La inteligencia

Leía hoy un artículo de José Antonio Marina, un prestigioso filósofo español, profesor, escritor y sobre todo, alguien que aprecia la vida.

Las respuestas a las preguntas que le planteaban eran dignas de reflexión todas ellas. Sin embargo, la que más me ha llamado la atención ha sido una referida a la inteligencia.
Sobre este tema, el filósofo ha respondido que no es, como se piensa, una herramienta para alcanzar contenidos innumerables, sino para aprender a vivir y ser coherentes con toda la capacidad humana que llevamos dentro. Es una guía por la que manejamos la realidad existente para saber vivir.

Estas no son sus palabras exactas, pero sí la idea que me han transmitido. Decía que el hombre no es bueno por naturaleza, ni malo, y que su camino está en aprender a ser inteligente y bueno; ese es el logro que debe conseguir.

Entresaqué también de sus palabras la respuesta a una idea que ha rondado en varias ocasiones por este blog: ¿por qué la gente no es feliz?

Su propuesta es que tenemos más que nunca, pero deseamos más que nunca, por lo que la diferencia entre lo esperado y la realidad es enorme y nos convierte en insatisfechos. Ello es debido a que ya no deseamos lo que realmente necesitamos. Lo necesario estaría en el campo de lo limitado: comida, abrigo, afecto… y ser.

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Sólo quería…

Sólo quería recordar cosas que he ido aprendiendo con el tiempo.

Quería recordar que la vida es cíclica. La Vida Una y la vida cotidiana, lo que aprendemos no suele ser de una sola vez, sino a pequeñas gotas, en graduales golpes de luz.

Por eso, cuando un día consigas algo que nunca habías logrado, algún modo de ver la vida, algún paso en el libro de la sabiduría, no te apenes porque fue solo ese día, y a los siguientes pareces de nuevo embarrado en lo mundano. Mejor, recuerda que lo que ha ocurrido es que has conocido un nuevo camino por el que acabas de dar tan solo el primer paso. Pero los siguientes vendrán detrás, uno tras otro.

A vivir no se aprende de un golpe, ni a conducir, ni a hablar francés, todo requiere una lección tras otra hasta alcanzar cierto nivel de comodidad en la materia.

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Quién soy…

Hace unos días me escribió un chico algo perdido, en relación con un artículo que publiqué hace unos años. El tema era la sobredotación intelectual, pero eso no es lo importante.

Se trataba de una persona joven, veintitantos, de otro país de habla hispana, ingeniero, con algún blog abierto… y que no sabía quién era. Se buscaba a sí mismo entre las páginas de internet, intentando encontrar información que le diese una respuesta sobre sí mismo.

Sus síntomas, para buscar nombre a su problema y así poder solucionarlo, eran los siguientes:

– Siento que el mundo es cuadrado y yo soy redondo.

– Me intereso por temas de índole trascendental.

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Sinceridad y sincericidio

Leía una estupenda revista de psicología editada por Jorge Bucay, cuando, aparte de un montón de acertadas palabras, me encontré un artículo que hablaba de hasta dónde debemos ser sinceros.

Uno, en ocasiones, se congratula de ser altamente sincero, de decir siempre lo que piensa y lo que siente. Sin embargo, no hay que olvidar a los demás. Nosotros nos sentimos muy bien cuando decimos lo que pensamos, pero ¿cómo afecta eso a quien lo escucha, sobre todo si estamos hablando de él, o de personas cercanas a él?

De ahí el término sincericidio, o verdades que matan, o aún más correcto, sinceros que matan. ¿Dónde está el límite de la verdad dicha? Desde mi punto de vista, donde vaya a hacer más daño que favor al ajeno. Donde nuestro ego no sea el que está dirigiendo por delante de nuestra consideración. ¿Es realmente necesario decir todo lo que nos parece mal? ¿Significa que nos parezca mal que realmente está mal?
Es posible que una mente más tolerante vea menos errores a su alrededor. Debate abierto…

En cualquier caso, hay algo muy claro: a quien uno no debería nunca mentir es a sí mismo. Este es un campo muy peligroso, muy escurridizo. En ocasiones nos engañamos a nosotros mismos con tremendas excusas que ya creemos ciertas.

