Las botas de Van Gogh

Esta historia se la debemos a Paul Gauguin, que compartió una habitación con Vincent en Arles allá por 1888. Nos cuenta que en el estudio había un par de botas claveteadas llenas de barro de las que hizo una notable pintura. Intrigado por la razón para guardar semejante pingajo, se atrevió a preguntárselo un día. Entonces Vincent le contó la historia de ese par de zapatos.

“Mi padre era pastor, con lo cual estudié teología. Una mañana, sin decir nada a nadie, marché a Bélgica, siendo muy joven, dispuesto a predicar el Evangelio en las fábricas, pero no como me enseñaron sino como yo lo entendía, pues creo que Jesús ama a los pobres. Esas botas soportaron muy bien el viaje”.

Pero hay más. Según cuenta Gauguin (que lo tacha de loco), mientras Vincent predicaba a los mineros de Borinage, hubo una explosión de grisú, cuya víctima, dado el grado de quemaduras y mutilación que tenía, fue desahuciado por el médico, que llegó a decir que solo un milagro podría salvarlo. Vincent se entregó a su cuidado con toda su alma, permaneció con él durante cuarenta días, atendiéndole con tanto cuidado que le salvó la vida.

Las cicatrices del rostro de ese hombre, resucitado por el milagro del cuidado, se le aparecieron a Vincent como las cicatrices de una corona de espinas, por lo que tuvo la visión de la corona de espinas del Cristo resucitado. Este era el auténtico motivo por el que todavía no se había desprendido del par de botas (cual reliquia) que llevaba cuando tuvo esa visión. Las botas en las que Vincent hizo resucitar a Jesús, el Jesús que mora en lo más profundo de cada uno.

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Descubrir y recordar

Gracias a los pequeños reproductores de MP3, la música nos acompaña con más facilidad que nunca. El aparato que tengo es un IPOD con capacidad para almacenar muchos cientos de horas de duración. Eso me da la posibilidad de poder cargarlo con más música de la que nunca imaginé, así como poder escucharla en cualquier parte, por ejemplo en el coche, donde paso varias horas al día. Ahora estoy escuchando tanto la música que siempre me gustó como otra que nunca antes había oído. De ahí vino mi reflexión: la vida es una mezcla entre descubrir y recordar.

Con el IPOD estoy descubriendo música de cantautores italianos como Fabrizio de André, desaparecido hace ocho años, o música clásica, como las sonatas para piano de Josef Haydn y las innumerables óperas de Georg F. Händel. Son nuevos sonidos, nuevas melodías que a partir de ahora me acompañarán y formarán parte de mis recuerdos. La próxima vez que escuche esta música ya no tendré esa sensación de descubrir algo nuevo, sino el recuerdo del momento en que lo escuché por primera vez. Así me ha ocurrido volviendo a escuchar el “Dido y Eneas” de H. Purcell, que me trae a la memoria aquel LP de vinilo que compré de adolescente y que escuchaba una y otra vez en un viejo tocadiscos. Ahora escucho repetidamente “L’oceano di silenzio” de F. Battiato o “Le rondini” de Lucio Dalla, canciones con casi veinte años de antigüedad y que para nuestros lectores pueden ser también un descubrimiento o un recuerdo.

Para un niño el mundo es todo descubrimiento: nuevas experiencias, nuevas sensaciones…, ¡tanto por conocer! A medida que aprende, acumula recuerdos que le facilitan la toma de contacto para una próxima vez. Añoramos esa inocencia del niño, que no tiene ideas prejuzgadas acerca de nada.

El anciano está lleno de recuerdos y a veces piensa que ya no tiene nada que aprender. También deseamos su dorada experiencia del que ve llegar los acontecimientos con la serenidad de su veteranía.

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Reloj de sol

Leí un libro de un buen amigo, compañero incansable en la búsqueda de explicaciones acerca del hombre y del universo.

Cuando comencé a leerlo, me topé con el título de su primer capítulo, que era: “Un relojero en busca de su gnomon”.

Me quedé aturdido. Tanto, que renuncié a mi avidez por seguir leyendo y le di vueltas y vueltas al título. Un relojero en busca de su gnomon… un relojero en busca de su gnomon…

Todos hemos visto alguna vez un reloj de sol. A mí, particularmente, siempre me interesaron. Me parecía fascinante que un palito en una pared (el gnomon) nos pudiera decir la hora. Y no solo un día concreto del año, que sería fácil, sino todos y cada uno. ¿Cómo era posible?

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Rueda de ratón

Jamás creí, cuando Tachen me propuso colaborar en este blog, que finalmente fuese el motor para que mire a las pequeñas cosas de cada día, con unas gafas de hipermetropía que sacan conclusiones y deducen los porqués… Al menos, en la medida de lo que a todos nos es posible, de nuestras luchas cotidianas, idas y venidas.

