Sufrir

Alguien me dijo cierta vez que procurara hacer lo que menos sufrimiento produjera en la gente que me rodeaba y que me quería, lo que menos daño hiciera. Fue un consejo bienintencionado que mostraba la bondad de corazón de quien venía, persona muy querida por mí. Como tal lo tomé, pues, en consideración.

Pero no tardó mucho en acudir a mi presencia el alma de Nieztsche, quien me proponía constantemente su dilema. ¿Es mejor ayudar permanentemente al que, al borde de un fangal, siempre está en la tesitura de caer o no caer, al que parece que disfruta con esa situación de inestabilidad, sin ser capaz de decidir apartarse de él para siempre, y así evitar la caída inevitable algún día? ¿No es mejor empujarle, y, ya dentro del cieno nauseabundo, tomará conciencia de que no es el mejor lugar para vivir, saldrá con su propio esfuerzo y sufrimiento, y nunca jamás volverá a acercarse a tal sitio?

Probablemente así le evitaremos largas jornadas de padecimiento en las que no haría otra cosa que lamentarse de lo cerca que está siempre de la ciénaga, del mal olor que hace allí, y de que nadie se ocupa de llevarlo a un lugar más adecuado para vivir.

¿Sería, en tal situación, el empujarle, hacerle sufrir?

¿Hacemos sufrir a los amigos del alma cuando les señalamos sus errores o sus malos actos, sus actos innobles, sus desvergüenzas? Probablemente sí, pero de ese sufrimiento es posible que nazca una nueva actitud ante las situaciones más elevada, más noble y más humana. Y si ello no es así, no caerá sobre nosotros la culpa. Sí caerá sobre nuestras espaldas el pecado de omisión si ocultamos, disimulamos o permitimos a nuestro amigo un comportamiento deshonroso, sin hacerle manifiesto nuestro desacuerdo y repulsa.

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La amistad

 

El esplendor de la amistad no radica en una mano extendida, en la bondad de una sonrisa o en el placer de una compañía, sino en la inspiración del espíritu al descubrir que alguien cree en nosotros y está dispuesto a brindarnos su confianza.

(Emerson)

El amor apesta

No, no me he vuelto loco, no he tenido una mala experiencia sentimental, ni me desdigo de anteriores reflexiones, como “Hablemos del amor” o “¿Pasión, o ternura?”, donde exalto y expreso mi incondicional admiración a todo lo que la palabra “amor” significa y abarca. Pero dicho esto, y aclarado el punto, no tengo más remedio que admitir y aceptar que, muchas veces, esa experiencia de comunión entre almas puede derivar en los más oscuros y espantosos planos de la conciencia, como puedan ser los celos, el odio, la sed de venganza, el maltrato físico o psicológico, y todo lo que desgraciadamente se desprende de ello. Con lo cual, y basados en tan mala vivencia, efectivamente, podríamos llegar a decir que “El amor apesta”.

Pero la idea no es mía, así reza una pintada en una de las calles céntricas de Madrid, escrita con muy buena letra, en minúsculas las dos primeras palabras y en mayúsculas, destacando claramente, “APESTA”. Siendo impactante también por estar escrito con spray de color negro sobre ladrillo rojo cara vista. Se presiente al ver semejante pintada una clara intención de compartir un gran dolor, una decepción enorme, hasta el punto de querer expresarlo en la pared del barrio, para que todos sepan “la verdad” sobre el amor.

Si por una de esas casualidades, o sincronicidades, el autor de ese mensaje mesiánico antiamor, leyera este apunte, me gustaría decirle que no, que se equivoca, que afortunadamente el amor no apesta, si no que huele a rosas, a sinceridad, a libertad, y a un grado notable de felicidad. Lo que sí apesta es nuestra manera de “administrar” tan misteriosa y maravillosa fuerza de unión. Lo que apesta es pedir, exigir, desear por todos los medios que nos amen en exclusividad absoluta como si en ello nos fuera la vida. Porque aquellos que de verdad aman sienten ese fuego manando de su pecho, y brillan como soles en un crisol de cálida generosidad, dando sin esperar nada. Y a mi entender, eso exhala el más bello de los perfumes, sin duda alguna.

