El origen de los ritos

Yo pensaba que el rito, las ceremonias y esas cosas eran exclusiva del hombre, pero parece ser que no: mi gata siamesa Piolín, sin ir más lejos, celebra un rito todos los días, y varias veces, supongo que porque no siempre le funciona, pues el dios al que invoca (servidor de ustedes) no siempre está de humor para prestarle atención.

Cada mañana, cuando voy a empezar a trabajar delante de mi ordenador, me pide subir a mi regazo, y siempre le digo que no; luego, lo intenta subiéndose a la mesa y sin pedir permiso, entonces le doy una negativa aún más rotunda, pero aun así no se da por vencida y lo que hace es meterse detrás de la pantalla plana y asomar el morro por debajo; luego, sale de su “escondite” y se restriega en el monitor no dejándome ver nada. Acto seguido la cojo en el aire, subo el tono diciendo ¡ahora no! y la dejo caer sobre el suelo sabiendo que siempre cae de pie, como todos lo felinos.

Esto último lo hace varias veces, hasta que a la tercera o cuarta vez, desiste y se queda junto a la impresora mirándome primero, y durmiendo a los pocos minutos. Pero si ese día no tengo demasiadas prisas en terminar trabajos, o ella tiene especial interés en adormilarse en mis rodillas, tengo que confesar que lo consigue, y no puedo dejar de mirarla con cierta admiración, su rito ha funcionado.

Alguna vez he oído decir que los humanos somos para nuestros animales domésticos algo así como dioses, y que quizá estos (suponiendo que existan) nos ven de una manera parecida a como nosotros vemos a los animales de compañía, porque, de hecho, nuestras religiones sí buscan acercarse a Dios, o a los dioses, y también los humanos tenemos nuestros ritos que a manera de sintonizador buscan esa mística unión.

Recuerdo una película titulada “Mejor imposible”, protagonizada por Jack Nicholson y Helen Hunt, en la que un escritor maniático no soporta salirse de su rutina, dejar de hacer lo que siempre y cada día hace. Creo que ese es su rito; como escritor, depende de la inspiración para escribir, y de alguna manera mantiene aquellos actos que le permiten seguir inspirado, temiendo salirse de ellos. Ese debe de ser el origen del rito, se me ocurre; no conociendo la manera directa y clara de “unirnos” a nuestro “dios”, repetimos los actos que alguna vez lo hicieron. Lo mismito, lo mismito que mi gata Piolín.

Saber leer

Parece una cosa de Perogrullo. ¿Qué tiene de particular saber leer? A leer se aprende a los, digamos, nueve o diez años. Luego, se coge velocidad y soltura, e incluso se pueden leer textos con las letras mal puestas, ya que no se leen en realidad las letras para leer la palabra. La palabra, más que “ser leída” es “intuida”.

Quiero dejar sentado que el objeto, a mi parecer, del hecho de la lectura, es el comunicarse con el escritor. Entender o sentir lo que dice, lo que quiere decirnos, lo que calla y lo que escribe sin escribirlo. Llegar a su mente, a su corazón, a su idiosincrasia, a su filosofía. Solo así descubriremos su visión de la vida.

Así, veremos por sus ojos, oiremos por sus oídos, sentiremos con su corazón y pensaremos con su mente.

Pero todo esto no es fácil, sino más bien muy difícil. Solo se comparte cuando se llega a entrar en sintonía con el autor, cuando en nosotros resuenan las mismas cuerdas y las mismas notas que resonaron en el autor cuando este trasmitió su energía y las plasmó en forma de expresiones. En la poesía, arte supremo de la trasmisión lingüista, solo una unión previa entre las almas del poeta y del lector hará el milagro del florecimiento en el huerto de este de lo sembrado por las manos de aquel.

Las musas, con sus manos celestes y puras, llevan el tesoro de las manos del uno, abiertas como las del sembrador, a las del otro, unidas en cuenco, como las del que trata de apresar el agua transparente del manantial.

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La verdad

Cuando se nos pregunta: «¿Acaso crees tener la verdad?», todos respondemos (ególatras exacerbados aparte) que no, claro que no. Pues la verdad es concepto demasiado gordo como para pretender tenerlo en exclusiva. Y, sin embargo, esa afirmación la desmentimos con nuestros actos, pues solemos defender nuestros criterios con uñas y dientes, hasta el punto de hacer de ello una cuestión personal de honra. Querer tener siempre razón es un síntoma de esto, con lo cual, cuando hablamos, no dialogamos, sino más bien ejecutamos un sentido monólogo. Y si alguien más listo que nosotros, o más fuertemente instalado en “la verdad”, consigue refutar todos nuestros razonamientos, no corremos a agradecérselo, ni muchísimo menos, le guardamos un extraño rencor, sobre todo si ha demostrado nuestro error en público.

