
Nada sienta mejor al cuerpo que el crecimiento del espíritu.
(Proverbio chino)
En el largo camino de búsqueda del sentido hay lugares de remanso, donde poder calmar las ansiedades y los desconciertos. No se pueden localizar físicamente, o quizá sí, porque en sentido estricto pertenecen al territorio mental donde se forjan los descubrimientos espirituales que aportan cierto «valor añadido» a la vida de todos los días. La experiencia nos va orientando en nuestro tránsito por los laberintos y cuando más necesitados estamos de nuevas propuestas, nos suele conducir a la compañía de los clásicos.
Esta verdad constatada también lo es para el conjunto de la Humanidad, pues cada vez que ha sentido la necesidad de contar con puntos de apoyo válidos para iniciar nuevos ciclos de creatividad y de innovación, ha recurrido a la herencia de los pensadores clásicos, con la seguridad de que en esas obras inmortales reside la posibilidad del encuentro con ciertas formas perfectas o arquetípicas, como modelos eficaces de lo que debe ser. Como si de una ley general de la Historia se tratara o de un modelo que ha demostrado su eficacia en diferentes tiempos y lugares, comprobamos que todas las civilizaciones han forjado sus períodos clásicos, es decir, aquellos especialmente fecundos en las creaciones culturales, siguiendo la inspiración de sus sabios atemporales, a los que se han ido uniendo seguidores o discípulos de los nuevos tiempos, como si un sistema establecido en cadena fuera garantizando la continuidad de la sabiduría perenne, la que vence al desgaste del presente, tal como la definían en el Renacimiento.
En medio del ruido ensordecedor de las infinitas opiniones contradictorias, de los escepticismos que nos paralizan, como si no hubiese salida para nuestras perplejidades, acercarnos de nuevo a los clásicos es la mejor estrategia para recuperar la serenidad y volver a la convicción de que es posible encontrar respuestas para las preguntas que nos hacemos, por encima y más allá de la presión de los acontecimientos cotidianos. Es un valor seguro para contrarrestar las incertidumbres, la base más sólida para fundamentar nuestras propias reflexiones y elaborar el mapa mental que nos sirva de orientación por el camino de la vida, en lo individual y en lo colectivo.
Volver a los clásicos sigue siendo la mejor invitación para los inquietos. En sus páginas, descubrimos el misterio de la actualidad perenne de sus planteamientos sabios, la vigencia de sus reflexiones, los secretos sobre la naturaleza humana que nos revelan. Por eso les hemos vuelto a dar voz y espacio, con el estímulo de poder ofrecer a nuestros lectores uno de esos remansos seguros donde recuperar fuerzas para seguir adelante por el camino de la experiencia.
Me levanto de la mesa. Después de rebañar el plato, me dirijo a la cocina para dejarlo; ya fregaré más tarde. ¡Humm… qué bueno estaba! Después de siete horas en la oficina sin probar bocado, había llegado a casa muerta de hambre.
¿Muerta? ¿De hambre? Las palabras, sin querer, retumban entre mis neuronas.
¿Tengo yo idea, aunque sea de lejos, de lo que significa morirse de hambre? ¿Puedo imaginar la cara de un niño viviendo esa situación? ¿Y la de su madre?
Siento un escalofrío. Yo, desde luego, no puedo imaginarlo. Solo el intentarlo me hace huir hacia otras imágenes menos terribles.
¿Os acordáis del milagro de la multiplicación de los panes y los peces?, cuando Eliseo ordenó: Dáselo a la gente para que coma. Su criado le contestó: ¿Cómo voy a dar de comer con esto a cien hombres? Replicó Eliseo: Dáselo, porque el Señor dice: «Comerán y sobrará». Ya lo creo que sobró. Con lo que sobró nos compramos: frigoríficos, lavadoras, pantallas de plasma, colegio en el extranjero para los niños, un piso en la ciudad, una pequeña mansión en el campo, un yate en el puerto…Y todo eso por “magia”.
