El otro día, en el parque…

PARQUE

¡Ah! ¡Qué gusto ver jugar a los revoltosos pequeñuelos en los parques infantiles! Tan alegres, tan confiados, tan espontáneos, tan ricos ellos, tan… “angelitos”.

¿Espontáneos? Claro, es la ferocidad de la tierna infancia, la aventura imaginaria que prima sobre la cruda realidad mía de que me estoy mojando los pies porque llueve.

Cerca de mí, combaten los piratas del Caribe.

No me preocupa el enano, que no tendrá más de seis años. Es un niño normal, como todos, sin conciencia del peligro o de su fuerza, como corresponde a su edad. Y completamente inocente.

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Mucho por desarrollar

A pesar de que tendemos a creer que apenas si quedan enigmas por descifrar en el ámbito del conocimiento científico, cada día aparecen noticias que nos informan sobre lo contrario, es decir, que vivimos rodeados de desconocimiento, por no decir de misterios aún pendientes de resolución y esclarecimiento.

Es inmenso el trabajo realizado por las ciencias de todos los campos en los últimos siglos y sus aplicaciones prácticas en las más variadas técnicas todavía nos asombran por su alcance, es justo que lo reconozcamos, aquí y ahora, cuando nos estamos beneficiando tan claramente de las tecnologías de la comunicación, gracias a las cuales podemos difundir nuestras ideas y opiniones con una repercusión casi universal.

Entre los asuntos que todavía ofrecen no pocas interrogantes sin respuestas se encuentra precisamente la mente humana, los procesos por medio de los cuales nuestros pensamientos pueden llegar a gobernar nuestras vidas y modificar incluso nuestras sensaciones más pegadas a la materia física. De las investigaciones avanzadas que se están desarrollando sobre el funcionamiento del cerebro, por poner un ejemplo, parece confirmarse que efectivamente aún existen en nosotros cualidades latentes, capacidades no actualizadas que con un adecuado entrenamiento podremos despertar: zonas apenas utilizadas de un órgano destinado a servir de enlace con el cuerpo, como un sofisticado instrumento a la espera de que un experto conocedor de sus potencialidades las ponga en acción.

La filosofía viene en nuestra ayuda, a la hora de emprender la tarea de aprovechar todos esos recursos que la naturaleza ha puesto a nuestra disposición. Es la disciplina que nos proporciona los métodos, la que nos enseña a pensar y a despertar nuestras cualidades latentes. Es el mejor camino para no perderse por los laberintos inexplorados de nuestro cerebro, siguiendo el ejemplo y las huellas de los maestros que lo recorrieron y encontraron el sentido de la vida, que es en realidad lo que buscamos.

Feliz año 2012 y suerte con su ADN

Como cada año, deseo a todos un ¡FELIZ AÑO 2012!, aunque, según un artículo publicado en la revista “The economist”, titulado “Happiness is in your DNA”, la felicidad está en el ADN. Y, por lo tanto, es el ADN el que conforma nuestro grado de felicidad de la misma forma que conforma el color del pelo, la forma de las manos, el hígado o el número de zapato que calzas.

Y, lo siento mucho, pero tampoco puedo desearos ¡UN PRÓSPERO AÑO NUEVO! Porque en dicho artículo podemos leer: “Que la personalidad y la inteligencia se heredan es un hecho cada vez más claro y obvio, de modo que, presumiblemente, la tendencia a ser feliz o infeliz es, en cierta medida, producto del ADN”. O sea, que la inteligencia, necesaria para tener un poco de prosperidad, también es producto del ADN. El gen de la inteligencia se descubrió hace algunos años y se llama dysbindin-1 (DTNBP1). Y si no tenemos en nuestro cuerpo un poco de dysbindin-1 (DTNBP1) o en el de algún familiar cercano que además tenga el gen de la generosidad, olvídese del pavo en salsa, del turrón y de los roscos de Reyes.

Y si es usted uno de los afortunados que tienen un poco de inteligencia y un poco de felicidad, ni se le ocurra dar gracias a Dios. Porque según el genetista Dean Hamer, la espiritualidad y la fe son también producto del ADN. El gen se llama VMAT2, pero se ha popularizado como el “Gen de Dios”. A este paso, y con los adelantos que hay, cualquier día encontrarán el gen de la Capilla Sixtina, la Novena de Beethoven, el sabor de la paella y el rock & roll.

