Hijos, ¿de quién?

A pesar de que mi naturaleza e instinto han luchado siempre por formar una familia, se genera, observando el mundo, la duda: ¿tiene sentido tener hijos?

Por supervivencia de la especie parece que no resulta muy necesario, pues ya sobramos unos cuantos millones en el planeta.

Por supervivencia de unos valores a transmitir… ¿cuáles?, ¿los de qué cultura? Si aún no nos hemos puesto de acuerdo en cosas tan elementales como si los derechos humanos deben cumplirse o no. Resulta que los mismos que los firman se dan la vuelta y los incumplen en honor al dios dólar.

Todo es físico, químico, molecular, astronómico, nada depende de nosotros, ¿para qué ese empeño en permanecer si las grandes fuerzas de la Naturaleza y el universo marcan lo que ocurre?

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El trabajo

El trabajo es una de esas palabras que adquiere un significado diferente según sea su «apellido». Así como la amistad, las circunstancias o la lluvia pueden transmitir lo mismo a cualquier ser humano, el trabajo toma connotaciones muy diferentes, que van desde la esclavitud al ocio, según donde coloquemos nuestro índice sobre el globo. Y aun en la superficie que tapa nuestra yema habrá desigualdades indignantes.

En realidad, el trabajo en sí mismo es un concepto relativamente moderno que implica que nuestros esfuerzos por sobrevivir tienen un horario concreto. Si cada uno de nosotros siguiera cazando o sembrando en grupo, no existiría el concepto de trabajo, sino el de subsistencia, algo que aún se da en algunas partes del mundo y posiblemente no deberíamos olvidar como punto de origen, como sentido. Los ratos que pasamos en casa cuidando de los nuestros y laboreando sin tregua son los que más se acercan a este sentido lógico y original de lo que hoy llamamos trabajo.

Al fin y al cabo cada uno de nuestros días tenemos que comer y necesitamos un trozo de yeso sobre la cabeza. Seamos inteligentes y soliviantemos nuestras necesidades cuanto antes, y dediquémonos tranquilos el resto de nuestro tiempo a lo que nos parezca más importante. Que la apatía, el idealismo excesivo, la falta de visión no nos hagan, al tiempo, esclavos de nuestras circunstancias, incapaces de tomar decisiones por haber olvidado una parte de nosotros: que somos de carne y hueso.

También es evidente que tenemos preferencias claras, tipos de actividades que disfrutamos más. Para unos es la educación, para otros la investigación, el periodismo, la cocina, el cuidado de los demás…

Empleemos el tiempo suficiente buscando nuestras inclinaciones más satisfactorias y desde ahí tomemos decisiones que, incluso en esto, nos acerquen a nosotros mismos, siempre que nos sea posible.

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La Naturaleza

Sentada en este lugar que habito cada mañana, me descentra y a la vez concentra hoy la lluvia. En ella encuentro, como en cualquier parte de la Naturaleza, muchas similitudes conmigo y contigo. Todo es vehementemente susceptible de contarnos cosas importantes.

Puedo contemplar la rutina en la asiduidad de su presencia, y a la vez todo tipo de ritmos internos si me paro a seguir el paso discontinuo de unas u otras gotas, de cada uno de nosotros.

Forman entre todas un hermoso conjunto al que concebimos todos así, como un todo; la lluvia. Ese gran Uno, compuesto por millones de unos. Y si lo vemos tan claro en cada día de lluvia, ¿cómo nos cuesta tanto entendernos como a Uno solo, aunque cada uno lleve su propio ritmo?

La lluvia nos muestra su capacidad con infinitas formas de expresión, cada una de ellas evocadora. Se presenta clara y fresca o tormentosa y gris, aliviante en verano o asesina si lo desea, como nosotros con lo que nos rodea. Es una fuerza de la Naturaleza, lo cual ya debería decirnos suficiente.