Y yo me pregunto: ¿cómo es posible que lo que afirmamos con la cabeza tenga semejante desfase con el corazón? ¿O cabría decir con el hígado? Sin embargo, no quisiera caer en el tópico de decir aquello de “somos hipócritas”, “unos falsos”, “no somos conscientes de nosotros mismos”, “no nos conocemos”, etc., etc. Esto que cuento es algo tan usual, tan extendido (con muchas honrosas excepciones, claro), que presiento que algo se nos escapa, tiene que haber alguna razón diferente a lo que he expuesto, tiene que haberla porque creo profundamente en el ser humano.

Lo de querer tener razón (la tengamos o no), lo de creerse en poder de la verdad (aunque no lo reconozcamos), parece tener naturaleza de instinto, se parece a una vocación, como si una voluntad en nosotros hiciera fuerza para imponerse, y en ocasiones con tal empeño que pareciera le va la vida en ello.

Y… ¿es eso malo? Pues supongo que sí y no; es malo si no dejamos una puerta abierta y sincera a otros criterios, pues nos volveríamos aburridamente monotemáticos, y dejaríamos de crecer como personas. Pero también es bueno porque en todos nosotros hay una vocación de filósofo buscador de la verdad, y necesitamos sentir la seguridad de un criterio propio, de una verdad que es la nuestra, la que cristaliza nuestras vidas, las enfoca y las lanza hacia delante.

En ese sentido, cada uno de nosotros es una verdad andante de los pies a la cabeza.

La sombra del camello

He visto hoy una foto que me ha hecho pensar. Es un grupo de camellos generando cada uno una enorme y preciosa sombra sobre el suelo arenoso, mucho más allá del verdadero tamaño del animal (son la línea blanca bajo cada sombra).

Es interesante comprobar cómo eso mismo ocurre tantas veces con los fantasmas que nos asustan o los ídolos que nos embelesan, generados por realidades pasajeras, diminutas o banales.

Un pensamiento equivocado y redundante puede fácilmente desembocar en una convicción enraizada de que algo es como no es. Una mala interpretación, un miedo encubierto, un deseo insatisfecho, todos ellos pueden llevarnos a creer en verdades inexistentes que nosotros vemos claramente como ciertas.

Estoy convencida de que es de ahí de donde parten los grandes males del micro y macromundo; del modo de ver. ¿Acaso hay alguien que actúe desde su propia mentira consciente? No, todos creemos en lo que hacemos. No nos sabemos engañados por nosotros mismos, por razonamientos, emociones o deseos puestos como pilotos inexpertos de toda una persona.

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Inspiración y conexión

Me encuentro ahora de viaje, fuera de mi lugar habitual de residencia. Y aunque en Internet no existen los lugares físicos y mucho menos las fronteras, ciertamente seguimos con nuestras costumbres del mundo no-virtual. Lejos de nuestro cotidiano punto de acceso, de nuestro ordenador, de nuestra rutina diaria, afrontamos un mundo incierto en el que nos faltan las costumbres que nos hacen sentirnos cómodos.

Cuando me marché de viaje, dije a mis compañeros de blog: «seguid vosotros escribiendo, pero si tengo inspiración para escribir y conexión a Internet, ya colgaré mi propio blog».

Y ahora, al pensar en ello, me di cuenta, como aprendiz de filósofo, que en la vida muchas cosas dependen de la inspiración y de la conexión…, y si me apuráis casi todo es exclusivamente conexión.

En cierto modo la inspiración, en el sentido clásico, es también una forma de conexión: es conectar el mundo de las ideas con el mundo de la plasmación. Es contactar con las musas del arte para poder plasmar una obra. Inspiración es también tener algo que contar, algo que compartir. Pero, de nuevo, tenemos algo que contar cuando estamos llenos, cuando nuestra vida emocional, mental y sobre todo espiritual nos aporta lo suficiente como para poder dar a los demás. ¿Cuándo ocurre esto? Cuando logramos conectar con la fuente de inspiración de emociones, de ideas o de vivencias espirituales.

