¿Qué tienen en común el estrangulador de Boston y la higuera estranguladora? El apellido, evidentemente, pero también su forma de actuar. Por supuesto, la higuera con más estilo, ya que actúa delante de nuestros ojos y no nos damos cuenta. Y, además, no deja huellas. Hay plantas que tienen costumbres tan poco recomendables como las de los humanos.
En los bosques tropicales, los árboles tienen hojas todo el año y la competencia por la luz hace que se forme un tupido techo vegetal en la cima, que apenas deja pasar la claridad hasta el suelo. Quien quiera luz ha de ir a buscarla. Aunque las posibilidades de una higuera parezcan escasas, la muy cuca puede llegar arriba como semilla a través de un ave que la haya ingerido y la deposite en un punto favorable de un tronco en el que se haya acumulado suficiente materia orgánica.
En ese caso, puede germinar y comenzar a crecer muy lentamente. Poco a poco, desarrolla un grupo de raíces que van abrazando a su anfitrión, y otro grupo de raíces, aparentemente inofensivas, que van descolgándose sigilosamente y sin prisa en el aire hasta que, con el tiempo, llegan al suelo. Entonces la planta, ya bien alimentada, acelera su desarrollo, y las raíces que envuelven el tronco principal engordan y forman un enrejado. La suerte de su casero está echada.
Pasan los años y las raíces que abrazan todo el tronco engordan más y más, asfixiando a su víctima y robándole todo el alimento. Finalmente, el árbol anfitrión muere y su tronco se pudre y desaparece, pero la higuera no se cae. Sus raíces ya han formado un cilindro hueco donde antes hubo un tronco vivo, capaz de mantenerse en pie por sí mismo. Como en las buenas historias de crímenes, el asesino se ha deshecho de su víctima sin dejar rastro.
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