¿Adónde van los niños?

En estos días ha fallecido un niño de una compañera. Es una tragedia grande, sobre todo para una familia con un solo hijo.

Se supone que deberían sobrevivirnos los que son más jóvenes que nosotros.

En realidad, esto pasa cada día en otros países y por centenares, incluso por causas mucho más tristes, como el hambre. Dicen algunos que antes era algo normal, que los hijos se te morían y tú aprendías a aceptarlo como parte de la vida. Sin embargo, me cuesta un poco creer que algo así se llegue a aceptar. Una cosa es que no te quede más remedio que seguir andando, otra que comprendas lo que ha ocurrido, pero estoy segura de que ya no eres la misma persona.

¿Adónde van los niños? ¿Por qué vienen para irse tan pronto?

Los orientales nos dicen que vivimos para aprender, y yo añado y para enseñar. Según ellos, el niño que murió hace unos días, o todos los que se van cada día, tendrían algo que mostrarnos a los que estamos a su lado.

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Al sur de la Toscana

Normalmente, estamos acostumbrados a que a una causa le suceda un efecto: yo empujo una mesa y la mesa se mueve. Por eso me llamó la atención una frase que sale en la película “Al sur de la Toscana”, donde se invierten los términos, es decir, que un efecto puede también invocar a la causa, como si causa y efecto no tuvieran que ir siempre en ese mismo orden. También recuerdo que algo así leí en el libro “Los hombres son de Marte y las mujeres de Venus”, donde se recomienda a los hombres poco dados a sentir cariño que hagan un regalo, porque el acto (efecto) de regalar y ser generosos hará que sientan el cariño que les faltaba y que hubiera motivado el regalo.

La escena de la película dice algo así: en cierta ocasión, construyeron en Suiza las vías de un tren para traspasar las montañas, aun sabiendo que en ese momento no existía ningún tren capaz de recorrerlas, pero pasados unos años la tecnología fue capaz de crear uno. También esto me recuerda a esa otra frase: “cuando el discípulo está preparado aparece el maestro”. ¿No es lo lógico que primero esté el maestro y luego aparezcan los discípulos? ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?

Incluso se me ocurre pensar que el éxito de las psicomagias de Jodorowsky van este sentido: modifiquemos el efecto de las cosas y cambiaremos la causa que un su día nos llevó a una situación no deseable.

En fin, hoy prefiero no sacar conclusiones, ahí dejo esa reflexión en voz alta.

Voltaire, «el ateo»

De nombre François-Marie Arouet, este filósofo francés de la Ilustración es conocido como Voltaire (1694-1778).

Lo hemos calificado de forma llamativa como el «filósofo ateo», pues fue injustamente encarcelado debido a su crítica a la Iglesia de aquella época. Deberíamos llamar a Voltaire «deísta», pues intenta basar la creencia en Dios a través de la razón, en lugar de por medio de la revelación, la fe o la tradición, como hacen la religiones. Voltaire no creía en la intervención divina en los asuntos humanos: la labor del hombre es tomar su destino en sus manos y mejorar su condición mediante la ciencia y la técnica, y embellecer su vida gracias a las artes.

Uno de los mejores libros que nos legó fue el «Tratado sobre la tolerancia», del que extraemos en su capítulo XXIII esta bellísima Oración a Dios:

Ya no es, por lo tanto, a los hombres a los que me dirijo; es a ti, Dios de todos los seres, de todos los mundos y de todos los tiempos: si está permitido a unas débiles criaturas perdidas en la inmensidad e imperceptibles al resto del universo osar pedir­te algo, a ti que lo has dado todo, a ti cuyos decretos son tan inmutables como eternos, dígnate mirar con piedad los errores inherentes a nuestra naturaleza; que esos errores no sean cau­santes de nuestras calamidades. Tú no nos has dado un corazón para que nos odiemos y manos para que nos degollemos; haz que nos ayudemos mutuamente a soportar el fardo de una vida penosa y pasajera; que las pequeñas diferencias entre los vesti­dos que cubren nuestros débiles cuerpos, entre todos nuestros idiomas insuficientes, entre todas nuestras costumbres ridícu­las, entre todas nuestras leyes imperfectas, entre todas nuestras opiniones insensatas, entre todas nuestras condiciones tan desproporcionadas a nuestros ojos y tan semejantes ante ti; que todos esos pequeños matices que distinguen a los átomos lla­mados hombres no sean señales de odio y persecución; que los que encienden cirios en pleno día para celebrarte soporten a los que se contentan con la luz de tu sol; que aquellos que cubren su traje con una tela blanca para decir que hay que amarte no detesten a los que dicen la misma cosa bajo una capa de lana negra; que dé lo mismo adorarte en una jerga formada de una antigua lengua o en una jerga más moderna; que aquellos cuyas vestiduras están teñidas de rojo o violeta, que mandan en una pequeña parcela de un pequeño montón de barro de este mundo y que poseen algunos fragmentos redondeados de cier­to metal, gocen sin orgullo de lo que llaman grandeza y riqueza y que los demás los miren sin envidia: porque Tú sabes que no hay en estas vanidades ni nada que envidiar ni nada de que enorgullecerse.