Ahora acabo de terminar, espero que con éxito, ese proyecto que me tenía entre leyes. Y resulta que sigo como si estuviera en él. Corriendo, con muchas cosas que hacer. Durante una época pasada esa fue mi forma de vivir, y aún hoy lo es, a temporadas. Recuerdo que le puse nombre a eso de estar siempre estresado, de no tener tiempo ni para dar un paseo, de ir agenda en mano, saltando de cosa importante a cosa importante (casi todas, urgencias creadas por nosotros mismos, porque el mundo no se suele caer… por nada). Lo llamé «rueda de ratón». Es que me recordaban tales carreras a uno de esos hámsteres que están metidos en una ruedecita en su jaula y no paran de correr en ella, como si tuviesen una prisa enorme por llegar… a ninguna parte. Y es que en esa rueda no se desplaza uno a sitio alguno. ¿Lo sabrá el hámster?

Entonces, cuando me di cuenta, paré de golpe y me bajé de la rueda. Es impresionante cómo lo que tienes a tu lado puede volverse visible cuando tú comienzas a mirarlo. Cómo lo que parecía aburrido, resulta que sólo es sereno, cómo el mundo y la gente son un encanto y nosotros, a días, ni nos enteramos… Es que tenemos muchas cosas importantes que hacer.

Bueno, por fin hoy, he sido consciente de que llevaba un mes, esta vez por necesidad (uy, qué trampa me acabo de poner), en esa rueda y acabo de bajarme. El mundo no corre; lleva millones de años yendo exactamente al mismo ritmo natural, viéndonos pasar… Somos nosotros los que lo vivimos demasiado deprisa. No sé detrás de qué corremos… eso, lo dejamos para otro día.

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El pensamiento Alicia

No estoy seguro de si la primera vez que lo leí u oí, fue en boca del filósofo español Gustavo Bueno, pero fuera como fuese me llamó la atención por lo acertado de la elección, haciendo una clara y simpática referencia al cuento de Lewis Carroll “Alicia en el país de las maravillas”. Y digo acertado porque al llamarlo así consigue que la idea esté presente en mi deambular por la vida, pudiendo fácilmente detectarlo tanto en mí como en los demás.

Pero no debemos confundir optimismo, actitud que confía en las posibilidades de un futuro mejor, pero comprendiendo y asumiendo los problemas reales, o como dice la RAE “Propensión a ver y juzgar las cosas en su aspecto más favorable”, no confundirlo, decía, con “El pensamiento Alicia”, que consiste, entre otras cosas, en creer que todo está bien, que todo es maravilloso o lo será, sin duda alguna, dando la espalda a la realidad presente y palpable con toda su gama de dificultades y barreras.

Lo cierto es que una mentalidad de ese tipo, tan triunfalista, tiende a repetir las mismas acciones una y otra vez, una y otra vez, introduciendo cambios mínimos a lo largo del tiempo. Lo cual es muy lógico, ¡como todo está bien…! ¿Para qué cambiar nada? Por lo tanto, todo sigue igual, es decir, los mismos problemas de siempre ante la pertinaz ceguera triunfalista acostumbrada, sin darnos cuenta de que para obtener resultados diferentes hay que hacer cosas diferentes. Si durante años hemos tenido una determinada actitud con pobres resultados, lo suyo sería replantearse esa actitud, pues algo falla, y no podemos culpar a la vida por no ajustarse a nuestros deseos. ¿No será más bien que estos no se ajustan a la vida?

Instalarse en el pensamiento de Alicia tiene ese peligro, que nos separa del pulso real de nuestro tiempo, y nos condena a repetir continuamente, sin apenas variación, los mismos actos con los mismos resultados. Como si lo importante fuera ser fiel a una creencia de cómo son las cosas, y no tanto a la verdad que está ahí para quien quiera verla. Y seguramente habrá muy buena voluntad en los seguidores de ese pensamiento, del que todos podemos ser víctimas, pero hemos de abrir los ojos: las cosas son como son, y para que lleguen a ser como las soñamos no podemos perder de vista la realidad del ahora, verdadera fragua de cualquier cambio.

La alfombra más bella del mundo

Estábamos de viaje por un apartado lugar del interior de Turquía, en un pequeño pueblo adonde pocos turistas occidentales llegan, aunque sí había gente venida de otros lugares del país, por la presencia de aguas termales. Decidimos dar un paseo nocturno, para disfrutar de una noche veraniega con la reposada vida callejera sin ruidos, sin automóviles. Los hombres, sentados en las terrazas de los bares, tomaban té, mientras las mujeres comían pipas de girasol sentadas en un banco o paseaban viendo los puestos callejeros, principalmente de ropa. Cuando parábamos a mirar un puesto, el dependiente se acercaba amablemente, nos decía el precio, y se lo agradecíamos con una sonrisa, siguiendo nuestro caminar, sin ser “perseguidos” tratando de vendernos la mercancía o de regatear su precio.

Al final de nuestro paseo, pasada la medianoche, encontramos a Alí, mientras mirábamos una maleta de imitación de una conocida marca americana. Después de una corta conversación, aceptamos entrar a su local. La tienda estaba fuera de horario: él miró varias veces a ambos lados de la calle, abrió rápidamente el cierre y cuando entramos, volvió a bajarlo para que no se viera nuestra presencia desde fuera. Así accedimos al sancta santorum de las alfombras turcas.

