Se fueron todos. De repente, todo se quedó vacío y la otrora gran explanada me pareció ahora enorme y desolada. Solo un polvo fino y un amarillo quemado bajo el sol del mediodía. Y en aquella soledad inmensa sólo estaba yo, pequeño y temeroso, asustado, insignificante. Todos se habían retirado. Estaban a salvo. No era su lucha, no era su asunto. Sentía sus risas, sus miradas irónicas, su pequeño desprecio recubierto de superioridad. ¡Pobre! No sabe que este mundo es así. ¿Qué pensará, que pájaros tendrá en su cabeza? ¿Adónde querrá ir, si no hay dónde ir? Alguien le habrá metido vanas ideas en su alma cándida. En el fondo es un inocente, qué vamos a decir…, es un pobre hombre. Pero le queremos, porque en el fondo es bueno. Solo que esta vida le viene ancha.
Los fantasmas aparecieron. Algunos cabalgando enormes monturas. Otros de negro, con vestiduras horrendas. Caras horribles, manos huesudas, portando pequeños espejos en los que mi figura aparecía diminuta, triste y abatida, ridícula, deforme. Unos reían, otros me hablaban parodiando mis palabras, haciéndolas estúpidas, pretenciosas y vacías.
Yo estaba solo y pequeño frente a ellos, como el pequeño David frente a los filisteos. Mi ejército no estaba. No tenía ejército. Sabía imposible la lucha. Y yo estaba solo, como el nacido, como el loco, como el náufrago, como el indigente. Y un enorme terror se apoderó de mí.
Pensé muchas cosas. Pero ninguna era ya posible. No había sitio ya para mí. En un momento de claridad, entendí. Aquella era mi guerra. Y no importaba a nadie. Solo era mi trance, mi precipicio, mi naufragio. Mis enemigos eran sólo míos y los fantasmas vivían en mi casa, sólo en mi casa.