El arquero y la Luna

A veces utilizamos la palabra utopía con fines arrojadizos y maldicientes, para decir que algo es imposible o “utópico”, y tal persona está mal de la cabeza y que todo cuanto dice y piensa solo son “utopías”. Y digo yo: ¿qué sería del mundo sin las utopías?, pues por más que etimológicamente nos digan que la palabra viene del griego y designa lugares que no existen, y por más que el diccionario de la R.A.E . nos lo defina como: “Plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación”, lo cierto es que sin las utopías la humanidad no avanzaría ni en lo científico ni en lo social, y no tendríamos aviones que desafían a la gravedad, ni las mujeres tendrían derecho a votar en las democracias con la misma igualdad que el hombre, por ejemplo.

Sin embargo, la R.A.E. (Real Academia Española) tiene en su definición una esperanza, pues habla de algo que “parece irrealizable en el momento de su formulación”; no dice que sea inexistente ni imposible, por lo que estamos de enhorabuena todos aquellos que soñamos con un mundo mejor, un mundo de gente generosa más preocupada por el “ser” que por el “tener”, por el “crecer” que por el “aparentar” y con eso lo digo todo.

Si tú, lector, eres del club de los locos utópicos, no olvides nunca esta vieja fábula (quizá sea zen, no lo recuerdo bien) que cuenta cómo, hace ya mucho tiempo, un arquero se propuso cazar la luna con sus flechas. Para ello dedicó mucho tiempo a entrenarse duramente, probó cientos de arcos diferentes quedándose con los mejores, y día tras día lanzaba sus saetas contra el luminoso astro que, divertido, lo miraba desde lo alto. Pasaron los años y el cazador seguía sin conseguir su presa… y sin embargo, se convirtió en el mejor arquero del mundo.

Consuelo espiritual

Iba yo en mi moto por el centro de la ciudad, concentrado en hacer mis cosas, me paro en un semáforo y veo, por la acera de la derecha, una venerable abuelita enjuta y elegantemente arreglada que hablaba sola y con gestos de dolor. Me pregunté qué le pasaría; la gente de alrededor no parecía percatarse, pero no le di mayor importancia. Entonces sentí como un pinchazo en el corazón y un pensamiento surgió en mi cabeza: ¿por qué no la ayudas? Y la respuesta no se hizo esperar: seguro que no es nada y se me hará tarde para hacer mis gestiones. Sin más, miré al frente durante unos momentos y luego giré la cabeza. La abuelita ahora caminaba en sentido contrario desandando lo andado y con la misma expresión de dolor en su rostro. No pude más y con un gesto rápido aparqué la moto en la acera. Me acerqué a ella con cuidado, la cogí del brazo con delicadeza y le pregunté: ¿le pasa algo, señora, puedo ayudarla, se ha perdido? A lo que me contestó con voz débil y temblorosa: es que en la iglesia creo que he colocado mal las cosas, las flores, no me acuerdo, creo que lo he hecho mal… Respiré hondo diciéndome por mis adentros: ¿será posible? ¡Lo que necesita es un poco de consuelo espiritual!

Miré a la venerable señora dejando escapar mi más tierna sonrisa y le dije que no se preocupara, que Dios es bueno y nos perdona todas las cosas que hacemos mal, si lo hacemos con buena voluntad, y que seguro que ella tiene muy buena voluntad. La abuelita me miró sonriendo y me obsequió con unas pocas palabras trémulas de agradecimiento.

Al subir a la moto me vino a la memoria esa entrañable novela de Unamuno (sí, tenía que ser él, sabéis que me gusta mucho su obra) “Don Manuel Bueno Mártir”. Yo como el personaje de la novela, no creo en un Dios barbudo subido a una nube y con un triángulo sobre su cabeza, pero sí puedo comprender y respetar que eso sea un consuelo para mucha gente.

