Trastos viejos

Alguna vez he oído de este blog que le falta argumentación teórica o que le sobra contemplación. Bueno… es posible que la cuestión esté en que lo que pretende es hacer sencilla la filosofía y asequible; por eso sus ejemplos son cotidianos, sus herramientas el modo de mirar y, en consecuencia, sus aplicaciones muy plurales.

Hablando hoy, como es costumbre, con uno de mis peques, me ha hecho sentir imbuida en un cuadro de Escher.

Sí, ese genial dibujante capaz de crear escenas imposibles, laberínticas y geniales, en las que comienzas subiendo por las calles de una ciudad medieval y, de repente, te encuentras bajando por ellas debido a un extraño cambio de perspectiva.

Pues la cosa ha sido que andaba yo entretenida entre cacerolas cuando aparece un metro diez de mirada penetrante tirando de una caja de su misma altura. Inmediatamente mi pensamiento ha empezado a subir por esas calles de Escher con un «ni de broma me la metes en casa».

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Mundo perfecto

Voy a reproducir, más o menos, una conversación que tuve hace poco con una buena amiga, alguien de quien siempre aprendo algo cada vez que hablamos, porque ambos somos sinceros y lo hacemos con espíritu de diálogo, de dos personas que muestran sus puntos de vista sin pretender tener toda la razón, pero con la suficiente vehemencia de quien cree tenerla, al menos mientras no se le demuestre lo contrario.

Decía ella haber conocido a una persona maravillosa con una vida muy auténtica, una vida más real que la de mucha gente. Yo le respondía que claro que hay gente maravillosa por ahí, qué duda cabe. Pero que yo en su lugar no entraría a valorar si la vida de esa persona es más o menos real que la de otros. Creo que todas las vidas son reales para el que la vive, aunque a veces no lo parezca. Aunque podamos ver en otra gente hipocresía o cobardía para vivir, eso mismo puede constituir su prueba, su cruz. Con lo cual, una gran parte de su realidad consistiría en darse cuenta y salir de ese círculo.

No creo que sea buena idea comparar las vidas de unos y otros. Mi amiga misma me dijo hace tiempo, y he reflexionado sobre ello, que no hay nadie mejor ni peor; pues bien, me parece que tiene razón, es así, lo que hay es más o menos afinidad con unos u otros en función de nuestras necesidades o anhelos, y eso lo usamos para juzgar, y claro, nos podemos equivocar.

Ante mis razones, mi amiga, me responde que ella no duda que exista gente maravillosa, que lo afirma, y que en cuanto a su amigo, es uno de los que ha conseguido menor grado de cobardía en su vida, y eso es un hecho. A lo que yo respondo con cierta ironía: “Lo que tú digas”, expresión que la deja sorprendida. Sí, amiga mía, lo que tú digas porque no le has dado margen a mi reflexión y me has respondido con más de lo mismo. Al ver ella que no le aceptaba lo que me decía tal cual, me dijo sonriendo: “Anda, vuelve a tu mundo perfecto”. Y ahí acabó nuestro diálogo.

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¿Para qué fantasear con una vida distinta?

No un mundo distinto por el que ya se supone luchan muchos pequeños contra unos pocos manipuladores gigantes y poderosos, sino una vida propia que nos identifique, la de cada uno de nosotros; una vida distinta.

Solo puedo aportar a esa pregunta de un buen amigo, que yo era distinta. Y sin duda, mucho tiempo pensé que la vida es quien me gobierna y no yo a ella, pero hoy tengo bien comprobado que sí se puede elegir una vida o, al menos, una forma de vivirla, una forma de mirar, de andar por nuestras situaciones, de aprender de todo, hasta de nosotros mismos.

Posiblemente este sea el gran tema del filósofo, del cotidiano y del gran pensador. ¿Qué sentido tendría saber todas las verdades si no pudiésemos aplicarlo a nuestro modo de vivir? Cada respuesta que encontramos nos modifica irremediablemente, ya sea esta «que todo está determinado» (puede que gastásemos cada segundo con desenfreno o nos volviésemos depresivos) como «que todos somos una sola cosa» (igual nos volvíamos más solidarios).

