Ser o no ser… originales

Algunas veces, llevado de mi entusiasmo, hablo y hablo con mi gente sobre algún escritor o filósofo contemporáneo que me ha llamado la atención. Entonces expongo con mayor o menor brillantez y hasta donde la memoria me lo permite, las ideas que tanto me han gustado. Pues bien, siempre hay alguien que apostilla: “Pero si eso ya lo decía Platón”, o Sócrates, o Aristóteles, o santa Teresa de Jesús… El caso es que eso me lo dicen para contrarrestar mis ímpetus expresivos, para quitarle importancia a lo que defiendo. ¿Es ese un argumento digno?

Sin embargo, eso es algo que a mí también me ocurre, sobre todo con Unamuno, y en cierto modo me indigna que me hablen de supuestas nuevas y genuinas filosofías o conceptos, cuando ni son tan nuevas ni son tan originales, y lo único que demuestra es que hay filósofos a los que ya no se lee, o no se les comprende, ya sea por la profundidad de su pensamiento o por tener un lenguaje no actualizado a los tiempos presentes. Quizá sea esa la razón, que cada tiempo tiene su especial sensibilidad, su tono diferente a otras épocas, y siempre se hace necesario reactualizar todas estas enseñanzas, que no es que se desfasen por superadas o antiguas, sino porque no son expresadas por filósofos contemporáneos, conocedores de nuestro presente y sus retos.

¿Hemos de callar, o no escribir, al no tener nada original que decir? No lo creo; más bien hay que redescubrir, reinterpretar y revitalizarlo todo, sin dar las cosas por sabidas. A mi modo de ver, el saber exige esta continua renovación, tanto en su vivencia como en su expresión. Quizá el mérito de los que ahora traen antiguas ideas o experiencias, dándoles un enfoque moderno, sea precisamente su nuevo lenguaje, algo que permite a millones de personas un fácil acceso a tantos y tantos tesoros.

A todos ellos, gracias.

Libertad vs miedo

Temo liberarme en exceso. ¿Por qué nos dará tanto miedo ser libres? ¿Qué encontraremos de bueno en las dependencias como para que nos tiente tanto la continuidad, la falta de cambio en las estructuras? ¿Quién es más valiente: el que arriesga y se aventura o el que se empeña y conserva?

Estas preguntas me las hacía hace tiempo y ahora me las hacen a mí. Tengo unas respuestas que no sé si son verdaderas, son las que he encontrado a día de hoy. Eso sí, a golpe de mucho tiempo comprobando, concienciando, buscando entender. Si aún no son las definitivas, mañana lo sabré.

Uno teme liberarse porque ahora no sabe lo que supondría. No da miedo ser libres, da miedo perder lo que tenemos por serlo. Las dependencias nos dan seguridad, pero mira, a veces, si uno está donde siempre es porque aún hay algo ahí. A veces, la libertad hacia la que uno tiende no es más que hacia la serenidad, no es más que a recuperar el equilibrio, que a recordar quién es. A partir de ahí, compañero, todo es libertad, da igual hacia donde andes; dentro de ti, eres libre.

Pero hay que luchar mucho con uno mismo y con lo que creemos nuestras barreras externas hasta que descubrimos que están un poco más dentro. Es más valiente el que se aventura a conservarse a sí mismo.

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Nueva Acrópolis, 50 años

Hace cincuenta años –o tal vez muchos más, siguiendo huellas precisas en la historia de la humanidad–, un joven decidió pasar de los sueños a la acción. Y con esa decisión puso en movimiento una rueda a la que muchos nos hemos sumado, felices de encontrar un rumbo, una manera segura y feliz de caminar por la existencia.

El joven se llamaba Jorge Ángel Livraga.

Había hecho sus experiencias, como muchos estudiantes, en un par de facultades universitarias y a pesar de su amor por la medicina y por la filosofía, sentía una gran insatisfacción ante la falta de oportunidades de convertir en realidad las muchas cosas que se aprenden… y se olvidan.