Como dice una vieja frase:

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Arco iris

Esta mañana Madrid se ha levantado con una sorpresa sobre las cabezas de sus habitantes. Por si no hubiese sido poco la nevada de hace unos días, que nos dejó tan sorprendidos como encantados, y que mantuvo la capital en blanco durante una semana, ramas de los árboles, caminos (que los hay), parques, patios de colegio, piscinas y tejados blancos. Jamás había visto tanto muñeco de nieve por metro cuadrado, ni familias invadiendo los parques a los que no se les acababa la nieve por más guerras de risa y bolas que se echaran. Todos eran felices, lo decían sus caras. La Navidad, con algo de retraso, había llegado hasta su interior; la de verdad, y nadie podía evitarlo.

Hoy, la meteorología, que es como todos los grandes emperadores: dura y asesina si lo quiere, mágica y sugerente si nos muestra su gran lado, el más común y generoso, nos ha vuelto a sorprender a todos los gatos, los de todas las razas.

Sonámbulos al volante, mientras atravesábamos la M-40, (la gran autopista de circunvalación), o cualquier otra, todos dirigiéndonos hacia el norte, como en todas partes del mundo ocurre por la mañana, un enorrrrrrrrrrrrrrrme arco iris mostraba absolutamente todos sus colores con gran nitidez, cruzando la ciudad de lado a lado.

Eso tampoco ocurre nunca aquí, como tampoco tener una semana de nieve. Costaba estar atento a la carretera, todos mirábamos hacia arriba, perplejos y encantados. De nuevo la sonrisa era el bien común en el rostro de Madrid. Una sonrisa por haber sido tocados con algo que no es habitual para nosotros. Tenemos teatros, musicales, grandes fiestas, museos, restaurantes, rastro, mil bares de todos los colores. Pero no nos visita el arco iris, no en la capital. Nos visitan los gobernantes de otros países, pero no la nieve, más que de paso. Estamos rodeados de ejecutivos y empresarios, y somos también hippies, pijos o currantes, pero no solemos jugar juntos, todos al mismo son.

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Sin dinero

Os propongo una página web. Se llama SIN DINERO

www.sindinero.org

y os propongo una idea, o más bien os la recuerdo: se puede vivir sin dinero. Ya, ya, todos estamos pelaos, pero no es eso. Es más allá de eso, que más pelados están en el sur del sur, ¿verdad?

Os recuerdo, me recuerdo, que los regalos se pueden hacer sin dinero o con muy poco, que para ir de viaje prefiero la casa de un amigo que además es el mejor guía del mundo, ya que entre museo y museo, me va contando su vida y aconsejando a la mía. Que para vestir prefiero el rastro, que es más original y además cada tendero tiene una historia llena de sueños. Que para amueblar, la restauración hace que cada pieza tenga un trozo de mi tiempo, mi creatividad y mis cuidados, para celebrar las tartas caseras y para jugar la cuerda y la madera.

El dinero nos lo pone fácil pero nos aleja de nosotros y de los demás… A ver si lo recuerdo, a ver si lo hago mío.

Cosas importantes

Hay días que uno no sabe qué escribir. Será que todo está resuelto, o que en realidad estamos en plena trama humana, luchando por dentro con cosas que nos absorben.

El hombre está siempre enredado en pensamientos y emociones que le llevan: tengo que hacer todo esto, qué bien lo pasé ayer, uf, llego tarde al médico, qué cansado estoy, qué borde el compañero de trabajo, la amo, la amo… Son de todo tipo y densidad.

Todo lo que hacemos es tan importante… Quizás yo hoy no escriba por eso, porque tengo tannnnnto que hacer, tanto que resolver… Pero ¿seguro que todo eso es lo que importa? A veces tengo la sensación de que es justo lo que me aparta de la realidad.

Un día de estos, me voy a dedicar a levantarme siendo consciente de lo perfecto que es mi cuerpito, formas y gustos aparte. Después, cuando me vista, recordaré por qué elegí esa prenda, lo que disfruté comprándola, que está hecha, en parte, de alguna planta como el algodón, que unas manos la hicieron, o que una cabecita la ideó. Hay personas detrás de ella. Cada uno de los que me acompañan en el metro también lo son y apenas me doy cuenta de toda su presencia y realidad.