Ya que todo conocimiento nos afecta, la clave puede estar en saberlo. Para ser dueños de nuestra vida conozcamos primero cómo somos, qué nos mueve, qué queremos, qué soñamos, qué nos compone. Seamos además conscientes de que tenemos inteligencia para manejar no solo nuestro entorno, sino también nuestro interior. Finalmente, vayamos hacia nosotros mismos, despacio pero certeros. Y si no sabemos dónde esta ese «nosotros mismos» aún, habrá que parar un rato porque todo ser sabe lo que quiere; otra cosa es que esté acostumbrado a no escucharse o que se haya respondido demasiadas veces «no es posible».

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Fools Overture

Se trata esta vez de una canción «de culto» del año 1977. ¡Qué de tiempo ha pasado! Uno de los grupos míticos de entonces era Supertramp y después del éxito de “Crime of the Century” nos sorprendió con “Even in the quitests moments”. En esa época Roger Hodgson empezó a interesarse por las doctrinas budistas y la verdad es que entre que entendíamos poco inglés y menos aún la filosofía oriental, las letras de sus canciones nos dejaban perplejos, queriendo encontrar algún significado espiritual o filosófico que quizás no tenían.

La “Obertura del tonto” (o del loco) es uno de sus temas más curiosos, pues sus más de diez minutos de duración sobrepasaba los de una canción pop normal. Reconozco que nunca entendí su letra, pero pensé que nos decía algo importante. Ahora, al tratar de traducirla de nuevo, he tenido serios problemas y no me siento nada conforme con el texto en español, así que recomiendo que quien pueda se quede con la versión en inglés.

¿Qué tiene que ver con la filosofía esta canción? Se dice que es un homenaje a Winston Churchill (que, de hecho, aparece en una de las imágenes del vídeo) y cómo antes de la II Guerra Mundial fue considerado un idiota que atemorizaba con la guerra, pero que luego fue uno de los principales factores que contribuyeron a derrotar a Hitler y su amenaza totalitarista. Aún después de la victoria, no fue reconocido su mérito. Creo que Roger Hodgson escribió esta letra para recordarnos que de nuevo la sociedad se ha vuelto loca (el final del vídeo muestra imágenes absurdas, mezclando bombas, Superman, gorilas, policías, nazis) y quién sabe si de nuevo caeremos en la estupidez fascista. ¿No es suficientemente filosófico lanzar un mensaje que nos prevenga de los errores del nazismo?

El vídeo que muestro es de una versión reducida de concierto «más serio», con Roger al piano, y sin Supertramp.

https://www.youtube.com/watch?v=6aWDxuhD0FI
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El origen de los ritos

Yo pensaba que el rito, las ceremonias y esas cosas eran exclusiva del hombre, pero parece ser que no: mi gata siamesa Piolín, sin ir más lejos, celebra un rito todos los días, y varias veces, supongo que porque no siempre le funciona, pues el dios al que invoca (servidor de ustedes) no siempre está de humor para prestarle atención.

Cada mañana, cuando voy a empezar a trabajar delante de mi ordenador, me pide subir a mi regazo, y siempre le digo que no; luego, lo intenta subiéndose a la mesa y sin pedir permiso, entonces le doy una negativa aún más rotunda, pero aun así no se da por vencida y lo que hace es meterse detrás de la pantalla plana y asomar el morro por debajo; luego, sale de su “escondite” y se restriega en el monitor no dejándome ver nada. Acto seguido la cojo en el aire, subo el tono diciendo ¡ahora no! y la dejo caer sobre el suelo sabiendo que siempre cae de pie, como todos lo felinos.

Esto último lo hace varias veces, hasta que a la tercera o cuarta vez, desiste y se queda junto a la impresora mirándome primero, y durmiendo a los pocos minutos. Pero si ese día no tengo demasiadas prisas en terminar trabajos, o ella tiene especial interés en adormilarse en mis rodillas, tengo que confesar que lo consigue, y no puedo dejar de mirarla con cierta admiración, su rito ha funcionado.