Aún más me cuenta esta hermana húmeda cuando atrapa mi vista una de esas gotas de lluvia que cuelgan de la barandilla boca abajo. ¡Qué serenidad! Esperan pacientes a caer al suelo, y desde ahí correr con muchas otras en forma de riadilla, calle abajo. ¿Por qué nosotros no somos capaces de estar serenos ante el suelo contra el que chocaremos irremediablemente, para correr junto a muchos más tomando una forma distinta? Sea río, sea nube.

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Las circunstancias

Mira que son como una plaga o más bien como la arcilla. Quiero decir, que uno se empeña en mirar la vida con ojos profundos y serenos, y ahí están las circunstancias para poner gravilla o césped en el suelo a nuestro paso.

Son incesantes los pequeños acontecimientos, cambios de planes, personas cómodas o incómodas que se van cruzando con nosotros o, más bien, que conforman la materia con la cual se engendra nuestra vida, momento a momento; arcilla, decía. Bien que el alfarero seamos nosotros, nuestro interior en sus múltiples facetas, bien que sus manos sean nuestro carácter, pero con lo que trabajamos es con las circunstancias, es nuestro caldo de cultivo.

Y habrá quien piense que nosotros somos la arcilla y las circunstancias son las manos que nos moldean; hasta hace no mucho yo misma pensaba así. Sin embargo, comprobé que quien deja que los hechos le den forma, al ser estos tan cambiantes, se encuentra a su merced. Mas si son las manos del carácter lo que pulimos, las de la consciencia, las de la inteligencia práctica (que para mí es la que va más allá de los razonamientos y usamos básicamente para ser más felices), si son ellas las que dirigen y deciden ante cada situación, podremos sacar de cada trozo de arcilla (o circunstancia) una bella pieza.

Ya se trate de los pequeños acontecimientos que nos ocurren como de los grandes, de los que apenas arañan como de los que marcan con ganas, todos ellos necesarios, me resulta importante que estos compañeros de camino o camino en sí, no me afecten demasiado, que lleguen a mí en la justa medida en la que pueda aprender algo de ellos, o en aquella en que puedan fortalecerme y hacerme disfrutar de lo que tengo “entre manos”. Lo que deseo recordar sobre la arcilla, circunstancia, persona o evento, es que puedo elegir entre enfadarme o comprender, entre gritar o explicar, exigir o merecer, estar o Ser, renegar o confiar, incluso ser sumiso o ser seguro, olvidarme o recordar quién soy, ser grosera o ser amable, en definitiva, dejarme caer o mover las alas.

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¿Por qué lo hacemos?

En congruencia con el festejo del blog número 100 y quedando pendiente hablar de la mujer a cuento de Hipatia, para otro día, quisiera recordar, en nombre de todos los que hacemos este blog, por qué comenzamos, por qué nos motiva tanto. Siempre es bueno tener presente lo que nos mueve, repeinarlo y relucirlo, precisamente para que la libertad se dé, para que las grandes inquietudes no se conviertan al paso del tiempo en un porque sí. Desde luego ese no es nuestro caso, no dejan de surgir nuevas ideas y ganas de muchas posibilidades que en ocasiones dejamos «en espera» por cuestiones de tiempo o de logística.

A los blogueros acropolitanos nos gusta lo que hacemos y, sobre todo, nos gusta hacerlo así, exactamente de este modo. Cabe la posibilidad de que los de la escuela más pura se crean que lo nuestro no es filosofía, que hacemos poco hincapié en los filósofos que durante toda la vida han dejado su huella, que no parecemos doctos. Pero lo cierto es que lo hacemos aposta.

Ya otros se han ocupado de escribir libros, de ser magnánimes con sus frases. Nuestro propósito es otro perfectamente compatible con los «grandes» filósofos de los que todos bebemos. Nuestro propósito es hacer llegar la filosofía, precisamente, a quien no conoce esas teorías, a quien se asusta de ellas no por lo que dicen, si no por lo elocuentes, por su «brillantina». Y, por otra parte, compartir la práctica de la filosofía bien vivida, más que hablada, más que resabida con todos aquellos que conocen y admiten todas sus dimensiones como ser humano.