¡Ojalá todos los hombres se acuerden de que son herma­nos! ¡Que odien la tiranía ejercida sobre sus almas como odian el latrocinio que arrebata a la fuerza el fruto del trabajo y de la industria pacífica! Si los azotes de la guerra son inevitables, no nos odiemos, no nos destrocemos unos a otros en el seno de la paz y empleemos el instante de nuestra existencia en bendecir por igual, en mil lenguas diversas, desde Siam a California, tu bondad, que nos ha concedido ese instante.

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Hablemos del amor

A decir de Rainer Maria Rilke, este es el tema más difícil. Por eso aconsejaba en su “Cartas a un joven poeta” que mejor no tocarlo hasta alcanzar “cierta madurez”. Y en realidad, no voy a decir nada nuevo que no haya dicho él en alguno de sus poemas o escritos. Y es complicado, porque en el hombre convergen fuerzas de distinta índole, ideas preconcebidas heredadas de la cultura que complican una libre visión de lo que es el amor y todo lo que conlleva. Sin embargo, trataré de decir algo en el corto espacio de un blog; por algo es mi tema favorito y hace tiempo que leo y reflexiono sobre ello.

Más allá de la tetosterona que condiciona al hombre especialmente cuando es joven, y más allá también de la inseguridad en la mujer, que también la condiciona, nos encontramos con un fenómeno maravilloso llamado amor. En realidad, está ligado al concepto de filosofía, pues etimológicamente significa amor a la sabiduría. Y en mi opinión, por ahí andan los tiros aunque nos cueste creerlo; nos enamoramos de la sabiduría que encontramos en el otro, a veces bajo la forma de un cuerpo o unos ojos bonitos, otras en la actitud generosa, tierna o valiente que muestra, y otras en las ideas que expresa y defiende. Para los griegos Belleza, Justicia y Sabiduría eran una misma cosa.

Los problemas vendrían a la hora de vivir el amor, pues sin darnos cuenta mezclamos algo maravilloso que casi no es de este mundo, con las necesidades, prejuicios y limitaciones propias de la existencia. Creemos que poseyendo a una persona con esas cualidades hacemos nuestras sus bellezas, sin darnos cuenta de que eso es una ilusión. Nadie puede poseer a nadie, de ahí la sensación de vacío que muchas veces nos queda. El enamorado que sabe todo esto ama las cualidades de la persona amada, y la ayuda a que las desarrolle, y compartiendo con ella las suyas propias, ambos crecen. Y como el mismo Rilke decía, llegará un día en que podremos amar la Belleza sin necesidad de intermediarios. Pero mientras llega ese día… bendito sea el amor que nos hace tan grandes, bendito sea.

Dónde vive el amor

Llega a las dos de la mañana de una boda llena de encanto que ha durado doce horas, en la que los novios se querían con una sinceridad que se palpaba en sus miradas.

Cuando por fin aparca en su plaza de garaje, se fuma un cigarro escuchando música en el coche, el último de hoy. Siente que la vida merece la pena, que el mundo es un huerto y él un montón de semillas. Sonríe y se guiña un ojo en el retrovisor.

Una vez puesto el pijama, ya en casa, se tumba un rato junto a su hijo, al que mira comprendiendo cosas que no sería capaz de explicar con palabras.