Utilizo aquí la palabra “magia” en el mismo sentido con que la definió Umberto Eco en su artículo titulado “El mago y el científico”. Dice así: “La magia ignora la larga cadena de las causas y los efectos y, sobre todo, no se preocupa de establecer, probando y volviendo a probar, si hay una relación entre causa y efecto”. En este artículo, el Prof. Eco, intenta llamar la atención sobre el problema que el uso de la tecnología, sin conocer la larga cadena de las causas y los efectos, está produciendo en la sociedad. Apretamos un botón y ¡ya está!, se enciende el televisor; nos acercamos a una puerta y se abre sola; tecleamos un número y podemos hablar con cualquier persona por muy lejos que esté; tomamos un jarabe y nos baja la fiebre; apretamos un botón y tenemos una foto… El desconocimiento de la cadena de causas y efectos está creando en la sociedad una mentalidad “mágica” e irracional. Según Eco, al desconocer las leyes de la física, que están detrás de toda tecnología, “El usuario vive la tecnología del ordenador (y toda las demás) como magia”.
Pues bien, creo que uno de los problemas que tenemos es que “la mentalidad mágica” se ha extendido desde la tecnología a la economía y esto ha hecho que muchas personas, especialmente en política, vivan la economía también como magia: se ha perdido de vista la relación entre riqueza y esfuerzo. Hemos perdido de vista la relación que hay entre los pantalones que nos ponemos y el esfuerzo que hay que hacer para fabricarlos; entre el vaso de leche y el enorme trabajo que hay que hacer para criar vacas; entre abrir un grifo y tener agua y el trabajo de construir pantanos y todas las canalizaciones hasta nuestra casa… Vamos a un banco y vemos “magia” por todos sitios; aprietas un botón y ¡zas!, el dinero desaparece de una cuenta y aparece en otra de forma instantánea: pura “magia”.
Esto nos está llevando a vivir la economía de una forma irracional. Vivimos, al igual que en la Edad Media, instalados en el milagro: el milagro de cobrar, comer, beber, vestir, el coche, el ordenador, la mansión en el campo… sin saber de dónde, quién, cómo se crean todas esas cosas, como se crea la riqueza. El problema, señores y señoras, es que ahora falta de todo, no hay peces ni panes: el truco se ha terminado. Y lo que nos queda, ¡oh, Señor! es la factura que, con todo cariño, Eliseo nos ha dejado encima de la mesa.
Hoy me he dado cuenta, o más bien me he acordado, de que esperar que los demás hagan cosas o dejen de hacerlas para que tu vida funcione no tiene sentido. Y mucho menos cabrearte terriblemente o amargarte la garganta y los días porque no llegan a actuar, a decir, a pedir, a disculparse, a expresarse, justo como tú estás esperando, justo como tú necesitas.
Y es que eso no va a pasar y aunque pasase, si de ello depende tu felicidad, tu vida o un mero cachito de tu bienestar, mal camino llevas, mal camino llevo, hermano.
Pero quién narices soy yo para poner mi felicidad en manos de las reacciones o acciones de otros. Así no llego más que a un lugar llamado deriva, hartura, cabreo, desesperación.
Hoy me he dicho: a ver, que sea porque tú quieres. Con las ganas que tienes de cambiar el mundo, de disfrutar el mundo, de ver cómo brilla la esencia esa que está en todo, qué haces esperando a que los demás den los pasos adecuados. A que el propio mundo sea el que se mueva. Cambia el mundo tú, lechugas, simplemente, siendo tú, haciendo lo que crees, haciendo que las cosas sean justo como te gustaría que fueran. Más bien justo como te gustan, en presente, en presente; y sabes que pueden ser.
En esta ocasión, la música «filosófica» que he elegido es una canción patriótica inglesa.
Originalmente era una marcha compuesta por Sir Edward Elgar en 1901, la número 1. Según parece, el mismo rey Eduardo VII (bisabuelo de la actual Reina Isabel II de Inglaterra) le pidió que para su coronación añadiera la letra escrita por Arthur C. Benson. Elgar era el compositor más afamado del Reino Unido en su época, pero curiosamente su fama se incrementó gracias a este texto del ensayista Benson, que apenas hoy es recordado.
