No fue el camino la guerra

Hace tiempo que quiero escribir sobre este hecho que siglo tras siglo, que día tras día se repite en el ser humano como si fuera una fase más de su desarrollo. Nacen, crecen, se reproducen, luchan y mueren.

En el hombre hay una fuerza natural que le aviva en la batalla, el sentimiento del guerrero forma parte del ser humano. Notamos que sabemos luchar, que nos unimos con nosotros mismos al hacerlo, como ya nos contaba Homero. La batalla dignifica si tienes un gran motivo para emprenderla y tus armas son nobles. Y sin embargo, ¿tiene hoy sentido la guerra?

En los días del Occidente de hoy, días de paseo por la sombra, ¿qué hace enfrentarse al hombre incesantemente, banalmente? Supongo que si hallamos el motivo en circunstancias de laboratorio, como estas, podremos extrapolarlo a las mayores guerras, incluso buscar su antídoto.

¿Qué es lo que se pone en juego cuando llegamos al estado de querer pelear? ¿Qué creemos perder? ¿Por qué luchamos realmente con un hermano?

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Nuestro centro

Tengo la idea de que todos nosotros tenemos “nuestro centro”, un lugar desde el cual somos el mejor que podemos ser en ese momento, un centro que, sin embargo, puede ser fácilmente alterado si nos dejamos desplazar de él por las miles de vicisitudes de nuestra vida, ya sea por demasiada lectura o trabajo, desavenencias con familiares o amigos, un asunto en el que te hayas implicado en exceso, un gasto imprevisto que nos trastoca la economía, en fin, ¡puede ser por tantas cosas! Sobre esto del centro, nuestros amigos del Instituto de Artes Marciales Bodhidharma nos podrían hablar largo y tendido. Y digo esto porque yo mismo me he visto durante unos días desplazado de mi centro, y aún no estoy seguro de haberlo recuperado del todo. Me he dado cuenta porque, a la hora de escribir, sólo se me ocurrían ideas relacionadas con aquello que me ha tenido algo desubicado (tampoco hay que exagerar) y porque me han pasado algunas cosas que son como indicios de que algo en mí estaba desajustado. Quizás os cueste creerlo, pero esto es algo que llevo tiempo observando.

Si habéis visto la película “Grupo Salvaje”, recordaréis que al principio, mientras pasan los titulares, aparecen en pantalla unos niños que, dentro de un círculo de fuego (si no recuerdo mal), enfrentan a un escorpión con una tarántula, con lo cual te muestran una miniescena de violencia. Esos fotogramas están sabiamente rodados (más allá de que la película tiene escenas muy fuertes), pues le da al espectador una muestra de lo que minutos más tarde sucederá en el pueblo, y no sigo para no chafar la trama a quien no la haya visto y tenga intención de hacerlo.

En mi caso, ayer caí enfermo por algo que me sentó mal, y yo no suelo ponerme malo (mala hierba nunca muere), y hoy casi se me lleva un coche por delante cuando conducía mi moto, y soy bastante prudente, os lo aseguro. Todo eso me ha hecho darme cuenta de que había perdido mi centro, el eje desde el que las cosas me suelen salir bien. Ahora toca recuperarlo. Ser consciente de ello ya es un paso, reflexionar sobre ello es otro, espero que escribirlo en el blog sea el paso definitivo, ya veremos…

Os deseo a todos un buen y centrado fin de semana.

Hojas, flores y frutos

Paseaba distraídamente por una calle soleada, y mis ojos tropezaron con la esquina descuidada y seca de un pequeño jardín. Unas yucas viejas sobrevivían estoicamente en una tierra yerma y desabrida. Pero ¡oh, milagro!, en sus pináculos lucían los grandes penachos blancos de flores que hacen de corona de su verde arquitectura.

Amo las plantas, y algo se movió en mis aires y en mis pasos. ¡Dando flores en su situación! Me resultaba sorprendente.

