
La vi en una parada de autobús del Barrio Pesquero santanderino, sobre una marquesina como otras muchas. Allí estaba. Fresca, lozana, verde, vertical. Como el enhiesto surtidor de sombra y sueño al que cantara Gerardo Diego. Sí, aquel era un ciprés de gran altura y esta es una plantita pequeña. Pero ¿qué es el tamaño sino un engaño de los sentidos?
Para cualquier liliputiense común, mi plantita bastaría para aliviar el efecto del sol del verano sobre su cabeza o para sentir la verdeante energía de su tallo ascendente si hubiera de sentarse a su sombra a merendar.
En medio de un material seco, estéril y artificial, nada hacía sospechar que un brote fresco y brillante pudiera nacer con vocación de cielo. Lo mismo que una saeta de esperanza dirigida hacia las estrellas, tal como dejó dicho el poeta.
Mi plantita también es un mástil de soledad, un prodigio isleño, como bien adivinó don Gerardo. Pero este mástil, a diferencia del que fue objeto de su inspiración, solo se ve al levantar la mirada, porque no está a ras de suelo, sino por encima del nivel de la vista, discretamente distante para salvaguardar su misión de crecer.
Y prodigio, sí. Porque ¿cómo ha llegado hasta allí? ¿Qué maravilloso viaje le organizó Madre Naturaleza para llegar a su destino? ¿Cuántas peripecias soportadas, cuántas dificultades superadas hasta convertirse en el pequeño oasis de una zona deshabitada?