Qué nos falta

Uno de los males del mundo occidental es que, disponiendo de más bienes materiales que nunca, tenemos la permanente sensación de que nos falta algo.

Es una sensación reciente, pues ni nuestros padres ni nuestros abuelos lo sufrieron. Ellos tuvieron una época de enormes carencias, sobre todo aquellos que vivieron durante y después de las grandes guerras europeas. En España, a los problemas de la guerra entre compatriotas se sumó luego la escasez y pobreza de la posguerra. Y luego vinieron otro tipo de carencias políticas. Estas dificultades le daban a uno algo a lo que sobreponerse, algo que superar, algo contra lo que luchar, en el caso de la política.

Pero este blog no tiene una temática política, sino filosófica, y por lo tanto no relacionada con lo que le acontece a la sociedad, sino al hombre. No hablamos de carencias sociales, económicas o políticas, sino de carencias humanas.

Primero deberíamos preguntarnos: ¿pero realmente nos falta algo? El viejo dicho, seguramente de origen estoico, nos dice que no es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita; el budismo o el taoísmo también insisten en matar el deseo, en dejar fluir los acontecimientos e incluso Jesús, en una de sus parábolas, nos dice cómo los animales no se preocupan por lo que tengan que comer mañana. No necesitamos mucho más para ser felices: en el cuento de Tolstoi, el hombre feliz no tenía camisa. Este hombre feliz nos diría que en realidad nada externo nos hace falta para la felicidad, y si algo nos faltara es la necesidad íntima de realización.

Creo que la sensación de que algo nos falta es un nuevo tipo de depresión. E incluso diría que es algo que sucede más en la primavera o verano, frente a la típica depresión o tristeza interior típica de otoño e invierno. Es una sensación de que aunque tenemos casi de todo no somos felices porque tenemos una enorme insatisfacción interna. Insatisfacción que no es por la falta de algún bien material.

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Música y silencio

Dijo Amado Nervo que solo hay tres cosas dignas de romper el silencio: la música, la poesía y el amor.

Y en una composición musical están presentes las tres cosas. Música, poesía y amor. Si faltara alguna, no habría música. Sería preferible el silencio. Pero cuando el silencio se expresa, necesita de las tres vías. Y si no están presentes las tres, solo hay ruido, que no tiene nada que ver con el silencio, ni con su expresión.

Hay música y ¡qué música! Pero también siempre hay poesía. Porque ¿no son poesía los sonidos que nos revelan el misterio de la belleza en toda su extensión, que abre los ojos del alma para que en verdad puedan ver?, ¿que abre nuestro ser interior al universo que nos rodea, y nos adentra igualmente a nuestro universo interior? ¿Y no son los dos universos el mismo universo, una y la misma cosa?

Y también es amor, porque el amor es la llave de la poesía, y también de la música. En verdad el amor es la llave de todas las cosas. No hay nada que se mueva sin amor. Palpamos, vivimos, sentimos, casi a flor de piel, casi a flor de lágrima, el amor y la poesía que desprende la música. En verdad no hay música sin poesía y amor, como tampoco puede existir poesía sin amor ni música, ni amor sin música y poesía.

