Eran dos personas muy distintas y, sin embargo, se atraían con esa fuerza irresistible de lo diferente.
Al principio fue como el baile previo al gancho demoledor que podemos ver en el boxeo. Rodeándose, se medían, mientras a su alrededor todo eran advertencias:
—¡Ten cuidado! Tiene muy mal carácter.
—Estate atenta, que es muy retorcida.
Y ellas se calibraban en la distancia con tímidos gestos de acercamiento que nunca prosperaban.
Hasta que un día una le llevó a la otra una notita y un regalo. La notita decía: «Creo que tú y yo somos muy diferentes y es posible que nuestra amistad a veces nos hiera, pero imaginemos que somos como un badajo y una campana, a veces nos golpearemos, pero de nuestros encuentros haremos música». La nota iba acompañada de una pequeña campanilla.
Así que se convirtieron en las mejores amigas, incluso en la distancia, pero en torno a ellas, cada tanto se sigue escuchando el rumor de campanas, violento si están discutiendo, solemne si hablan de temas serios, tenue como un cascabeleo cuando se divierten juntas y como un sublime tañido cuando filosofan.