La letra es de elevada inspiración y se canta en ocasiones en donde se enciende el fervor británico, como el jubileo de la Reina Isabel II (¡pronto cumplirá 60 años como reina!) y especialmente en el último concierto del ciclo que todos los veranos se representa en el Royal Albert Hall de Londres. Estos conciertos que son conocidos popularmente como los Proms (Promenade concerts) son de una calidad extraordinaria y suelen terminar con un gran concierto que desde hace más de diez años se representa al mismo tiempo, además de en el Royal Albert Hall, en cuatro ciudades de las cuatro naciones que comprende el Reino Unido, con una primera parte dedicada a algún tema o país en especial, pero con una segunda parte de previsible guión, a base de música patriótica británica, y que concluye con el God save the Queen.
La letra, como os decía es muy hermosa. Normalmente se canta sólo la segunda estrofa, pero incluyo las tres:
Land of Hope and Glory
Dear Land of Hope, thy hope is crowned.
God make thee mightier yet!
On Sovereign brows, beloved, renowned,
Once more thy crown is set.
Thine equal laws, by Freedom gained,
Have ruled thee well and long;
By Freedom gained, by Truth maintained,
Thine Empire shall be strong.
A veces pienso cómo sería el impacto de encontrar un elefante, así, de pronto, sin haber oído hablar nunca de semejante gigante. ¿Un bicho que pesa toneladas y mide el doble que yo de altura? ¿Con unos sables afilados que le crecen sobre la boca? ¿Con una nariz descomunal pegada a la cara con la que, encima, agarra lo que pilla? ¿Cómo sabría yo que no me aplastaría (que es lo primero que haríamos nosotros en su lugar, por si acaso)?
Bueno, lo cierto es que yo no razonaría tanto de primeras. Me quedaría patidifusa, sin más.
Siempre me he preguntado por qué se dudaba de la existencia de unicornios. ¿Porque tienen un cuerno en la cara? ¿Y qué tiene un rinoceronte en la suya? ¿No os resulta curioso ver, por ejemplo, caballos con rayas, digo, cebras?
Realmente, yo tengo mucha suerte. Vivo en una época en que puedo ver cómo se expresa la Naturaleza sin moverme de mi casa. Y además a cámara lenta, o comprimiendo semanas en segundos a cámara rápida. A veces creo que es una compensación por vivir en una vorágine donde la gente va muy deprisa y, de tanto correr, se ha olvidado de hacia dónde va.
En mi último post, el señor Cyrano hacia el siguiente comentario:
Bueno, bueno, ya habéis olvidado las primeras clases de filosofía. Uno debe vivir según piensa, siente y cree, si no nunca sabrá si lo que cree pasa la prueba de la realidad del día a día. También Unamuno defiende el ser coherente y hacer según sintamos que debe hacerse, y no guardarse las cosas, aunque eso nos lleve a romper un cristal al vecino.
Hagamos, por ahora, un experimento mental: Supongamos que nos molesta la música del vecino, sentimos rabia, pensamos que debemos hacer algo y lo hacemos: le rompemos un cristal. Supongamos que el vecino, también es un firme seguidor de “hacer según sintamos que debe hacerse”. Siente rabia ante los cristales rotos de su preciosa ventana, piensa que debe hacer algo y lo hace: va y le rompe las dos piernas al vecino, para que aprenda a no romper más cristales. Hasta aquí todo va bien; los dos son muy coherentes. Resulta que el padre del que tiró la piedra queda horrorizado. Y decide seguir siendo coherente: va y le rompe las dos piernas a la hija del vecino. Las cosas podría ir a más; a mucho más. ¿Cuánto más?
Pues, veamos, pasemos del experimento mental al real. Volvamos a Londres, pero esta vez no al Londres de 1888, sino al de 2011. El jueves 4 de agosto, un joven de color, Mark Duggan, fallece por un disparo de un agente en una operación especial. Sus parientes, vecinos, amigos y simpatizantes, unos doscientos en total, se reúnen frente al cuartel de la policía del barrio londinense de Tottenham. Sienten rabia, piensan que deben hacer algo y pasan a la acción: rompen el primer cristal de la comisaría. La cosa se anima y empiezan a arrojar objetos contundentes contra la policía, comienzan los saqueos a varias tiendas de la zona y los robos. El sentimiento de cólera se extiende. En Birmingham tres personas, de origen asiático, mueren por un atropello defendiendo las tiendas contra los saqueadores.