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El juego de las pistas

Recuerdo un juego que hacíamos, hace ya muchos años, la pandilla con la que veraneaba en la sierra. El juego consistía en ir al monte de noche, buscar una serie de pistas dejadas durante el día por uno de nosotros, para llegar a una aldea de montaña y desayunar un buen café. La única indicación que se nos daba era la característica de la primera pista, donde encontraríamos instrucciones para encontrar la siguiente. También sabíamos que esa primera pista no podía estar muy lejos de la encrucijada de caminos de la cual partíamos, aunque esos caminos llevaban a su vez a otros caminos…

Podríamos hacer un fácil paralelismo entre la vida, nuestras vidas, y este juego laberíntico y nocturno. Debo confesar que la primera vez que jugué me perdí por completo en esos montes de Dios, pues me dejé llevar por un exceso de confianza y las fantasías de mi mente. Pero la siguiente vez, habiendo aprendido la lección, fui el primero en llegar a la aldea.

¿Por qué cuento todo esto? Pues porque la vida se nos asemeja a un juego de pistas, todos buscamos lo que creemos es la felicidad, llamémoslo así o equilibrio emocional, despertar del ser, el encuentro con uno mismo, paz interior, la unidad en el amor, la liberación, etc., etc., etc. Pero nadie puede decirnos, o resolver, con “palabras” la verdad, nuestra verdad de todo eso. Algo así digo en una de mis anteriores reflexiones titulada “Nuestro hilo de Ariadna”, donde explico que al estar cada uno de nosotros en un punto diferente del laberinto, por fuerza, cada hombre tendrá su propio camino a recorrer.

Entonces, ¿cómo llegar a nuestra “aldea”? Pues sólo se me ocurre que siguiendo nuestras propias pistas, indagando en aquello que nos llama la atención, viviendo lo que sentimos como verdadero, pero también rectificando de rumbo, humildemente, cuando lo encontrado no nos convence del todo. Siguiendo una ley de “necesidad”, porque podríamos estar ante el más grande maestro de la humanidad, y sin embargo dejar que sus palabras nos resbalen. Esto sucedería porque nuestro “cuenco” de necesidades está en otro sitio. Y muy posiblemente, pasados diez o quince años, aquellas palabras vacías para nosotros, de pronto recobran todo su significado, porque ahora sí, ahora sí tenemos las suficientes “pistas”.

Solsticio

Sol que nació invicto
en lo profundo del invierno.
Que fecundó brotes y nidos,
amores y ternuras,
por la primavera blanca.

Sol que agostó flores,
en la vieja alquimia,
encerrando sus rayos
en la fruta jugosa
y en los tiernos corazones.

Sol niño, joven y viejo.
Sol nuevo y antiguo,
novio, amante y esposo,
en brotes, flores y frutas.

Naciente, y pleno, y poniente,
amarillo, blanco y rojo,
padre amante, hijo sonriente,
complaciente y amado abuelo.
Siempre tú, tú por siempre.

Viajamos contigo, sentados
en el hueco de tu mano triunfante,
sobre el arco noble de tu brazo,
en la cuna amorosa de tu centro,
en tu ser, que es el nuestro perdido.

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Resucitando

Me repite desde hace tiempo un compañero del blog que algunos de sus escritos para este espacio han surgido de conversaciones espontáneas, que no ligeras, habidas entre nosotros. Me ha costado creerlo. Será por esa tendencia tomasina que me acompaña de necesitar meter el dedo en la llaga para tener la fe.

Y mira por dónde, me empieza a ocurrir que ideas sueltas de las charletas mantenidas con otros se quedan en mi cabeza, dando vueltas cual satélites que emiten ondas entre intuitivas e informativas. Vamos a ver si hoy, como hace mi amigo, conseguimos que lo hablado entre dos sirva a unos cuantos. Ojalá, ojalá. Siempre es la intención abrir un poco el ojo de la consciencia en cada uno de nosotros. Cuando observamos con más claridad lo que posa en nuestro fondo, consecuentemente, valoramos, comprendemos, incluso manejamos mejor lo que nos toca vivir; lo que somos.