Estamos convencidos de que todo hombre es un filósofo aunque no muchos sean conscientes de ello. Nuestro sueño es que la filosofía salga a la calle y llene los bares, los atascos, los partidos de fútbol, los hogares, porque, realmente, ¿qué no es filosofía?

Pretendemos, deseamos, soñamos hacer de la filosofía algo cotidiano y para ello la traducimos de los «grandes» a los «muchos» y la inducimos de nuestro día a día para ellos.

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Los amigos

Cuando escribo en esta sección, lo hago pensando en mis hijos, a los que querría transmitirles de lo que yo sé sobre un tema concreto, de lo que tan trabajosamente he ido aprendiendo. A esos chiquillos listos pero jóvenes les diría:

No busquéis a los amigos, ellos aparecerán solos. En una especie de enamoramiento paulatino vas conociendo a alguien con quien te gusta pasar el tiempo, con quien te entiendes hasta por gestos y disfrutas hasta de la dialéctica. Pocas veces te sentirás tan abrigado como con un amigo al que tu corazón acaba llamando hermano.

Los amigos son esos extraños seres que capotean cuando menos te lo esperas ante un jefe o una madre, que provocan por despiste voluntario un encuentro con esa chica que te gusta, que encuentran el disco que andabas buscando, son esos pseudoduendes con capacidad para adivinar lo que piensas y adelantarse a ello, se saben toda tu vida y te la recuerdan de vez en cuando, tanto para mondarte de aquellos ratos irrepetibles como para que no olvides todo lo que vales.

Todo esto es algo que puede ir siendo modificado por las circunstancias, cambios de domicilio, de cole, de trabajo, novios o todo a la vez. Son las pruebas que a toda relación pone la vida. Pásalas, pitufo, merece la pena no tener mala memoria, no ser perezoso, seguir sabiendo qué le pasa a tu gente, porque así lo sientes realmente y también, porque como los primeros amigos hay pocos. Los que provienen de la inocencia y de las grandes experiencias, los que te conocen desde siempre, no desde que usas corbata, los que te han visto sobrio y ebrio, alto y bajito, suspender y ganar el partido, esos, te quieren por quien eres, jamás por lo que eres o les puedes aportar. Los grandes amigos no aparecen solo en la juventud o la infancia, pero sí es necesario para calificarlos como tales que hayan pasado contigo todo lo que dice la frase anterior, impertérritos, tranquilos, cerca.

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Lo cotidiano

La intención de este blog es hablar de filosofía desde la cotidianidad. Encontrar en ese cada día un modo muy chulo de mirar la vida, con alegría, con manejo, dándole tranquilas vueltas a algo que nos importa mucho: todo lo que existe, todo lo que somos.

La sección «Buscando a Sofía» ha pretendido acercar esta materia a la gente más ajena a ella, paso a paso, poco a poco, con explicaciones básicas y sencillas primero, y después con narraciones cortas que mostraban la importancia de cada ser para sí mismo, que intentaban que cada uno se mirase y conociera un poco más.

Ahora, y recordando que en lo cotidiano es donde vivimos, toca, ¿por qué no?, pasar por las cosas que realmente dan forma a nuestro día (el fondo ya lo ponemos cada uno de nosotros). Son aquello que nos importa, que nos llena el tiempo, la cabeza y las emociones, somos nosotros al fin y al cabo. Me refiero a nuestro trabajo, familia, hijos, amigos, pareja, el preciado ocio…, de todo ello tratarán los próximos blog de Buscando a Sofía pero, prometido, desde dentro y desde el suelo, más propios que ajenos.

Veo que este es un mensaje más informativo que profundo; bueno, ha de haber de todo, pero es un mensaje que sueña con regalar momentos-bufanda. Esa sensación de acurrucarte en el orejero con una llamada tan cercana que olvidas el paso del tiempo, o de escuchar llover desde el portátil o la cazuela, mientras piensas: “esto pide una galleta de chocolate”, de tener a un pitufo de dos años (humano, felino, canino…) durmiendo sobre ti mientras termina la peli del viernes por la noche; eso es un momento bufanda, el que te transmite esa misma sensación que la susodicha mientras paseas en invierno.

