cristal, elucubrando a espaldas de sus conciudadanos. Se esforzaron por mejorar el mundo en que vivieron, no tuvieron miedo a equivocarse, ni que los demás interpretaran mal sus palabras. Y nos dejaron un ejemplo vigoroso, respaldando sus obras. Todos aportaron algo útil para la historia del pensamiento, todos nos enseñaron algo. A nosotros nos toca reconocer en ellos a quienes se encuentran más cerca de nuestras intuiciones, y sentir que quizá pertenezcamos a una misma familia espiritual.
Solomon Asch (1907-1996) fue un psicólogo estadounidense que trabajó en el campo de la psicología social. Asch se hizo famoso gracias a una serie de experimentos, realizados alrededor de 1950, y que ahora son conocidos como “Los experimentos de conformidad de Asch”. El conformismo puede definirse como «un cambio de conducta u opinión de una persona, resultado de una presión real o imaginada por parte de una o varias personas».
Los experimentos de conformidad de Asch nacieron con un objetivo muy simple: estudiar las condiciones, los motivos y la resistencia de los individuos a las presiones del medio cuando estas son, ciertamente, contrarias a sus propias convicciones e, incluso, contrarias a la realidad de lo que ven.
El experimento es muy sencillo y fácil de realizar. Se reúne a un grupo de personas, normalmente jóvenes estudiantes, en el cual, todos los participantes excepto uno son cómplices del experimentador. Se les dice que van a ser sometidos a una “prueba de visión”. Pero en realidad, el experimento consiste en ver cómo el estudiante restante (el único que no es cómplice) reacciona frente al comportamiento del grupo. Se reúnen y se procede a enseñar una serie de tarjetas con varias rayas de diferentes tamaños: unas más largas que otras. Y se les pregunta cosas como: ¿cuál de la rayas es la más larga?
Al principio todos están de acuerdo y responden la verdad de lo que ven. Pero los cómplices, habrán sido preparados para dar respuestas unánimes e incorrectas en los tests. Los resultados muestran que, en estas circunstancias, un 37% de las personas se conforma con el punto de vista mayoritario. Incluso en los casos en los que las respuestas son contrarias a la realidad. O sea, una de cada tres personas se conforman con la opinión de la mayoría incluso sabiendo, sin dudas, que es un opinión equivocada. Por eso también, este comportamiento se ha llamado “conformismo irracional” o “no lógico”.
“Existe una cosa muy misteriosa, pero muy cotidiana. Todo el mundo participa de ella, todo el mundo la conoce, pero muy pocos se paran a pensar en ella. Casi todos se limitan a tomarla como viene, sin hacer preguntas. Esta cosa es el tiempo” (Momo, Michael Ende).
La vida pasa…
Pasan los días, los meses, los años: “Caramba, ya es Navidad”; “Huy, mira Pepito, ya es mayor de edad”; “Sí, ya soy abuelo”…
El reloj de arena deja caer su oro implacablemente, sin pausa, sin excusas, sin interrupciones. Y lo que cayó ya no volverá más…