Buscó por muchos caminos y preguntó llamando a muchas puertas. Pero el destino quiso que un par de cartas llegadas del lejano Oriente le abrieran una posibilidad no entrevista hasta entonces: él mismo podría hacer lo que no encontraba, podría construir lo que le faltaba tanto a él como a muchos jóvenes ansiosos de darle un sentido a la vida.

El modelo de las antiguas escuelas de filosofía le sirvió como punto de partida. Grecia, Roma, India y el misterioso Egipto, así como las civilizaciones descollantes de la América precolombina le pusieron en la senda de una formación de la personalidad paralela al estudio. Le ayudaron a conjugar la mente, el sentimiento y la acción.

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Medicina para el alma

Tengo una compañera de trabajo que parece una farmacia ambulante. Tiene medicinas de todo tipo. Una para cada tipo de dolencia. Para el dolor de cabeza tiene Paracetamol, aspirinas en diversos formatos y colores y para un dolor más grande, Nolotil. También tiene antibióticos, antigripales, antiácidos, antiinflamatorios, etc. Con personas así no me extraña que en España el gasto en medicamentos sea tan elevado, casi diez mil millones anuales, en torno a los 300 euros por persona y año.

Hay un anuncio de TV de un producto limpiador en el que aparece una feliz ama de casa que tiene un único frasco limpiador frente a su vecina, que tiene cuarenta distintos, uno para cada lugar de la casa y para cada función. En la medicina ocurre lo mismo: hay miles de medicamentos, muy especializados, cada uno para un distinto tipo de dolencia. Quizás este sea uno de los motivos de la automedicación: hay tantas medicinas que probar que siempre estamos con una o con otra.

En España tenemos una Seguridad Social muy buena. Cubre todo tipo de asistencia médica y además con gran calidad y con medios adecuados. De hecho, muchos ancianos del resto de Europa vienen a España porque en sus países de origen ya no son tratados, por excederse en los gastos médicos. La Seguridad Social cubre a personas venidas de fuera que nunca hayan aportado dinero a sus fondos. Incluso, hay sitios, como en Andalucía, en donde la Seguridad Social paga el cambio de sexo de una persona. Mientras todos podamos pagarlo, no está mal.

Buena Seguridad Social y buenas y abundantes medicinas para el cuerpo. Pero ¿y el alma? En el mundo de las «dolencias del alma» no hay tantas medicinas. De hecho, olvidamos que hay un medicamento extraordinario que puede curar casi todas las dolencias: la filosofía.

Tampoco hay Seguridad Social para los dolores del alma. Y así andamos muchos sufriendo por desengaños, por depresión, por falta de metas en la vida, etc. Sería bueno que la Seguridad Social pagara clases de filosofía: ¿os imagináis que, cuando fuéramos al médico con una depresión, en lugar de recetarnos Prozac nos mandara a un Curso de Filosofía de Nueva Acrópolis?

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Sufrir

Alguien me dijo cierta vez que procurara hacer lo que menos sufrimiento produjera en la gente que me rodeaba y que me quería, lo que menos daño hiciera. Fue un consejo bienintencionado que mostraba la bondad de corazón de quien venía, persona muy querida por mí. Como tal lo tomé, pues, en consideración.

Pero no tardó mucho en acudir a mi presencia el alma de Nieztsche, quien me proponía constantemente su dilema. ¿Es mejor ayudar permanentemente al que, al borde de un fangal, siempre está en la tesitura de caer o no caer, al que parece que disfruta con esa situación de inestabilidad, sin ser capaz de decidir apartarse de él para siempre, y así evitar la caída inevitable algún día? ¿No es mejor empujarle, y, ya dentro del cieno nauseabundo, tomará conciencia de que no es el mejor lugar para vivir, saldrá con su propio esfuerzo y sufrimiento, y nunca jamás volverá a acercarse a tal sitio?

Probablemente así le evitaremos largas jornadas de padecimiento en las que no haría otra cosa que lamentarse de lo cerca que está siempre de la ciénaga, del mal olor que hace allí, y de que nadie se ocupa de llevarlo a un lugar más adecuado para vivir.

¿Sería, en tal situación, el empujarle, hacerle sufrir?