Todos estos descubrimientos están basados en la “teoría” de que la conducta es el resultado de la biología: son los genes y no los individuos los que evolucionan. Y evolucionan según la teoría de Darwin: tiempo y aleatoriedad. Así que bienvenido al mayor casino del mundo: el Casino de la Genética, donde las fichas ganadoras no son euros ni oro, sino genes felices e inteligentes.

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Una mota de polvo

Llevo días pensando sobre qué escribir. Unos me salieron temas de victorias y otros de derrotas, unos de sueños y otros de cuentos, unos de realidades y otros de verdades. La cosa es que todo lo que hacemos es un tema sobre el que pararse a pensar, incluso el mero hecho de parar es un tema sobre el que pensar.

En realidad, a veces tengo la sensación de que da un poco igual lo que haga, de que soy una mera mota de polvo vagando por la infinita inmensidad y densidad de la atmósfera y que puedo quedarme quieta, que el mundo seguirá existiendo igualmente, aunque en ocasiones me empeñe en vivirlo como si todo ocurriera desde mí.

Todo seguirá y eso me incluirá a mí lo quiera o no. Es decir, que me seguirán ocurriendo cosas buenas y malas, apreciables y aparentemente inapreciables, me mueva o no me mueva. Esa mota de polvo es parte de un todo y luego de otros muchos, y está pegada o al lado de muchas otras motas, también parte o afectadas por otros todos. Y, al final, todas se mueven unas afectadas por otras y aún más por corrientes de aire que las mueven a todas a la vez, creyéndose todas ellas dueñas absolutas de su vida.

¿De qué son dueñas cada una de esas motas? ¿De algo acaso? Sí, de algo. De la capacidad de saber lo que son, de la capacidad de saber que son.

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Lo que somos y lo que parecemos

Ayer pensé que la civilización está cayendo. ¿Cómo llegué a conclusión tan sesuda? Viendo la tele.

Andaba yo haciendo zapping para encontrar algo tragable, y no encontraba nada que mereciera el rato que me estaba pasando allí. En el recorrido por las ondas, tuve una revelación.

Fue mientras escuchaba a una niña aconsejar a su madre la chocolatina que debía comer (la que debía comer la madre). Era un anuncio de estos que si tienes costumbre de sentarte un rato ante la tele todos los días, acabas viéndolo cuatrocientas veces. Lo mejor del caso es que termina por parecerte lo más normal del mundo.

Presté más atención y elegí pasar el rato viendo anuncios. Qué buena idea. Chulísimos. Como me siento a ver la tele de ciento en viento, fue como si viera una película de estreno.

Y de esta guisa, vi niños que les decían a sus padres qué coches tenían que comprar, madres que sonreían felices porque habían descubierto que la demostración más rotunda de que quieres a tu hijo es que le des una determinada marca de cereales para desayunar, hombres que aceptaban con una sonrisa el supremo consejo de que fregar con un lavavajillas concreto es lo que te permite llevarte al huerto a tu chica, y maridos que rechazaban un antigripal para tener la disculpa de no visitar a los suegros.

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Vigencia de la filosofía

 

La filosofía, entendida como una toma de postura, una forma de vida, más que como una mera actividad intelectual especulativa, nos proporciona sobre todo herramientas para pensar, es decir, para asomarnos al mundo y a las cosas, para encontrarnos con los otros, con la capacidad para llegar más allá de las apariencias y descubrir el sentido que sostiene la vida.

Es realmente sorprendente que tengamos tan a mano esa posibilidad y no la aprovechemos, porque se ha descalificado de entrada a la filosofía como algo que interesa solo a una minoría que utiliza términos apenas inteligibles, reservados para unos pocos sabios. Hay excepciones, afortunadamente, aunque escasas, de filósofos que hacen el esfuerzo de hacerse entender mediante un lenguaje sencillo y humano y gracias a esa labor, los buscadores, los que creemos que la filosofía puede servirnos de hilo de Ariadna para movernos por el laberinto del mundo, estamos un poco menos solos.

