Me he dado cuenta de cuánto se parece el arte de vivir al aprendizaje de la natación.
Vivir es aparentemente un acto trivial. Llegamos a este mundo sin ser conscientes y enseguida comienzan a funcionar nuestros instintos para mantener ese regalo de la vida que nos han dado nuestros padres. Vivir es bien sencillo y todos somos capaces de hacerlo sin siquiera plantearnos cómo hay que hacerlo, cómo hay que vivir.
También la natación, o al menos el mantenerse a flote, no es algo demasiado difícil. En aguas tranquilas, y sin ponerse nervioso, todos seríamos capaces de permanecer en el agua e incluso nadar. De hecho, durante los nueve meses de gestación nos mantenemos en un medio líquido: en pruebas realizadas con bebés de pocos meses se ve cómo con esa edad podemos nadar perfectamente.
Luego la vida hace que olvidemos cómo nadar e incluso tengamos miedo al agua. Necesitamos un nuevo aprendizaje vital para volver a nadar, y así más o menos manejarnos, como hacen la mayoría de los seres humanos con la vida: simplemente mantenerse a flote, a veces avanzar un poco, desplazarse una corta distancia.
Pero nadar realmente bien, como vivir plenamente, requiere un detenido aprendizaje y prestar atención a muchos detalles. No es algo trivial, sino que intervienen muchos pequeños factores que marcan la diferencia.
Este año me planteé aprender a nadar como los competidores olímpicos. Entonces descubrí la gran cantidad de pequeños errores y faltas que tenía que corregir, los cuidados movimientos que debía ejecutar para conseguir un nado fluido, armónico. Como la vida misma. Debemos siempre prestar atención a los pequeños detalles. Hay que evitar las rigideces y comportarse como si estuviéramos siempre luchando. Al contrario, hay que practicar la flexibilidad, deslizarse por la superficie y formar parte del entorno que nos rodea: en definitiva, como decía Bruce Lee, “Be water, my friend”.
Los detalles aparecen en diferentes aspectos que hay que saber armonizar: levantar el codo, estirar las piernas, dejar los tobillos flexibles, rotar el cuerpo, no girar demasiado la cabeza para respirar, lanzar la mano hacia atrás antes del recobro, etc. Y sabiendo que no podemos parar; siempre hay que estar activo, porque si permaneciéramos inmóviles nos ahogaríamos en la vida.
Pero no hay que confundirse, la vida, —la natación— no es una repetición de técnicas o de movimientos cuidados. Es un estilo que debemos integrar dentro de nosotros como algo natural. Lo podemos aprender a base de técnicas, pero es un aprendizaje calculado para que mejoremos y seamos mejores nadadores. Nos entrenamos en las dificultades: nadando con un solo brazo, o solo con las piernas, o respirando cada 3, 4 o 5 brazadas, etc., para luego poder hacerlo fluidamente en circunstancias normales. Con la supervisión de un maestro que continuamente te corrige e indica lo que estamos haciendo mal.
En la natación ocurre como en la vida: cada uno es el que tiene que nadar por sí mismo, nadie más puede hacerlo por ti. Sin embargo, no hay nada como nadar en un equipo, tener las mismas metas, compartir entrenamientos, aprender y motivarse con los compañeros, competir juntos.
¿Y tú?, ¿te animas a nadar la vida con filosofía?
Me ha encantado la comparación entre la vida como medio de llegar a algo y la natación como medio para no ahogarse.
Excelente la analogía que es tan patente que hace que el acto de nadar, si se reflexiona como tu has hecho, sigue los mismos principios, métodos y fines que vivir.
En general, el deporte es algo parecido a la vida misma, requiere los mismos esfuerzos y redunda en los mismos mejoramientos del ser humano.
Enhorabuena.