Me vino a la memoria mi amigo Carreño, el campero, aquel día que le pregunté por qué mis tomateras solo daban hojas y hojas, pero no me regalaba flores amarillas ni las veía parir las verdes bolitas.

Tras mucho preguntarme sobre cómo las trataba, emitió su veredicto, para mí inapelable: las regaba mucho, mucho más de lo que debiera. Por eso no daban flores ni frutos. Tienes que hacerlas penar –me dijo-, solo así te darán frutos. Solo así sus raíces la fijarán a la tierra y será fuerte. Como tú las tratas saben que nada les falta y se dedican a vivir confortablemente, no se esfuerzan en nada.

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La grandeza de la humildad

En varios blogs me ha parecido entender que se habla de la humildad haciéndolo sinónimo de debilidad, y no digo que en algunos casos sea así, pero no lo es en el sentido en que os lo quiero presentar hoy. Entiendo que la humildad es una actitud que se conquista tras una, nada fácil, lucha interior. ¿Lucha? ¿Con quién? ¿Para qué?, os preguntaréis, y esa es la cuestión, la terrible, vieja y difícil de comprender cuestión. Y para entenderlo no es suficiente con estudiar filosofía, leer el Bhagavad-Gita, venerar a los estoicos o conocer las tríadas de los nodos egipcios, aunque sin duda ayuda. Aquello contra lo que luchamos en nuestro interior puede saber todas estas cosas y hacernos creer que “todo está bien”, puede decirnos “yo sé” y demostrárnoslo en un alarde de ingenio y erudición, y sin embargo, la humildad seguirá sin besar nuestra frente, y si lo hace será algo fingido, algo que, justamente, hemos estudiado y sabemos que es propio del sabio, pero lo desmentiremos con los actos en la primera ocasión en que nos veamos en “peligro”.

El libro de Jung “Recuerdos, sueños y pensamientos”, que escribió al final de sus días, recoge muy bien la idea de esta otra humildad en sus últimas páginas, que es grande porque vence al sabelotodo que llevamos dentro y nos permite asomarnos a… otra cosa. Dice así:

“Existe una antigua vieja hermosa leyenda de un rabí ante el que acudió un discípulo y le preguntó: «Antiguamente hubo hombres que vieron a Dios: ¿por qué hoy no los hay?» El rabí respondió: «Porque hoy nadie puede humillarse tanto». Hay que humillarse algo para sacar agua del torrente”.

Humillarse en el sentido de ser el humilde vencedor de don poderoso ego. Y en ese sentido apunta la conocida frase: “Conócete a ti mismo”, y también las técnicas de meditación, ese esfuerzo por calmar los pensamientos, por hacer el humilde y creativo silencio.

Recuerdo haber oído en el programa “Negro sobre blanco”, de Sánchez Dragó, una enseñanza zen: cuando el discípulo trepa al palo de la bandera y no puede seguir subiendo, ¿qué debe hacer? La respuesta del maestro es clara: hay que dar un paso en el vacío. En el valor de dar ese paso en el vacío está la grandeza de la humildad, en un reconocimiento íntimo de que a pesar de todo lo que sabemos, poder decir aquello de “Sólo se que no sé nada”. Es como si ese reconocer nuestro límite nos permitiera conectar con… lo infinito.

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Heráclito el oscuro

Este es otro de los malditos de la historia de la filosofía. Aunque de él apenas se conservan unos escasos fragmentos, de tipo aforístico, es uno de los filósofos-guía de la historia del pensamiento en Occidente. Heráclito no tenía “fama de diplomático” y fueron objeto de algunas de sus críticas los archifamosos Homero y Hesíodo por corruptores de la religión.

Aunque su filosofía no es tan distinta de la que propugnó Parménides, y tras él Platón, los comentadores los han hecho aparecer como contrapuestos. Esto se debe a que si bien para Parménides el ser siempre es, para Heráclito todo fluye (panta rhei). Otro de sus aforismos, que habitualmente formulamos como que no nos podemos bañar dos veces en el mismo río dice en realidad: “en los mismos ríos nos bañamos y no nos bañamos en los mismos; y parecidamente somos”. No es de extrañar que para Aristóteles, en quien se basó toda la ciencia desde la Edad Media hasta nuestra época, la filosofía de Heráclito era absurda, pues “nadie puede creer que una misma cosa es y no es al mismo tiempo”.