Alguna vez he oído decir que los humanos somos para nuestros animales domésticos algo así como dioses, y que quizá estos (suponiendo que existan) nos ven de una manera parecida a como nosotros vemos a los animales de compañía, porque, de hecho, nuestras religiones sí buscan acercarse a Dios, o a los dioses, y también los humanos tenemos nuestros ritos que a manera de sintonizador buscan esa mística unión.

Recuerdo una película titulada “Mejor imposible”, protagonizada por Jack Nicholson y Helen Hunt, en la que un escritor maniático no soporta salirse de su rutina, dejar de hacer lo que siempre y cada día hace. Creo que ese es su rito; como escritor, depende de la inspiración para escribir, y de alguna manera mantiene aquellos actos que le permiten seguir inspirado, temiendo salirse de ellos. Ese debe de ser el origen del rito, se me ocurre; no conociendo la manera directa y clara de “unirnos” a nuestro “dios”, repetimos los actos que alguna vez lo hicieron. Lo mismito, lo mismito que mi gata Piolín.

Saber leer

Parece una cosa de Perogrullo. ¿Qué tiene de particular saber leer? A leer se aprende a los, digamos, nueve o diez años. Luego, se coge velocidad y soltura, e incluso se pueden leer textos con las letras mal puestas, ya que no se leen en realidad las letras para leer la palabra. La palabra, más que “ser leída” es “intuida”.

Quiero dejar sentado que el objeto, a mi parecer, del hecho de la lectura, es el comunicarse con el escritor. Entender o sentir lo que dice, lo que quiere decirnos, lo que calla y lo que escribe sin escribirlo. Llegar a su mente, a su corazón, a su idiosincrasia, a su filosofía. Solo así descubriremos su visión de la vida.

Así, veremos por sus ojos, oiremos por sus oídos, sentiremos con su corazón y pensaremos con su mente.

Pero todo esto no es fácil, sino más bien muy difícil. Solo se comparte cuando se llega a entrar en sintonía con el autor, cuando en nosotros resuenan las mismas cuerdas y las mismas notas que resonaron en el autor cuando este trasmitió su energía y las plasmó en forma de expresiones. En la poesía, arte supremo de la trasmisión lingüista, solo una unión previa entre las almas del poeta y del lector hará el milagro del florecimiento en el huerto de este de lo sembrado por las manos de aquel.

Las musas, con sus manos celestes y puras, llevan el tesoro de las manos del uno, abiertas como las del sembrador, a las del otro, unidas en cuenco, como las del que trata de apresar el agua transparente del manantial.

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La verdad

Cuando se nos pregunta: «¿Acaso crees tener la verdad?», todos respondemos (ególatras exacerbados aparte) que no, claro que no. Pues la verdad es concepto demasiado gordo como para pretender tenerlo en exclusiva. Y, sin embargo, esa afirmación la desmentimos con nuestros actos, pues solemos defender nuestros criterios con uñas y dientes, hasta el punto de hacer de ello una cuestión personal de honra. Querer tener siempre razón es un síntoma de esto, con lo cual, cuando hablamos, no dialogamos, sino más bien ejecutamos un sentido monólogo. Y si alguien más listo que nosotros, o más fuertemente instalado en “la verdad”, consigue refutar todos nuestros razonamientos, no corremos a agradecérselo, ni muchísimo menos, le guardamos un extraño rencor, sobre todo si ha demostrado nuestro error en público.

Y yo me pregunto: ¿cómo es posible que lo que afirmamos con la cabeza tenga semejante desfase con el corazón? ¿O cabría decir con el hígado? Sin embargo, no quisiera caer en el tópico de decir aquello de “somos hipócritas”, “unos falsos”, “no somos conscientes de nosotros mismos”, “no nos conocemos”, etc., etc. Esto que cuento es algo tan usual, tan extendido (con muchas honrosas excepciones, claro), que presiento que algo se nos escapa, tiene que haber alguna razón diferente a lo que he expuesto, tiene que haberla porque creo profundamente en el ser humano.