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Si no somos libres, ¿para qué somos?

Supongo que uno debería comenzar por plantearse qué es ser libre. Según Fernando Sabater, es precisamente esta la capacidad que nos distingue de los animales y no el lenguaje o el pensamiento.

Los humanos no actuamos por instinto, o no deberíamos hacerlo, puesto que ello sería no utilizar la mayor herramienta que se ha puesto a nuestro alcance.

Ser libre es poder elegir cada cosa de nuestra vida, imponderables aparte, aunque sí que podemos escoger qué hacemos con esos imponderables.

Lo que ocurre es que para ejecutar esa libertad necesitamos otras prerrogativas a cumplir. Por ejemplo y en primer lugar, sería necesario ser conscientes de que podemos elegir, en todos los momentos, en todos los ámbitos.
Por otra parte, es necesario tener valor para elegir, pues si aunque pongan a nuestro alcance bañarnos en el mar, montar en avión o ser cirujanos, no nos atrevemos, podremos aplicar en mucha menor medida esa libertad.
Y en tercer lugar, y seguro que no en último, es necesario responsabilizarse de lo que supone cada elección, estar dispuesto a asumirlo, que no es lo mismo que ser valiente. Uno puede tener narices pero poca cabeza, o mucha cabeza y ni una gota de valor.

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Las palabras

Un viejo amigo y yo, ambos compañeros en este blog, nos propusimos ser capaces de expresar lo que para nosotros significan, respectivamente, el silencio y las palabras. Lo pensamos así, debido a que a él le encanta lo primero y a mí lo segundo, sin que eso signifique que no sepamos apreciar o disfrutar el otro lado de esta dualidad. Ambos valoramos sobremanera tanto la vida interior como la literatura y ambas hemos compartido rato tras rato.

Pues bien, heme aquí defendiendo a mis amigas las palabras, esas de que tanto uso doy en papel, en onda, en pensamientos, en ideas…

Las palabras son, o así las siento, un recipiente. En realidad, son la herramienta que nos permite expresar y a veces perdurar, transmitir. Lo veo así, porque noto que la misma palabra dicha por distintas personas no dice lo mismo. Incluso esa misma palabra dicha por la misma persona en momentos distintos, con intenciones distintas, no dice lo mismo, y es así desde un «tonto» a un «bonita», ambos capaces de transmitir tanto cariño como desprecio.

Y, por otro lado, veo que alguien que no habla tu idioma y a quien no entiendes por tanto, es capaz con las palabras de hacerte llegar una idea. Ha volcado sobre ti el contenido de ese recipiente.

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Retirarse

A días, uno siente que debe retirarse. No dejar de luchar, no rendirse, no es eso.

Retirarse de dejar en el suelo la espada y quitarse la armadura. Vestir únicamente el traje de monje que llevamos siempre debajo o quizás dentro, nuestra más profunda piel… y andar hacia un horizonte lo más árido posible.

La aridez es requerida para que ni la belleza de las plantas ni el canto de los pájaros nos despisten de nuestro objetivo, y no porque no sepamos apreciar todo ello.

La aridez nos es compañera, la mejor, pues no nos pide, no nos llama, no nos critica ni reclama. Nos acepta, es, está, acompaña.

Y desde ahí, desde la nada más posible que encontremos, que sea oscura, que sea limpia, que sea nuestra. Desde ahí, a días, debemos replegarnos hacia dentro y encontrar la soledad más grande del mundo, el silencio más grande del mundo y con ellos, rebuscarnos a nosotros mismos. Y ese re- es a propósito, pues sabemos quién somos y dónde estamos.

Alimento para el alma, es como yo lo llamo y, a días, mi alma pide quietud, pide descanso, pide soledad que no lo es, silencio que habla.