Pero en nuestra época, muchos, hasta los físicos, han acabado dándole la razón. Si el “todo fluye” coincide con las ideas de las filosofías orientales, la indeterminación de la materia y la física probabilística coinciden con Heisenberg y los “quantos” de Planck.

Por mi parte, es ahora cuando empiezo a entenderlo…

El poder de la mente

Dedicado a Enrike, por su comentario a Héroes de hoy.

En términos generales somos inteligentes, no todo lo que nuestro cerebro da de sí pero… nos definimos como seres que se distinguen de otros por cómo utilizan las neuronas y la mielina que las cubre y que acelera la sinapsis.

Esta cuestión de la inteligencia nos lleva a varios caminos acabados en interrogante, algunos de ellos más cerca de respuesta que otros. Por ejemplo, ¿es mejor ser terriblemente inteligente o simplemente normal? Tener una herramienta que se comunica con nosotros a través del pensamiento y que sea tremendamente poderosa nos tendría todo el día como locos. ¿Realmente podríamos soportar una mente que no cese de hablar?

Se podría dar el caso de que la mente nos venciese, es decir, que acabásemos siendo un sujeto de su fuerza. No hablo de que posea vida propia, aunque sí potencia. Imaginemos que nosotros marcamos un camino, una duda, algo que nos intriga, y ella, en lugar de mostrarnos las posibles respuestas, sigue y sigue trabajando, hasta llegar a pensamientos insospechados, incluso peligrosos para nosotros mismos. ¿Qué es peligroso para nosotros mismos? El aislamiento, el resultar personas «raras» a los demás, el pensamiento circundante que no nos deja avanzar en nuestra sana cotidianidad, el imaginar involuntariamente consecuencias o «más allás» a las situaciones que nos ocurren…

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En un lugar de La Mancha…

Recuerdo que tenía once o doce años cuando mi profesor de lenguaje nos decía, a los brutos de su clase, que el Quijote es un libro para leerlo tres veces: la primera, te diviertes con los desvaríos del caballero; la segunda ya no te divierte tanto pero te hace sonreír; y la tercera es para directamente ponerse a llorar… En aquella época que sólo conocía el Quijote por las láminas de Duré, y vía Peter O Toole, no podía entender aquellas palabras dichas con tanto cariño. Afortunadamente no nos obligó a leerlo, pues casi todos mis amigos a los que sí se les obligó a hacerlo aborrecen la obra. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que me decidí a leerlo como quien emprende un largo viaje sin saber muy bien hacia dónde. Creo que desde entonces me gusta la frase esa que dice “Hay que perderse para encontrarse”, y así me perdí entre las páginas de ese, para mí entonces, enoooooorme libro.

Creo que el Quijote representa la coherencia elevada a la enésima potencia, si le gustan los libros de caballería, si su corazón late con fuerza ante el amor de los caballeros hacia sus damas, si su alma se llena de felicidad viendo cómo esos personajes fantásticos de novela defienden la justicia por encima de todo… ¿Por qué no habría de ser él uno de ellos? Si a decir de Unamuno: solo es verdad lo que nos da vida y lo que nos la quita es mentira ¿Por qué hemos de creer que don Alonso Quijano vive en un error, en una mentira fruto de su imaginación? Él vive y actúa como piensa y cree. ¿Hay mayor coherencia?