Después de ver una docena de alfombras, pregunté si tenía alguna de color azul. Entonces apareció la alfombra más hermosa que nunca vi. Era una pequeña alfombra de oración que en uno de sus extremos marcaba la dirección a la Meca, si la orientábamos correctamente. Su color azulado variaba si se miraba en uno u otro sentido. Entonces Alí nos contó la historia de esta alfombra.

Apenas hablaba inglés, y en español sólo sabía decir “gracias”. Se defendía en alemán, mezclado con el turco, y en estos idiomas de los que apenas conozco dos docenas de palabras transcurrió nuestra singular conversación. Su familia había emigrado desde el interior del país hasta los alrededores de esta zona turística, donde habían comenzado un pequeño negocio que regentaba su padre. Su madre había tejido, día tras día, esta alfombra durante dos años, pasando unas pocas horas diarias en el telar donde se había dejado la vista, no por esforzarla en los pequeños detalles, sino por la belleza deslumbrante de la misma. La alfombra tenía una alta densidad de hilo y no se apreciaba ningún nudo por uno u otro lado. El tacto era extraordinariamente suave, y rozándola con la yema de mis dedos podía sentir los menudos y endurecidos dedos de la madre de Alí, mientras movía arriba y abajo el telar, un hilo tras otro, durante dos años. “Sagen einen Preis”, dijo Alí. “Diese Karpet keine Wollen”. Arriesgué a decirle: “fünfzig Euro”. Su sonrisa mostró cierta resignación, al perder el tiempo hablando con un occidental que no sabía distinguir entre el trabajo realizado de forma automática, impersonal, repetido en la perfecta imperfección de una máquina y el realizado por su madre ya casi ciega. En un papel escribió 1850; euros, no liras turcas.

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Palabras

Estaba hablando hace unos días con un amigo, maestro toda su vida de las hermosas lenguas de nuestros antepasados inmediatos, el latín y el griego. Tan versado es en ellas que me contó una vez que, paseando con su familia por el puerto, se toparon con un barco polaco de pasajeros que a todos llamó la atención por su belleza y que enseguida quisieron visitar si ello fuera posible.

No hubo manera de entenderse con nadie, ya que nadie sabía una palabra de español. Pero, casualmente, pasó por allí el cura de la tripulación, y a mi amigo se le encendió la bombilla. Lo llamó (en latín) y le explicó su deseo.

Por supuesto, visitaron el barco, siendo el sacerdote su singular guía, y mi amigo su intérprete para su familia.

Como decía, hablábamos sobre diccionarios, de latín y griego, y los más queridos por mí, los diccionarios etimológicos. Le contaba que para mí era fascinante, y casi siempre imprescindible, acudir a mi diccionario etimológico en desesperada ayuda para descifrar el contenido primigenio de las palabras. Nunca encontré mejor manera de penetrar el alma de las palabras que conocer su nacimiento. Los romanos, los griegos, los árabes; ellos fueron los que dieron alma a las palabras que hoy usamos.

Yo le decía que, para mí, la palabra es el cuerpo o el envoltorio de un concepto, de la esencia que guarda, de su alma. El asentía con la cabeza y vi que sus ojos brillaban, porque ama las lenguas clásicas.

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Esfuerzo consciente

Ando últimamente metida entre textos legales, y no precisamente porque tenga problemas con la justicia, sino porque he de estudiar varios de ellos para la resolución de un examen, concerniente al trabajo que desempeño.

Son temas tediosos, al menos mirados desde lejos, de esos a los que no querrías dedicar ni un minuto de tu poco tiempo libre. Suenan a ruido de motor viejo cuando los pronuncias, a grillado y a ahogo: Ley Reguladora de Hacienda, Ley de Presupuestos Generales, Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas…, en fin, horrible. La peor de todas, la más temida y farragosa, la mala de esta peli, cuyo guión se desarrolla entre papeles subrayados y resobados, es la llamada «Ley de Contratos de las Administraciones Públicas». Vestida de negro y violeta, vaga por los despachos sin pena ni gloria, salvo necesidad imperiosa.

Pues resulta ser que, después de varios días estudiándola a fondo, despacio, repasándola, buscando sus recovecos, haciendo casos que prueban si la has comprendido, me sorprende, como en tantas otras cosas, que «donde miras, crece», como decía mi apreciada Caridad.

Me lo estoy pasando pipa cada vez que descubro algo nuevo de la terrible Ley de Contratos, la cual según leo, comprendo, y según comprendo conozco y de ahí, deduzco y llego a conclusiones claras. Tanto se disfruta hasta lo más inmundo porque en todo hay belleza y algo que aprender. Ya hasta espero un nuevo caso para adentrarme en «la temida» y saborearla, y es que, entre ella y yo, hoy ya nos entendemos con sonrisas y guiños de talentos escondidos, ya que ella ha resultado ser una verdadera sabia.

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