Sin temor… ni esperanza

Que no, que no es una reflexión triste, ni melancólica ni habla de desesperanza (al contrario) el título de este blog. La esperanza es como un confiar inconsciente (a veces no), como una paciencia o “ensayo de eternidad” que diría cierto sabio. Pero no es esa la esperanza a la que me refiero, sino a la de “esperar” algo concreto, a hacer las cosas con la intención de obtener un resultado, o a relacionarte con alguien de determinada manera con la intención de obtener algo a cambio. Cuando digo “sin esperanza” me estoy refiriendo a un hacer sin pensar o estar pendiente del fruto de esa acción. Sería lo que en la India llaman “recta acción”, un entregarse a las acciones por otras causas que no son el fruto de la acción, algo que no es fácil de entender para nuestro normal estilo de vida con mentalidad mercantilista.

El temor al que me refiero no es el sano miedo, o prudencia, que evita que nos pongamos en peligro de la forma más absurda, ni el que nos aleja, afortunadamente, de la temeridad. Me refiero al temor que nos limita, que nos lleva a querer controlar todo lo que nos rodea para que nada cambie, llegando incluso a crear a nuestro alrededor una “vida falsa”, un lugar cercado donde no entra el “aire” de la vida, lo imprevisto, la sorpresa, y por lo tanto, nos perdemos la riqueza de las experiencias nuevas.

Pongamos un ejemplo: si tengo un amigo que cuando sales con él no baja de las cinco cervezas y temes las consecuencias o que te arrastre a imitarle, puedes llegar a decirle que podemos quedar, pero que si pasa de tres cervezas te vas. El temor nos hace limitarlo, pero entonces no dejamos que ese amigo sea como es, te pierdes su autenticidad (es un ejemplo, no pretendo hacer un alegato a la bebida). Si esa persona te puede dar algo o ayudar de alguna forma, entonces le miramos con ese interés en la cabeza y en el corazón, con lo cual “envenenamos” nuestra propia forma de ser, y ese tiempo nos será robado por esa actitud egoísta.

De ahí esa sencilla formula que tantas alegrías me ha dado cuando la he conseguido aplicar, la de moverse por la vida “sin temor… ni esperanza”.

La grandeza de la humildad

En varios blogs me ha parecido entender que se habla de la humildad haciéndolo sinónimo de debilidad, y no digo que en algunos casos sea así, pero no lo es en el sentido en que os lo quiero presentar hoy. Entiendo que la humildad es una actitud que se conquista tras una, nada fácil, lucha interior. ¿Lucha? ¿Con quién? ¿Para qué?, os preguntaréis, y esa es la cuestión, la terrible, vieja y difícil de comprender cuestión. Y para entenderlo no es suficiente con estudiar filosofía, leer el Bhagavad-Gita, venerar a los estoicos o conocer las tríadas de los nodos egipcios, aunque sin duda ayuda. Aquello contra lo que luchamos en nuestro interior puede saber todas estas cosas y hacernos creer que “todo está bien”, puede decirnos “yo sé” y demostrárnoslo en un alarde de ingenio y erudición, y sin embargo, la humildad seguirá sin besar nuestra frente, y si lo hace será algo fingido, algo que, justamente, hemos estudiado y sabemos que es propio del sabio, pero lo desmentiremos con los actos en la primera ocasión en que nos veamos en “peligro”.

El libro de Jung “Recuerdos, sueños y pensamientos”, que escribió al final de sus días, recoge muy bien la idea de esta otra humildad en sus últimas páginas, que es grande porque vence al sabelotodo que llevamos dentro y nos permite asomarnos a… otra cosa. Dice así:

“Existe una antigua vieja hermosa leyenda de un rabí ante el que acudió un discípulo y le preguntó: «Antiguamente hubo hombres que vieron a Dios: ¿por qué hoy no los hay?» El rabí respondió: «Porque hoy nadie puede humillarse tanto». Hay que humillarse algo para sacar agua del torrente”.

