El aire del norte desnudó los árboles frondosos del estío. Las hojas secas, otrora vivas, tejieron un manto muerto a los pies del tronco desolado. Las ramas, ausentes de nidos y pájaros, cantan tristes su ausencia, arañan estérilmente el cielo vacío.
El pálpito se cierra sobre sí mismo. La vida se hace mínima, pero suficiente. Solo es el sueño del invierno.
Duerme todo, en el silencio, truncado solo por el soplo del viento sonoro, seco y frío.
Pero un día sonaron fuertes los clarines de la tierra parda. Sonaron los benignos aires del mediodía. Dulces caricias calentaron las duras raíces y las cortezas se fueron haciendo tiernas y fecundas. Poco a poco, y de nuevo, la sangre del planeta movió las entrañas del árbol desnudo.
Y en la melodía del nuevo rayo rompieron los recios troncos. Se abrieron, como en un parto, al aire, a la luz, los verdes brotes, como nace el Fénix de su ceniza, como rompe el huevo acunado en el calor.
Verdes hojas, hojas verdes, vida verde de nueva vida, nueva esperanza de verdor. Teje y teje, como maga hilandera ancestral, verdes togas, hábitos verdes.
Reverdece. El pardo gris y frío se muda en verdes, en manos de vida, cabelleras verdes.
Reverdece… y en nuestros corazones, fríos de invierno, retoñan los brotes olvidados, dando a luz millones de átomos de sol.
Del salón en el ángulo oscuro…
De su dueño tal vez olvidada…
Ha vuelto la primavera.