¿Hacemos sufrir a los amigos del alma cuando les señalamos sus errores o sus malos actos, sus actos innobles, sus desvergüenzas? Probablemente sí, pero de ese sufrimiento es posible que nazca una nueva actitud ante las situaciones más elevada, más noble y más humana. Y si ello no es así, no caerá sobre nosotros la culpa. Sí caerá sobre nuestras espaldas el pecado de omisión si ocultamos, disimulamos o permitimos a nuestro amigo un comportamiento deshonroso, sin hacerle manifiesto nuestro desacuerdo y repulsa.

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La amistad

 

El esplendor de la amistad no radica en una mano extendida, en la bondad de una sonrisa o en el placer de una compañía, sino en la inspiración del espíritu al descubrir que alguien cree en nosotros y está dispuesto a brindarnos su confianza.

(Emerson)

El amor apesta

No, no me he vuelto loco, no he tenido una mala experiencia sentimental, ni me desdigo de anteriores reflexiones, como “Hablemos del amor” o “¿Pasión, o ternura?”, donde exalto y expreso mi incondicional admiración a todo lo que la palabra “amor” significa y abarca. Pero dicho esto, y aclarado el punto, no tengo más remedio que admitir y aceptar que, muchas veces, esa experiencia de comunión entre almas puede derivar en los más oscuros y espantosos planos de la conciencia, como puedan ser los celos, el odio, la sed de venganza, el maltrato físico o psicológico, y todo lo que desgraciadamente se desprende de ello. Con lo cual, y basados en tan mala vivencia, efectivamente, podríamos llegar a decir que “El amor apesta”.

Pero la idea no es mía, así reza una pintada en una de las calles céntricas de Madrid, escrita con muy buena letra, en minúsculas las dos primeras palabras y en mayúsculas, destacando claramente, “APESTA”. Siendo impactante también por estar escrito con spray de color negro sobre ladrillo rojo cara vista. Se presiente al ver semejante pintada una clara intención de compartir un gran dolor, una decepción enorme, hasta el punto de querer expresarlo en la pared del barrio, para que todos sepan “la verdad” sobre el amor.

Si por una de esas casualidades, o sincronicidades, el autor de ese mensaje mesiánico antiamor, leyera este apunte, me gustaría decirle que no, que se equivoca, que afortunadamente el amor no apesta, si no que huele a rosas, a sinceridad, a libertad, y a un grado notable de felicidad. Lo que sí apesta es nuestra manera de “administrar” tan misteriosa y maravillosa fuerza de unión. Lo que apesta es pedir, exigir, desear por todos los medios que nos amen en exclusividad absoluta como si en ello nos fuera la vida. Porque aquellos que de verdad aman sienten ese fuego manando de su pecho, y brillan como soles en un crisol de cálida generosidad, dando sin esperar nada. Y a mi entender, eso exhala el más bello de los perfumes, sin duda alguna.

Qué nos falta

Uno de los males del mundo occidental es que, disponiendo de más bienes materiales que nunca, tenemos la permanente sensación de que nos falta algo.

Es una sensación reciente, pues ni nuestros padres ni nuestros abuelos lo sufrieron. Ellos tuvieron una época de enormes carencias, sobre todo aquellos que vivieron durante y después de las grandes guerras europeas. En España, a los problemas de la guerra entre compatriotas se sumó luego la escasez y pobreza de la posguerra. Y luego vinieron otro tipo de carencias políticas. Estas dificultades le daban a uno algo a lo que sobreponerse, algo que superar, algo contra lo que luchar, en el caso de la política.

Pero este blog no tiene una temática política, sino filosófica, y por lo tanto no relacionada con lo que le acontece a la sociedad, sino al hombre. No hablamos de carencias sociales, económicas o políticas, sino de carencias humanas.

Primero deberíamos preguntarnos: ¿pero realmente nos falta algo? El viejo dicho, seguramente de origen estoico, nos dice que no es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita; el budismo o el taoísmo también insisten en matar el deseo, en dejar fluir los acontecimientos e incluso Jesús, en una de sus parábolas, nos dice cómo los animales no se preocupan por lo que tengan que comer mañana. No necesitamos mucho más para ser felices: en el cuento de Tolstoi, el hombre feliz no tenía camisa. Este hombre feliz nos diría que en realidad nada externo nos hace falta para la felicidad, y si algo nos faltara es la necesidad íntima de realización.