Se sienta un rato en el ordenador y encuentra una foto de una persona que un día le abrió el corazón, se lo llenó de vida y soltó el abrazo que los unía para no volver. «Porque el amor, cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren», entona, expresamente para él, la canción de Sabina que suena en el mp3.

Decide acunarse entre las sábanas, consciente de que todas las pequeñas cosas vividas en un solo día pueden ser simplemente momentos que suceden sin más, o también, si las miramos de cerca, expresiones de amor que se dan la mano, una a la otra.

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Siete de julio…

Me ha tocado en suerte tener que escribir el «sietedejulio…» al que en España siempre se le añade la coletilla de «…sanfermín».

Y efectivamente, esta mañana pude ver por televisión el primero de los encierros de San Fermín que se celebran en Pamplona. Desde hace muchos años tengo esa costumbre, y a pesar de los casi mil kilómetros que me separan de Navarra, durante esta semana una parte de mi corazón vibra y tiembla con los mozos que corren delante de esos toros de 600 kilos que avanzan a 40 ó 50 km/h.

Que conste que no estoy hablando de corridas de toros, que sé que sacan de sus casillas a nuestro Cyrano, sino de esta osadía de correr sin más, de correr unos centímetros por delante de la muerte disfrazada de negro y con unas afiladas astas de más de veinte centímetros.

Ciertamente los sanfermines se han convertido en un espectáculo y se han «uniformado» con el resto de las fiestas que hay a lo largo de la península: tengo la teoría de que la misma gente que vemos completamente borracha y fuera de control en los sanferminies de Pamplona, son los que empezaron en los carnavales de Cádiz, fueron a las fallas de Valencia, a la feria de abril o a cualquier otra de las numerosas fiestas multitudinarias en las que ya se ha perdido el sentido original que las creó y que se han transformado en un momento para esconderse en un numeroso grupo para divertirse molestando a los demás. A esto le unimos el afán por llamar la atención, por ser «original» haciendo la tontería más grande: extravangancia por doquier.

Pero de todas las fiestas anteriores, tan solo los sanfermines siguen teniendo la muerte rondando tan cerca. Eso es quizá lo que hace que haya gente que llegue desde Estados Unidos o Australia, para una carrera de apenas diez segundos delante de un toro de lidia.

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El fin del mundo

Alguien me ha comentado que mis últimos blogs no son tan “contracorriente”, trataré de esmerarme en lo sucesivo.

El otro día me llamaba una amiga diciéndome que estaba un poco asustada. Al preguntarle la razón, se mostró un poco reacia a hablarme sinceramente. Finalmente me contó que una mujer, la cual le inspira confianza, con supuestas dotes de vidente le dijo que estaba muy próximo el fin del mundo; luego, me preguntó qué pensábamos nosotros sobre esos temas, como si en Nueva Acrópolis tuviéramos una respuesta “oficial”, y ciertamente se han dado charlas y escrito muchos artículos sobre el milenarismo, y ese espíritu catastrofista temeroso del fin de los tiempos, pero no, no tenemos, que yo sepa, una respuesta concreta aunque, los socios, seguramente coincidiremos en muchos puntos.

Sobre el tema de si la vidente es vidente o deja de serlo, no entraré; sólo espero que si existen los mundos invisibles no sea únicamente Saint-Exupery el que pueda captarlos.

Pero sobre el fin del mundo sí me atrevo a decir algo: A mi amiga le contesté, más o menos, que no creo en el fin del mundo, no de esa manera catastrofista, por más que saquemos a relucir lo del Diluvio universal. Lo que sí creo es en el fin de un mundo, de una forma de ver la vida, de un estilo de vivir, de ese mundo empeñado en cargarse el planeta explotando sus recursos, de ese mundo que no duda en esclavizar a niños para darse la gran vida, o hacer de la guerra una industria. En el fin de ese mundo sí creo, y me parece que en el fondo todos creemos.

Basta con que cambiemos nuestro punto de vista, con que tengamos un estilo de vida respetuoso con el planeta, con que los valores que nos inspiren nos lleven hacia “otro” puerto, y ya estaremos en el fin del mundo… o en el comienzo de uno nuevo.

Fútbol y sexo

Ay, qué rápido habéis abierto este blog, ¿eh? Pues ahí va…

Con permiso de mis muy estimados compis Tachen y Cyrano, yo también voy a no hablar de fútbol, sin dejar de hacerlo.

