No quisiera hablar de fútbol y de hecho no lo voy a hacer; la derrota de España ante Francia es solo un ejemplo entre esos dos extremos: la euforia y el desánimo. Y aunque hay un camino del medio (que diría el Buda), lo cierto es que estos estados de ánimo se suelen alternar sin solución de continuidad. España se encontraba en la euforia y le tocaba bajar de su desconcertante sueño; Francia, en cambio, venía del desánimo y eso le hizo reconcentrarse para alcanzar su mejor estado de forma, su mejor juego, pero si se descuida y se instala en la euforia, Portugal le dará un buen repaso. Y conste que no estoy hablando de fútbol, simplemente es el mejor ejemplo que, hoy por hoy, puedo encontrar para reflexionar sobre esta alternancia.
¿Y qué viene tras el desánimo? Pues antes de volver a caer (o subir) en la euforia nuevamente, lo que suele suceder es que uno hace un sano ejercicio de autocrítica, y trata de ver qué es aquello en lo que ha fallado. La tendencia emocional es a verlo todo negro, pero esta actitud no puede durar mucho. El propio orgullo y la autoestima nos sacan de este pozo de desaliento, y salimos renovados, con la seguridad que da saber cuál fue nuestro error, y la firme convicción de no volver a caer en él.
Entre estos dos estados de ánimo, y por encima de ellos, está la humildad, la que sabe reconocerse en su justa medida, sin vanidades, conociéndose a sí mismo, sin caer en victimismos inútiles, ni creerse que uno es como Dios sólo porque le hayan salido bien tres cosas seguidas. Hay en la humildad, en la sencillez, una fuerza muy grande. Eso me recuerda una frase que leí hace tiempo sobre la ceremonia del té: “detrás de la sencilla elegancia se esconde un gran poder”. Ese estado “ideal” de humildad no tiene nada que ver con la debilidad o la cobardía, sino con la serenidad.
La propia palabra pronunciada en voz alta inspira esa virtud: s e r e n i d a d.