Creo que la sensación de que algo nos falta es un nuevo tipo de depresión. E incluso diría que es algo que sucede más en la primavera o verano, frente a la típica depresión o tristeza interior típica de otoño e invierno. Es una sensación de que aunque tenemos casi de todo no somos felices porque tenemos una enorme insatisfacción interna. Insatisfacción que no es por la falta de algún bien material.

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Música y silencio

Dijo Amado Nervo que solo hay tres cosas dignas de romper el silencio: la música, la poesía y el amor.

Y en una composición musical están presentes las tres cosas. Música, poesía y amor. Si faltara alguna, no habría música. Sería preferible el silencio. Pero cuando el silencio se expresa, necesita de las tres vías. Y si no están presentes las tres, solo hay ruido, que no tiene nada que ver con el silencio, ni con su expresión.

Hay música y ¡qué música! Pero también siempre hay poesía. Porque ¿no son poesía los sonidos que nos revelan el misterio de la belleza en toda su extensión, que abre los ojos del alma para que en verdad puedan ver?, ¿que abre nuestro ser interior al universo que nos rodea, y nos adentra igualmente a nuestro universo interior? ¿Y no son los dos universos el mismo universo, una y la misma cosa?

Y también es amor, porque el amor es la llave de la poesía, y también de la música. En verdad el amor es la llave de todas las cosas. No hay nada que se mueva sin amor. Palpamos, vivimos, sentimos, casi a flor de piel, casi a flor de lágrima, el amor y la poesía que desprende la música. En verdad no hay música sin poesía y amor, como tampoco puede existir poesía sin amor ni música, ni amor sin música y poesía.

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El juego de las pistas

Recuerdo un juego que hacíamos, hace ya muchos años, la pandilla con la que veraneaba en la sierra. El juego consistía en ir al monte de noche, buscar una serie de pistas dejadas durante el día por uno de nosotros, para llegar a una aldea de montaña y desayunar un buen café. La única indicación que se nos daba era la característica de la primera pista, donde encontraríamos instrucciones para encontrar la siguiente. También sabíamos que esa primera pista no podía estar muy lejos de la encrucijada de caminos de la cual partíamos, aunque esos caminos llevaban a su vez a otros caminos…

Podríamos hacer un fácil paralelismo entre la vida, nuestras vidas, y este juego laberíntico y nocturno. Debo confesar que la primera vez que jugué me perdí por completo en esos montes de Dios, pues me dejé llevar por un exceso de confianza y las fantasías de mi mente. Pero la siguiente vez, habiendo aprendido la lección, fui el primero en llegar a la aldea.

¿Por qué cuento todo esto? Pues porque la vida se nos asemeja a un juego de pistas, todos buscamos lo que creemos es la felicidad, llamémoslo así o equilibrio emocional, despertar del ser, el encuentro con uno mismo, paz interior, la unidad en el amor, la liberación, etc., etc., etc. Pero nadie puede decirnos, o resolver, con “palabras” la verdad, nuestra verdad de todo eso. Algo así digo en una de mis anteriores reflexiones titulada “Nuestro hilo de Ariadna”, donde explico que al estar cada uno de nosotros en un punto diferente del laberinto, por fuerza, cada hombre tendrá su propio camino a recorrer.

Entonces, ¿cómo llegar a nuestra “aldea”? Pues sólo se me ocurre que siguiendo nuestras propias pistas, indagando en aquello que nos llama la atención, viviendo lo que sentimos como verdadero, pero también rectificando de rumbo, humildemente, cuando lo encontrado no nos convence del todo. Siguiendo una ley de “necesidad”, porque podríamos estar ante el más grande maestro de la humanidad, y sin embargo dejar que sus palabras nos resbalen. Esto sucedería porque nuestro “cuenco” de necesidades está en otro sitio. Y muy posiblemente, pasados diez o quince años, aquellas palabras vacías para nosotros, de pronto recobran todo su significado, porque ahora sí, ahora sí tenemos las suficientes “pistas”.