Humillarse en el sentido de ser el humilde vencedor de don poderoso ego. Y en ese sentido apunta la conocida frase: “Conócete a ti mismo”, y también las técnicas de meditación, ese esfuerzo por calmar los pensamientos, por hacer el humilde y creativo silencio.

Recuerdo haber oído en el programa “Negro sobre blanco”, de Sánchez Dragó, una enseñanza zen: cuando el discípulo trepa al palo de la bandera y no puede seguir subiendo, ¿qué debe hacer? La respuesta del maestro es clara: hay que dar un paso en el vacío. En el valor de dar ese paso en el vacío está la grandeza de la humildad, en un reconocimiento íntimo de que a pesar de todo lo que sabemos, poder decir aquello de “Sólo se que no sé nada”. Es como si ese reconocer nuestro límite nos permitiera conectar con… lo infinito.

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En un lugar de La Mancha…

Recuerdo que tenía once o doce años cuando mi profesor de lenguaje nos decía, a los brutos de su clase, que el Quijote es un libro para leerlo tres veces: la primera, te diviertes con los desvaríos del caballero; la segunda ya no te divierte tanto pero te hace sonreír; y la tercera es para directamente ponerse a llorar… En aquella época que sólo conocía el Quijote por las láminas de Duré, y vía Peter O Toole, no podía entender aquellas palabras dichas con tanto cariño. Afortunadamente no nos obligó a leerlo, pues casi todos mis amigos a los que sí se les obligó a hacerlo aborrecen la obra. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que me decidí a leerlo como quien emprende un largo viaje sin saber muy bien hacia dónde. Creo que desde entonces me gusta la frase esa que dice “Hay que perderse para encontrarse”, y así me perdí entre las páginas de ese, para mí entonces, enoooooorme libro.

Creo que el Quijote representa la coherencia elevada a la enésima potencia, si le gustan los libros de caballería, si su corazón late con fuerza ante el amor de los caballeros hacia sus damas, si su alma se llena de felicidad viendo cómo esos personajes fantásticos de novela defienden la justicia por encima de todo… ¿Por qué no habría de ser él uno de ellos? Si a decir de Unamuno: solo es verdad lo que nos da vida y lo que nos la quita es mentira ¿Por qué hemos de creer que don Alonso Quijano vive en un error, en una mentira fruto de su imaginación? Él vive y actúa como piensa y cree. ¿Hay mayor coherencia?

Pero hay un momento de la obra que me llama poderosamente la atención, y es ese mágico instante en que algo le cruje por dentro y se decide a vestir la armadura, montar en su rocín y, saludando el amanecer, desafiar La Mancha. Así lo vio nuestra poetisa Concha Espina:

“La noche fue siempre el reino de las almas profundas y vigilantes, la cumbre de la más alta meditación, el blando reclinatorio de las plegarias, el espejo más puro de lo sobrenatural… En estas horas de soledad y de misterio se nutren las almas escogidas de singulares revelaciones, de altos pensamientos que sobrepujan lo humano y traen como un sabor a lo divino, en estas horas tienden los ángeles su escala entre el cielo y la tierra, se abre la puerta de los sueños, dice el amor sus «escuchos» y buscan los héroes el camino de la inmortalidad. Así Don Quijote, pálido y ansioso, de cara a las estrellas, con los ojos mojados en lágrimas, siente brotar de su pecho mil voces íntimas que le empujan fuera de sí mismo, a través de la noche, por encima de las lindes prosaicas en que yace. Una plenitud espiritual, una oscura impaciencia, un ímpetu desbordado y generoso le tiemblan, como alas finas y valientes, en las raíces del corazón…”.

