Había una vez un sol al que le costaba muuuucho levantarse por las mañanas. Empezaba a amanecer casi sin ganas, muy despacio y, algunos días, hasta se volvía a acostar, dejando totalmente despistados a los habitantes del borde del mundo. Luego, al rato, volvía a sacar una pierna gaseosa de luz brillante y decidía, finalmente, levantarse del todo y dar una vuelta alrededor del mundo de la tierra, de todo el mundo de la tierra, para que fuese de día en cada uno de sus puntos y todo pudiese funcionar.
El sol sabía que si él no salía tendría muchas quejas en forma de súplicas, rezos, maldiciones y todas esas cosas que lanzaban las personas de todos los puebles cuando no todo iba justo como querían. Era consciente de que si algún día se quedaba en la cama, como muchas veces le apetecía, nada funcionaría. Todo dependía de él, en realidad, absolutamente todo. Muchos días eso era lo que le hacía seguir adelante, aunque a veces, estando él solo con sus pensamientos, se daba cuenta de que ser tan importante le cansaba un poco.
Un día el sol se puso malito. No estaba seguro de si le dolía la cabeza o el alma, pero tenía muy alta la temperatura. Intentó un par de veces amanecer, pero al final le venció la desidia y se quedó todo el día en la cama. No quería ni imaginar lo que ocurriría. Algo horrible, seguro, pero él, aun así, no quería salir.
Sin darse cuenta se quedó dormido porque, en realidad, estaba muy cansado de llevar una vida tan rutinaria y, aunque llena de responsabilidades, poco elegida, y a las horas despertó. Su primera idea era bonita, todavía con un pie en el sueño, pero pronto recordó que hoy no había hecho lo que debía y le entró una intranquilidad terrible.
Abrió un ojo y no pudo ni creerse lo que vio: en algunos lugares de la tierra ¡¡¡era de día!!!
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