Al final todo se resume en poder tener conexión. Algo que es evidente en el mundo de Internet, pero que nos olvidamos que es también muy necesario en el mundo cotidiano, en nuestro diario quehacer. Un ordenador sin conexión a Internet es perfectamente concebible, pero incompleto. Porque permanecería completamente aislado del resto de ordenadores, y aunque así evitaría contagiarse con un virus, tampoco tendría actualizaciones. De cierta forma, nosotros, sin esa conexión que antes he mencionado en los tres mundos, emocional, mental y espiritual, estaríamos incompletos. Y aunque así evitaríamos los virus emocionales y mentales si viviéramos aislados del mundo, tampoco lograríamos nuestra actualización espiritual, para así mejorar nuestro sistema operativo.

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Entropía

Extraña palabreja cuyo significado desconocía hasta hace poco, pero al conocerla resulta que viene muy bien para ayudar a definir algunas vivencias. Como cuando crees tener todo en tu vida más o menos atado y, por unas u otras razones se desatan los nudos, yéndose todo al garete… aparentemente. O cuando tus esquemas de qué es la vida y cuál es la mejor forma de comportarse comienzan a resquebrajarse, poco a poco, transformándose y ampliándose para hacer sitio a nuevas ideas o experiencias que te hacen abrir los ojos un poco más.

Esa palabra es, sobre todo, utilizada en ciencia para medir el grado de desorden que hay en la materia. Así, la Real Academia Española, en una de sus acepciones nos dice: “Medida del desorden de un sistema. Una masa de una sustancia con sus moléculas regularmente ordenadas, formando un cristal, tiene entropía mucho menor que la misma sustancia en forma de gas con sus moléculas libres y en pleno desorden”. Podríamos resumir diciendo que la entropía es desorden que tiende a un orden.

Sucede aquello tan viejo que tantas veces hemos oído de: para hacer la tortilla hay que romper el huevo, o que si para coger peces hay que mojarse el culo, etc. Que no son sino ciclos, es decir: orden, desorden y otra vez orden, pero diferente al primero. Le oí decir una vez a André Malby (salió en el famoso programa de Sanchez Dragó sobre milenarismo, famoso por la borrachera de Fernando Arrabal) que la existencia toda era una entropía, y que la evolución no es sino el encuentro con el orden perdido, lo que sucede es que al parecer ese mismo proceso sucede por el camino, y de entropía en entropía vamos acercándonos a… no se sabe muy bien qué.

Quizás por eso llame tanto la atención la teoría del sincronismo jungiano. Si todo esto fuera cierto, resultaría que da igual dónde nos escondamos, ni importa por cuánto tiempo se posponga, ni las mil justificaciones que expongamos para “protegernos”. Al final, todo hijo de vecino acabará viviendo aquello que tiene que vivir, y en el fondo lo sabemos. La resistencia que ponemos a ello sólo sería… el lento proceso de la madurez.

Dar y recibir

Estábamos delante de unas pizzas, disfrutando de una excelente sangría y riéndonos con verdadera alegría, con la alegría de los verdaderos amigos.

No sé cómo la conversación se deslizó a temas de cine, música y libros. Bueno, en realidad es algo muy común, sobre todo en nuestro círculo. Y hace mucho tiempo que venía rondándome una idea sobre el asunto, que quise expresar en voz alta. Me costó tanto hacerme entender, no sé si por mi impulsividad al hacerlo, por el rechazo que provocaba, porque es difícil de aceptar, o puede ser quizá también por la ingesta que hasta el momento había hecho de la deliciosa sangría. Incluso varias veces me pidieron que dijera claramente “habas claras”.

Les contaba que en casi todas las ocasiones que se le pregunta a alguien por sus aficiones suele contestar lo siguiente:

–Leer, escuchar música, ir al cine y viajar.

A veces se añade otra cosa, pero estas aficiones entran casi siempre en los gustos y preferencias digamos “normales”.

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Dolor

El dolor es seguramente una de las compañías más constantes en la vida de todo hombre, desde el momento en que abre sus pulmones por vez primera, con su primer llanto, hasta los últimos momentos de la agonía, que le devuelve otra vez al mismo lugar. De un útero pequeño al gran útero.

Nos duele la cabeza, nos duelen los riñones, las piernas, nos duele el corazón, nos duelen las ofensas, los menosprecios, las envidias, los amores y los odios, las penas y… hasta las alegrías.

Debe de ser muy importante el dolor en la vida del hombre…

Buda cimentó su doctrina de liberación sobre la base de la superación de la esclavitud a la que nos somete el dolor. El dolor, el apego, el deseo, la pérdida por fin de la conciencia real.

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