Gracias a la generosa mediación de quienes creen que la filosofía es demasiado necesaria como para dejarla reducida y encerrada en los ámbitos académicos, hemos ido comprobando que no ha sido en vano y nos hemos dejado ganar por sus efectos benéficos. En efecto, el ejercicio de la filosofía, de la búsqueda de la sabiduría y el conocimiento confiere sentido a nuestros pasos, ensancha nuestros horizontes vitales y nos ayuda tomar conciencia de nuestra realidad, tal como nos han advertido tantos maestros en el arte del pensamiento. La novedad es que afirmamos que todos podemos ser filósofos, con tan solo reconocernos como tales, y que nuestra sociedad sería más justa, en la medida en que fueran muchos los que lo hicieran. Lo decía hace poco Emilio Lledó, uno de nuestros grandes pensadores, con las obras de Platón en la mano, y nos ofrecía el ejemplo de que la filosofía ayuda a lograr la felicidad.

Cuidado: ¡llegan las elecciones!

Otra vez he vuelto a caer; estaba escribiendo algo sobre ciencia en un post titulado “El encantamiento jónico” y… aquí estoy hablando de elecciones. Y, desde luego, de la misma forma que no tengo intenciones de recomendarle a usted qué debe cenar, qué color de camisa usar, qué chaqueta va bien con su peinado o qué tipo de colonia es mejor para la fiesta de mañana, tampoco voy a decirle a quién debe votar. Pero sí que me gustaría contar una historia. Es una historia de aventura, de orgullo, vanidad, engaños, traiciones, elecciones y, cómo no, decepciones.

La noche del lunes, 26 de septiembre de 1960, había 60 millones de personas viendo la televisión, y no era para ver un partido de fútbol, ni de baloncesto, ni una carrera de coches. Se trataba del debate televisado entre Richard Nixon y John F. Kennedy. Nixon tenía todas las de ganar, se sentía confiado, las cosas iban muy bien.

–Tú tranquilo, que la Casa Blanca es tuya –le aseguraban sus asesores.

Nixon sonreía a todos; el sillón del poder, la gloria y la vanidad estaba a su alcance.

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Cambiando la hora… para cambiar el mundo


Hace pocos días en algunas zonas de la Tierra hemos cambiado la hora, con el objeto de conseguir un ahorro energético. Bueno, en realidad ahora, en el hemisferio Norte, en el que nos acercamos al Invierno, lo que hemos hecho ha sido ajustarnos un poco más a la hora solar, pues en Primavera habíamos creado un desajuste de una hora.

Como un síntoma de estos tiempos, en Internet sólo encontraremos críticas al cambio de hora. También en las conversaciones con familia, amigos o compañeros de trabajo todo el mundo critica este cambio pues «ahora anochece mucho antes». No se dan cuenta de que en realidad era antes cuando estábamos desajustados. Es más, en el caso de España el desajuste es mayor, pues siempre tenemos una hora menos de lo que nos correspondería por el meridiano en el que estamos.

Es curiosa la diferente actitud de la gente ante el tiempo. En mi caso, el cambio de hora me llena de alegría en Primavera, porque empezamos a disfrutar de unas tardes más largas y de mayor duración de los días (por la aproximación del solsticio). Pero también me gusta el cambio de hora que hemos tenido el fin de semana pasado. El día anterior, dándome cuenta de que el día duraría una hora más, me preguntaba la de cosas que podría hacer en esa hora. Ya sé que la mayoría de la gente suele decir «¡voy a dormir una hora más! Pero también podemos pensar la de cosas que se podrían hacer en esa hora por el bien de la Humanidad.

Recordaba la anécdota que leí del recientemente desaparecido Steve Jobs, cuando estaba con otro ingeniero creando el ordenador Macintosh. Jobs se quejó de que el sistema operativo tardaba en arrancar. Los cálculos que leí no me parecieron realistas y a mi entender contenían varios errores, pero voy a rehacer ese cálculo con datos actuales. Si cada día encienden un ordenador mil millones de personas y éste tarda 1 segundo de más en arrancar, al cabo del año, el total asciende a una pérdida de algo más de 100 millones de horas. Si una persona alcanza por término medio 70 años de vida, o 600 mil horas, el ahorro de un segundo equivale a la vida de 165 personas. La queja de Jobs al programador fue «si con ello pudieras salvar la vida de al menos una persona, ¿no encontrarías la forma de acortar el arranque unos segundos?».

Efectivamente, si cada uno de nosotros aprovecháramos para hacer el bien un segundo más al día, una hora más al año o toda una vida nuestro mundo sería mucho mejor. Y si además ahorramos energía, disfrutamos de más luz o de una hora más de la noche, además de más buenos, seríamos más felices.