Haré mi trabajo siendo consciente de que estoy creando algo, de que es importante para otros. Lo haré bien por ello. Pasearé para volver a casa mirando al cielo y miraré más arriba y más arriba. Recordaré lo que hay más allá de la atmósfera, su grandeza e inmensidad e intentaré sentirme parte de ello, porque en realidad seguro que lo soy. Creo que esta será una de las cosas más importantes que haré hoy: recordar quién soy. Luego veré a mis hijos e intentaré enseñarles a distinguir las cosas importantes de las que no lo son. Sonreiré por la calle, intentaré perdonar a alguien hoy, alguien que sigue enredado en sus “mil cosas importantes” y, por ello, no se ha dado cuenta de que me pisó, bien el pie, bien la moral. Hablaré claro si realmente merece la pena hablar, seré sincera…

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Bebé inquietud

Como recomendabas, Tachen, he leído a Ángela y me ha gustado mucho. Y, con tu permiso, comienzo un nuevo post de este tema que nace del tuyo, y me parece lo bastante destacable:

«La inquietud es el alimento del cerebro», o puede que del alma, como decías tú en el comentario que has dejado a Ángela.

Pero…¿de dónde sale la inquietud? Esa es la pregunta del filósofo, te contaba.

Lo realmente difícil (para algunos o a veces) es conseguir inquietud por la vida. De dónde la sacamos, de dónde nace, cuál es su manantial, el árbol que la tiene como fruto, el animal que la pare… ¿cómo comprar inquietud, cómo transmitirla?

Esa es la gran cuestión, ¿o es que si no estuviéramos todos inquietos por la vida no iríamos sonriendo por la calle y hablando un mismo idioma, exentos de conflictos y preocupaciones?

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Necia seguridad

Ayer contemplé, absorta, cómo un hermano le gritaba a otro (ambos, personas adultas de más de 40) en un tono descomunal una sucesión de insultos que comenzaban por la frase: «pero quién crees tú que eres…» o «pero qué te has creído tú…» y siempre terminaban o intercalaban una ofensa para su receptor.

Lo que me dejó perpleja fue cómo el hermano insultado escuchaba en silencio y mirando de frente. La primera vez que abrió la boca fue para decir, lleno de serenidad: «si no dejas de gritar no podrás saber qué ocurrió».

El hermano que gritaba era el pequeño; el que recibía el sermón, el mayor. La sensación que me transmitió esta situación es que la edad sí es un rango, al menos en este caso.

El tema era un malentendido basado en falta de información, algo solucionable con una conversación. Sin embargo, el joven no preguntó, juzgó y culpó por las buenas, sin saber qué había ocurrido. Y castigó, con gritos, insultos. El hermano mayor, sin embargo, calló, escuchó, cuando le dejaron explicó con las palabras justas y el tono adecuado (todo había sido un error, nadie era culpable).

Sin embargo, algo había cambiado. Ahora, el hermano pequeño era mucho más pequeño, a ojos del mayor. Esa seguridad que había mostrado gritando e insultando sin preguntar, lo que en realidad mostró fue inmadurez y necedad.

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Todos somos especiales

Me ha escrito una señora muy preocupada por su hijo de dos años y medio. Es un niño que no juega con nadie. La única vez que ha jugado con otro niño fue con uno discapcitado al que le entregó todos sus juguetes y hasta su botella de agua.

Este niño sufre un exceso de empatía, ya que llora cuando lo hacen los demás y entiende, desde su corta edad pero gran sensibilidad, que hay otros que precisan más que él, pero son perfectamente válidos para jugar.

Lo que la estupenda madre de este niño desea saber es si hay un motivo que lo haga diferente, ya sea por exceso o defecto, una etiqueta que justifique su conducta y le dé sentido. Quiere saber si su hijo es normal.

En realidad, todos somos normales y todos diferentes. Todos, seres humanos que pelean con la vida desde unas situaciones concretas que han ayudado a definirnos. Su hijo es normal, gran madre preocupada que hace todo lo que puede. Su hijo es tímido, su hijo es sensible y habrá que enseñarle a protegerse para que eso no sea peligroso para él. Pero no por cómo es él, capaz de darlo todo a los demás, sino por cómo son los demás, cada uno de su padre y de su madre y no todos capaces de empatizar tanto con los ajenos.

Todos normales y todos especiales, todos válidos por igual, todos mejorables, por supuesto, y para eso estamos cada uno, para autoconstruirnos hacia lo más grande que podamos llegar a ser.

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