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A mi muerte…

Hace tiempo participé en un foro de literatura dejando algunas palabras sobre Hölderlin (el poeta alemán), y como el tema me gustó, dejé mi correo como firma. De eso hará casi un año. Pues bien, hoy me ha escrito alguien que leyó mi texto. Me pregunta dónde puede encontrar el libro Hiperión de este mismo autor; yo le remití a www.librodot.com pero al parecer no tienen a Hölderlin en su base de datos. Le contesté que si no lo encuentra me lo diga e intentaré ayudarlo, todo sea por divulgar la poesía, algo que en mi opinión Occidente tanto necesita.

El caso es que me fui directo a mi biblioteca personal, busqué entre los libros de Hölderlin, cogí su Hiperión, lo abrí al azar y allí estaban, aquellos párrafos que en su día subrayé, y las tres palabras que escribí en el margen para que no quedara lugar a dudas: “A mi muerte”. Es decir, deseo que algunas palabras de este malogrado poeta coronen mi tumba o mi urna, para que así aquellos que lo lean se marchen con una sonrisa en los labios.

Extraigo algunas de aquellas frases para los lectores de este blog:

¡Oh, acoged de nuevo en la familia de los dioses a los hombres que eternamente buscan, a los prófugos! ¡Acogedlos en la patria de la naturaleza, de la que han huido!

Los que solo sirven a la necesidad y desprecian el genio, los que no te respetan, ¡vida simple de la naturaleza!, son quienes deben temer a la muerte.

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Héroes de hoy

Decían los griegos que entre los dioses inmortales y los hombres mortales había un punto medio, un eslabón, un puente entre los unos y los otros, y que estos eran los llamados héroes, hombres mortales que sin embargo se comportaban y pensaban como si fueran dioses. Por ejemplo, el bombero que se lanza al fragor del fuego sin temor a la muerte o a pesar de sus miedos, es un héroe porque siendo mortal actúa como si no lo fuera poniendo en riesgo su vida. Los voluntarios que ayudan de forma generosa en miles de sitios también son héroes; ellos cuidan de los demás tal y como hacen los dioses con los hombres. El artista inspirado que logra crear algo bello estaría emparentado con Apolo y con Dionisio, también podría decirse que son héroes.

Y así, siguiendo este símil mitológico, podríamos ir viendo las cualidades de los dioses y descubrir que cuando estas las vive un hombre, estamos ante todo un héroe. Recomiendo los libros “Las diosas de cada mujer” y “Los dioses de cada hombre” de J. Shinoda Bolen; podría ayudarnos a saber qué tipo de héroe llevamos dentro.

Pero hay otro tipo de héroe que pasa más desapercibido, el que a semejanza de Prometeo roba el fuego de los dioses y lo lleva a los hombres, a pesar de saber que será castigado a sufrir de por vida. Son aquellos que con sus enseñanzas nos abren la mente a nuevas ideas, aquellos que nos muestran con sus libros las profundidades del alma, los secretos de la vida. Pero no me refiero a algunos eruditos que desde su vanidad nos apabullan con sus citas sin tocarnos “la fibra”, sino a esos otros capaces de olvidar todo lo que saben para redescubrirlo con sencillez junto a nosotros, adaptando con arte todo su saber a nuestro pequeño saber, haciéndolo algo vivo, cercano y vibrante.

A esos héroes del fuego dedico hoy este blog.

Les hemos fallado

Cuando en una sociedad las cosas no van bien, los primeros en caer, en perder su rumbo, en vivir al margen del “american style way of life”, en huir de sí mismos buscando la autodestrucción, que es como un lento suicidio pero sin el como, son los más débiles, los menos favorecidos por la educación y la economía, cumpliéndose así esa vieja frase que dice: “la cadena es tan fuerte como el más débil de sus eslabones”.

Hace unos días, atravesando una zona de naranjos en Valencia, llamada el hipermercado de la droga, me sorprendió ver el ir y venir de gran cantidad de chicas y chicos jóvenes. Al verlos de cerca, sus rostros envejecidos golpearon con fuerza mi conciencia, y con ello el corazón. Me sentí impotente.