Me resulta realmente curioso que llevemos dos meses de blog y sea la primera vez que uno os seguís al otro y haya ocurrido precisamente con este tema. Y yo me pregunto, ¿seguro que los hombres no tienen un canal especial para el fútbol? Es que hay algo que les une a través de esto, como a nosotras los peliculones con beso al final.

¿Realmente los hombres y las mujeres tenemos características tan definitorias de cada sexo? Muchos se empeñan en decir que es así y, para qué mentir, algunas de ellas me resultan evidentes. Pero ¿por qué yo me empeño en sentirnos iguales?

Posiblemente, la respuesta esté en el nivel de profundidad, como el mar (por cierto, solo yo faltaba por hablar del mar).

Sí, resulta que según vas profundizando en capas de agua, se dejan de apreciar colores, se van perdiendo de uno en uno siguiendo el orden del arco iris, hasta que lo único que se percibe es un negro absoluto, porque ya ni la luz es capaz de llegar a tales profundidades.

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La alegría y las nacionalidades

Con el permiso de Cyrano, quiero escribir hoy «contracorriente». Y como él ha escrito de fútbol, a pesar de decir por dos veces que no lo quería hacer, yo voy a escribir de la alegría de los distintos aficionados.

El tema surgió a raíz de la conversación con un amigo que había reservado con demasiada antelación vuelo y estancia en Alemania para ver el España-Brasil… para el caso en que España hubiera ganado a Francia y que no ocurrió. No aplazó el viaje, ni él ni otros 500 ó 1000 españoles. Y así me contó el comportamiento de los distintos aficionados.

Los brasileños organizaron antes del partido casi un desfile de carnaval con «garotas», tambores, silbatos, etc. Sin embargo, desaparecieron tras la derrota: ¡qué hubiera sido de la alegría canarinha si hubieran ganado!

Los franceses se limitaron a pasearse tras la victoria cantando monódicamente «Allez le bleu».

Pero los 500 españoles fueron la alegría de la noche coreando «campeones, campeones» (?) o alabando a otras estrellas deportivas españolas como Fernando Alonso o Rafa Nadal.

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Entre la euforia y el desánimo

No quisiera hablar de fútbol y de hecho no lo voy a hacer; la derrota de España ante Francia es solo un ejemplo entre esos dos extremos: la euforia y el desánimo. Y aunque hay un camino del medio (que diría el Buda), lo cierto es que estos estados de ánimo se suelen alternar sin solución de continuidad. España se encontraba en la euforia y le tocaba bajar de su desconcertante sueño; Francia, en cambio, venía del desánimo y eso le hizo reconcentrarse para alcanzar su mejor estado de forma, su mejor juego, pero si se descuida y se instala en la euforia, Portugal le dará un buen repaso. Y conste que no estoy hablando de fútbol, simplemente es el mejor ejemplo que, hoy por hoy, puedo encontrar para reflexionar sobre esta alternancia.

¿Y qué viene tras el desánimo? Pues antes de volver a caer (o subir) en la euforia nuevamente, lo que suele suceder es que uno hace un sano ejercicio de autocrítica, y trata de ver qué es aquello en lo que ha fallado. La tendencia emocional es a verlo todo negro, pero esta actitud no puede durar mucho. El propio orgullo y la autoestima nos sacan de este pozo de desaliento, y salimos renovados, con la seguridad que da saber cuál fue nuestro error, y la firme convicción de no volver a caer en él.

Entre estos dos estados de ánimo, y por encima de ellos, está la humildad, la que sabe reconocerse en su justa medida, sin vanidades, conociéndose a sí mismo, sin caer en victimismos inútiles, ni creerse que uno es como Dios sólo porque le hayan salido bien tres cosas seguidas. Hay en la humildad, en la sencillez, una fuerza muy grande. Eso me recuerda una frase que leí hace tiempo sobre la ceremonia del té: “detrás de la sencilla elegancia se esconde un gran poder”. Ese estado “ideal” de humildad no tiene nada que ver con la debilidad o la cobardía, sino con la serenidad.

La propia palabra pronunciada en voz alta inspira esa virtud: s e r e n i d a d.