Lo de querer tener razón (la tengamos o no), lo de creerse en poder de la verdad (aunque no lo reconozcamos), parece tener naturaleza de instinto, se parece a una vocación, como si una voluntad en nosotros hiciera fuerza para imponerse, y en ocasiones con tal empeño que pareciera le va la vida en ello.

Y… ¿es eso malo? Pues supongo que sí y no; es malo si no dejamos una puerta abierta y sincera a otros criterios, pues nos volveríamos aburridamente monotemáticos, y dejaríamos de crecer como personas. Pero también es bueno porque en todos nosotros hay una vocación de filósofo buscador de la verdad, y necesitamos sentir la seguridad de un criterio propio, de una verdad que es la nuestra, la que cristaliza nuestras vidas, las enfoca y las lanza hacia delante.

En ese sentido, cada uno de nosotros es una verdad andante de los pies a la cabeza.

La sombra del camello

He visto hoy una foto que me ha hecho pensar. Es un grupo de camellos generando cada uno una enorme y preciosa sombra sobre el suelo arenoso, mucho más allá del verdadero tamaño del animal (son la línea blanca bajo cada sombra).

Es interesante comprobar cómo eso mismo ocurre tantas veces con los fantasmas que nos asustan o los ídolos que nos embelesan, generados por realidades pasajeras, diminutas o banales.

Un pensamiento equivocado y redundante puede fácilmente desembocar en una convicción enraizada de que algo es como no es. Una mala interpretación, un miedo encubierto, un deseo insatisfecho, todos ellos pueden llevarnos a creer en verdades inexistentes que nosotros vemos claramente como ciertas.

Estoy convencida de que es de ahí de donde parten los grandes males del micro y macromundo; del modo de ver. ¿Acaso hay alguien que actúe desde su propia mentira consciente? No, todos creemos en lo que hacemos. No nos sabemos engañados por nosotros mismos, por razonamientos, emociones o deseos puestos como pilotos inexpertos de toda una persona.

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Inspiración y conexión

Me encuentro ahora de viaje, fuera de mi lugar habitual de residencia. Y aunque en Internet no existen los lugares físicos y mucho menos las fronteras, ciertamente seguimos con nuestras costumbres del mundo no-virtual. Lejos de nuestro cotidiano punto de acceso, de nuestro ordenador, de nuestra rutina diaria, afrontamos un mundo incierto en el que nos faltan las costumbres que nos hacen sentirnos cómodos.

Cuando me marché de viaje, dije a mis compañeros de blog: «seguid vosotros escribiendo, pero si tengo inspiración para escribir y conexión a Internet, ya colgaré mi propio blog».

Y ahora, al pensar en ello, me di cuenta, como aprendiz de filósofo, que en la vida muchas cosas dependen de la inspiración y de la conexión…, y si me apuráis casi todo es exclusivamente conexión.

En cierto modo la inspiración, en el sentido clásico, es también una forma de conexión: es conectar el mundo de las ideas con el mundo de la plasmación. Es contactar con las musas del arte para poder plasmar una obra. Inspiración es también tener algo que contar, algo que compartir. Pero, de nuevo, tenemos algo que contar cuando estamos llenos, cuando nuestra vida emocional, mental y sobre todo espiritual nos aporta lo suficiente como para poder dar a los demás. ¿Cuándo ocurre esto? Cuando logramos conectar con la fuente de inspiración de emociones, de ideas o de vivencias espirituales.

Al final todo se resume en poder tener conexión. Algo que es evidente en el mundo de Internet, pero que nos olvidamos que es también muy necesario en el mundo cotidiano, en nuestro diario quehacer. Un ordenador sin conexión a Internet es perfectamente concebible, pero incompleto. Porque permanecería completamente aislado del resto de ordenadores, y aunque así evitaría contagiarse con un virus, tampoco tendría actualizaciones. De cierta forma, nosotros, sin esa conexión que antes he mencionado en los tres mundos, emocional, mental y espiritual, estaríamos incompletos. Y aunque así evitaríamos los virus emocionales y mentales si viviéramos aislados del mundo, tampoco lograríamos nuestra actualización espiritual, para así mejorar nuestro sistema operativo.

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