Pero lo que, finalmente, me movió a escribir este blog de hoy fue el encuentro de anoche con uno de ellos. Eran las cuatro de la mañana, mi amigo “el esponja” y yo hacía tiempo que no charlábamos y nos pusimos al día, tras varias horas de conversación, cervezas y risas. Ya nos despedíamos cuando un hombre joven se nos acercó para preguntarnos algo, y acabó contándonos todas sus penas y el tipo de alcohol con que las ahogaba. No es cuestión de entrar en detalles, pero sí me di cuenta de una cosa: si esa persona hubiera conocido la constancia, la paciencia, la fe en sí mismo y un poco de psicología, su vida sería muy distinta.

Pero la sociedad no ha sabido darles esas herramientas, y todos somos la sociedad, por eso me repito a mí mismo: “les hemos fallado”.

¿Justifica el fin los medios?

Espero que la cantidad de veces que eso es así, que algunas habrá, sean muy, pero que muy inferiores a las que, para nada, eso es plausible. Decía Gandhi que “El fin está en los medios, como el árbol en la semilla”. Por muy buenas que sean las causas que se defiendan, debe haber una coherencia entre el medio de llegar y la finalidad que se persigue; en caso contrario, se incurre en una contradicción interna difícil de sostener y que hace sospechosa cualquier finalidad, y a su vez la finalidad estaría apoyada sobre pies de barro, pues si aquello que se defiende se desprecia en sus medios, ¿qué extraños motivos animan a tal fin?

Confieso que esta idea me la ha sugerido el manual de diseño de campañas ecológicas de Greenpeace, donde, entre otras muchas cosas, habla de no usar la violencia (yo incluyo en ella el insulto y la difamación), respetando a todo el mundo, sean aliados, neutrales o adversarios. En este caso no se puede usar la violencia cuando se defiende que, entre todos, no violentemos la naturaleza degradándola. Si piden respeto por algo, no pueden hacerlo sin, a su vez, ser ellos respetuosos.

Un grupo como Greenpeace y todos aquellos que tienen como motor el amor, sea a la naturaleza, a los castillos, a viajar, a los animales, al conocimiento o a Dios, no pueden permitirse otra actitud, entre ellos y con los que les rodean, que la de la más sincera fraternidad. En caso contrario, pienso que deberíamos, muy seriamente, sospechar de sus verdaderas intenciones.

Al sur de la Toscana

Normalmente, estamos acostumbrados a que a una causa le suceda un efecto: yo empujo una mesa y la mesa se mueve. Por eso me llamó la atención una frase que sale en la película “Al sur de la Toscana”, donde se invierten los términos, es decir, que un efecto puede también invocar a la causa, como si causa y efecto no tuvieran que ir siempre en ese mismo orden. También recuerdo que algo así leí en el libro “Los hombres son de Marte y las mujeres de Venus”, donde se recomienda a los hombres poco dados a sentir cariño que hagan un regalo, porque el acto (efecto) de regalar y ser generosos hará que sientan el cariño que les faltaba y que hubiera motivado el regalo.

La escena de la película dice algo así: en cierta ocasión, construyeron en Suiza las vías de un tren para traspasar las montañas, aun sabiendo que en ese momento no existía ningún tren capaz de recorrerlas, pero pasados unos años la tecnología fue capaz de crear uno. También esto me recuerda a esa otra frase: “cuando el discípulo está preparado aparece el maestro”. ¿No es lo lógico que primero esté el maestro y luego aparezcan los discípulos? ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?

Incluso se me ocurre pensar que el éxito de las psicomagias de Jodorowsky van este sentido: modifiquemos el efecto de las cosas y cambiaremos la causa que un su día nos llevó a una situación no deseable.

En fin, hoy prefiero no sacar conclusiones, ahí dejo esa reflexión en voz alta.