«Nos han robado nuestro silencio». Guardo en la memoria esta reflexión de un monje budista de la película Kundum al escuchar en su monasterio las consignas de Mao, repitiéndose machaconamente por megafonía.
El otro día salí del cajero después de haber calculado cuidadosamente lo que me hacía falta para llegar a fin de mes. Mientras fijaba la vista en los números de la cartilla, una moto rugió justo a mi lado, sacándome de mis preocupaciones.
La causante del ruido no fue la moto, claro. Fue el ser humano que estaba metido dentro de aquel enorme casco, y del que no puedo decir si era hombre o mujer. Y fue tal el estruendo que armó que la pobre señora que estaba a mi lado casi salta a la calzada como un resorte.
–¡Hay que ver! Estos jóvenes no tienen respeto por nada –decía la buena mujer.
–Sí, señora, sí, qué razón tiene –la consolé.
Guardé la cartilla y enfilé la acera, camino de casa. Me crucé con una mujer que venía hablando sola y haciendo aspavientos con las manos. Pensé: “pues sí que anda mal la gente”.
Al cruzarnos, me di cuenta de que no hablaba sola, porque tenía dos pequeños botones negros que tapaban sus oídos, que seguramente iban unidos a un teléfono, un mp3 o algún otro cachivache camuflado entre la ropa y el pelo (eso no hizo que variara mi veredicto de que la gente está muy mal).
Entré en la estación de tren para cubrir el trayecto que me separaba de casa. La megafonía nos obligaba a escuchar una de esas canciones de moda en las que no descansa la batería.
Volví a pensar en mi cartilla del banco: tanto para la hipoteca, tanto para el anticipo, tanto para la luz…
Al entrar en el vagón, me despedí con alivio del tachín, tachín, y saqué mi libro. Había música de Glenn Miller en el hilo musical, interrumpida cada cinco minutos con el anuncio de las paradas.
Salí a la calle y crucé por el paso de cebra, por delante de un coche aparcado que esperaba con las ventanillas abiertas y su hip hop a todo volumen.
Doblé la esquina intentando resolver mi problema de origen: “¿me da para irme de viaje o no me da?”. La televisión de una cafetería me sacó de mis elucubraciones: “¡Gooooool!”.
Por fin, llegué al paseo marítimo. Vivo en una ciudad donde el mar acompaña en cada paso al viandante.
Me fijé en la gente. De las personas que abarcaba con un golpe de vista, cinco llevaban un móvil pegado en la oreja y vocalizaban ostensiblemente hacia la nada.
Nos han robado nuestro silencio.
En aquel momento, giré la cabeza y vi cómo el agua se movía suavemente golpeando el muro del muelle a mis pies. Quise oír el agua. Y escuché ese tranquilo y melodioso ir y venir que aquieta el ánimo como un bálsamo.
Me apoyé en el tronco del árbol que vigila este tramo de paseo desde hace décadas. Y quise volver a oír. Y escuché las hojas que se mecían con su murmullo confortador.
En el mundo paralelo del bullicio de la ciudad, todo seguía su curso habitual de ruidos y motores. Pero yo había decidido retirarme a ese otro mundo, al de al lado, al que está siempre pero únicamente percibimos cuando lo decidimos así.
El mar no calla. El viento no calla. Afortunadamente. Pero hay que saber silenciar los ruidos de fuera para poder oírlos. Y en este otro mundo no pesan tanto los números de la cartilla.
Sí, nos han robado nuestro silencio. Pero no nos pueden robar nuestra decisión de traspasar por un instante la barrera artificial que nos rodea y hacer un hueco a ese silencio fértil en el que, como decía el filósofo Jorge Ángel Livraga, “ nace la verdad y se crea la expresión”.
Excelence reflexión sobre el silencio. Sobre el silencio que nos han robado… aunque… siempre es nuestro, si nos empeñamos…
Al final te fuiste de viaje, de viaje interior, con solo cruzar esa frontera. Muy bello.
Maravillosa reflexión, dando salida resaltando el mundo que realmente nos importa a nosotros los filósofos. Que incluso buscamos el verdadero ruido del universo.
Decía Confucio que el silencio es el único amigo que jamás traiciona, pero en nuestras ciudades te abandona. Y volver a encontrarlo es difícil, a la gente le asusta dejar de oir la rutina.
El silencio, dulce silencio, aquel espacio, dimensión de la que debemos hacernos, para escapar de este mundo de locura. En donde ya nada tiene sentido. donde todo es trivial, vacío y superficial; de mucha prisa por llegar no se ha donde. ¡acaso a la muerte¡
A este respecto aconsejo la lectura y puesta en práctica de aquella obra maestra de la Literatura Universal «Oda a la Vida Retirada».
Hace Falta Ocultarse:
https://elpais.com/cultura/2018/01/23/babelia/1516722045_424817.html
(Sé que es bastante tarde -ocho años- pero no podía dejar este sitio sin poner este link).