El tema de conversación en cuestión era un mal trago largo que a un buen hombre le ha tocado vivir. Largo no como un tren, sino como un par de años de mala digestión. De esas que no te esperas, en las que comes miel y duele hiel. De esas en las que tus esquemas culturales, profesionales, personales se quiebran cual hielo al golpe punzante, haciéndote saber que aquello en lo que creías no era tal o no era tan sólido. O, simplemente, que a veces las cosas se tuercen demasiado y hoy te ha tocado a ti comprobarlo en un órdago que se ha marcado la vida con el que te ha vencido más que ganado, pues derrotado es exactamente como te quedas.

Me contaba el susodicho que aún espera llegar a encontrar para qué le ha de servir todo esto, todo lo pasado sin justicia ni sentido aparente. Cuenta con la ventaja de haberle cogido el truco a esta linda-perra que vivimos y espera la lección que trae consigo cada batalla.

Claro que todo sirve para algo, él ya ha llegado a hacer muchas cosas a partir de aquello en beneficio de otros. Quizás sea que esperamos que la utilidad de lo ocurrido vaya destinada a metas luminosas y enormes, algo que haga merecer la pena tanto dolor. Cabe la posibilidad de que la mayor verdad que se encuentra tras avatares similares es uno mismo, desnudito, casi solo, sin aquello cultural que te soporta, ese gran trabajo y buen nombre, esa sensación de persona que lo está haciendo bien, aquello o aquel en lo que creías a pies juntillas, en fin, a cada cual lo suyo. Pero cuando todo se cae, aún quedas tú. Y ahí está tu papel, tu trabajo que hacer. Admitirte, comprender por qué ocurren las cosas, qué mueve a las personas, qué pasa y qué queda, qué es importante y qué solo aparente; mirar y mirarte con justicia, con franqueza. Cuanto más te atrevas a reconocerte como eres, a darte lo que quieres, a pisar con la fuerza de lo que sabes es cierto, más tranquilo te sentirás, más sentido cobrará todo. En el momento en que sientas que aquel duro golpe, y a pesar de todo, mereció la pena, habrás aprendido lo suficiente, comprendido y crecido lo suficiente. Eso es para lo que ha de servir, lo más importante que te puede enseñar. Tu forma de mirar será otra contigo, aquello queda atrás, queda pequeño, es solo un paso más, lo que sobrevive fortalecido, grande y luminoso eres tú. Tú.

Sentido común

Escuché que una vez un discípulo hizo una pregunta a su Maestro.
–¿Qué es lo que está Vd. intentando explicarnos, Maestro?
El Maestro le contestó:
–Solo estoy intentando explicaros que cuando llueve, las calles están mojadas.

Bueno, quizá a alguien le parezca una contestación absurda, por ser algo obvio. A mí, cuando lo escuché, también me pareció rara. Pero, si lo había dicho un Maestro, algo querría decir. Y con el tiempo me pareció descubrirlo.

Las enseñanzas están íntimamente ligadas con el sentido común. No hay ninguna enseñanza que no se someta al sentido común. Y como el sentido que ofrece las verdades más nítidas es el común, no es preciso estar en posesión de título ni máster alguno para entenderlas. Basta el sentido común, por cierto, el menos común de los sentidos. ¿Por qué es el menos común? Seguramente porque los hombres nos negamos a admitir lo que es evidente y todo el mundo lo sabe, y preferimos cualquier otra interpretación que se pliegue a nuestros pueriles deseos.

Cuando llueve las calles están mojadas. Es seguro que habrá gente que lo niegue, o que actúe sin tener esto en cuenta. Pero es así de simple y a la vez de irrefutable. No actuar conforme a esta verdad lleva sin duda a actos estériles, nefastos y estúpidos. Igual que en las otras cosas. Salvo que en otras cosas las consecuencias suelen ser más graves.

Hay unas leyes que rigen los acontecimientos, y son leyes que son casi siempre obvias, o de fácil entendimiento. Y si alguien se empeña en llevarles la contraria o en no tenerlas en cuenta, los resultados de sus actos no serán los esperados, sino cualquier otro, que, además de inesperados serán sin duda dolorosos y dañinos.

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