La leyenda griega cuenta cómo el héroe Teseo entra en el laberinto para enfrentarse al Minotauro, y luego sale de esos interminables pasillos gracias al ovillo de hilo que le entregó Ariadna. Así veo yo muchas veces la vida, como un enorme laberinto por el que nos movemos sin saber muy bien por qué ni hacia dónde. Sin embargo, creo que todos tenemos nuestro hilo de Ariadna, esa pequeña fuente de certidumbres que vamos siguiendo y con la que nos vamos formando, creciendo y moviéndonos dignamente en este universo de encrucijadas y caminos. Pero he podido constatar que cada hilo es diferente, que no se pueden compartir del todo salvo con almas muy afines.
Cuántas veces una frase, que a mí me ha transportado al séptimo cielo de la Sapiencia, ha perdido todo su mágico sentido al intentar leérsela a alguien; o al prestar un libro y luego preguntar qué tal te fue con él, leemos en su mirada que tampoco ha sido para tanto. Eso sucede, sencillamente, porque el proceso interior que cada uno tiene es diferente, el trecho de pensamientos, sentimientos y tomas de conciencia andado no es el mismo. Si bien todos buscaríamos «la misma salida», cada uno lo hace desde un punto concreto del laberinto.
Pero… ¿dónde está el hilo de Ariadna? Esa es “la pregunta del millón”, y una de las posibles respuesta no es, ni mucho menos, mía. La he podido oír en varias clases de filosofía y leer en varios libros antiguos y modernos. El hilo surgiría de una fuerte necesidad por saber, de ese llamado “dolor de la vida”, de lo que mi querido Don Unamuno llama «El sentimiento trágico de la vida», que si bien es durillo de leer, me atrevo a sintetizar en esencia: cuando uno toma conciencia del misterio de la existencia y no lo entiende, pero por pura sinceridad y coherencia interior necesita respuestas hasta el dolor, entonces uno encuentra su dorado y maravilloso hilo de Ariadna.
Ahí duele… ahí duele.