Pero hay un momento de la obra que me llama poderosamente la atención, y es ese mágico instante en que algo le cruje por dentro y se decide a vestir la armadura, montar en su rocín y, saludando el amanecer, desafiar La Mancha. Así lo vio nuestra poetisa Concha Espina:

“La noche fue siempre el reino de las almas profundas y vigilantes, la cumbre de la más alta meditación, el blando reclinatorio de las plegarias, el espejo más puro de lo sobrenatural… En estas horas de soledad y de misterio se nutren las almas escogidas de singulares revelaciones, de altos pensamientos que sobrepujan lo humano y traen como un sabor a lo divino, en estas horas tienden los ángeles su escala entre el cielo y la tierra, se abre la puerta de los sueños, dice el amor sus «escuchos» y buscan los héroes el camino de la inmortalidad. Así Don Quijote, pálido y ansioso, de cara a las estrellas, con los ojos mojados en lágrimas, siente brotar de su pecho mil voces íntimas que le empujan fuera de sí mismo, a través de la noche, por encima de las lindes prosaicas en que yace. Una plenitud espiritual, una oscura impaciencia, un ímpetu desbordado y generoso le tiemblan, como alas finas y valientes, en las raíces del corazón…”.

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Cambiar

Nos pasamos gran parte de nuestra vida esperando que los demás cambien, pidiéndoles que cambien, exigiéndoles que cambien. Y, por supuesto, nos rebela e indigna que sigan siendo los mismos, los mismos en su carácter, los mismos en sus manías, los mismos en sus reacciones, los mismos en sus errores. Evidentemente, desde nuestro punto de vista.

Un amigo mío siempre decía, y creo que sigue diciendo, la siguiente sentencia:

“La vida funciona como un reloj”.

Y en esta sentencia se encierra algo muy trascendente: nuestra mecanicidad, nuestro automatismo. Sabemos de antemano cómo reaccionará un amigo ante un estímulo, ante una situación. No hay, casi, posibilidad de error. Siempre hace lo mismo en esos casos, el mundo funciona como un reloj. Pero se nos olvida un detalle: nosotros también.

Y lo que agudiza el asunto es que nos cuesta plantearnos si podríamos reaccionar de manera distinta a la habitual, ya que, si lo hiciéramos, emplearíamos nuestra voluntad en cambiar.

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Apresar el tiempo

Este fin de semana asistí a un evento al que acudieron numerosos grandes veleros, representantes de diversos países de Europa y América, que participaban en una regata. Como yo, hubo al menos otras doscientas mil personas al día.

Lo que me llamó la atención fue la multiplicación de cámaras fotográficas que casi uno de cada dos asistentes portaban y su anhelo de «fotografiarlo todo». Y que conste que desde que conocí la primera cámara digital colgué la vieja automática que me había acompañado, sin mucha suerte, a tantos viajes. Porque la comodidad de hacer una foto y ver en el momento el resultado, o poder guardar en un ordenador o en un CD/DVD cientos, miles de fotos, sin necesidad de pesados álbumes, o no tener que pagar los revelados en papel, hacen que cualquier fotográfo principiante se decante por la cámara digital. De hecho, creo que apenas se fabrican ya cámaras de las «antiguas» (están a precio de saldo las de segunda mano), ni es fácil encontrar carretes, y el papel fotográfico se usa muchísimo menos, solo para quien tiene una buena impresora a color.

Pero mi comentario «filosófico» de hoy es acerca de ese ansia de fotografiarlo todo, de guardar imágenes de todos los barcos, de todo lo que aconteció, de lo que vimos, de cada uno de los rincones. ¿Es esto un reflejo de querer asir el tiempo que se nos va de las manos, porque no sabemos vivirlo? Fotografiar es querer detener el espacio en un tiempo determinado y fijo. Es querer guardar el momento, para luego volver a rememorarlo en otro momento, en otro lugar. Pero si el mundo es, como decía Heráclito, un eterno cambio, ¿por qué ese deseo irrefrenable de querer detener algo que en el instante siguiente dejó de ser lo que era?

La única respuesta que se me ocurre es que todo responde a una falta de seguridad: falta de seguridad en lo que somos ahora, en lo que tenemos ahora, en lo vemos ahora, porque el irremisible tiempo todo lo transforma. Inconscientemente todos estos «fotógrafos digitales» quieren guardar un recuerdo de algo que ya no es…