Trabajo y valor

Venía del Campito. Se ha convertido en un jardín con muchos habitantes a los que hay que cuidar, y además está el huerto y la casa.

Y en el camino de vuelta recordaba cómo era aquel lugar cuando lo vimos por primera vez. Era un pinar, simplemente, y por medio estaba dibujado un camino que habían tejido las cabras de un rebaño cercano año tras año. ¿Sabéis lo que crece en un bosque de pinos? Solo pinos, y lentisco, a los pies de cada árbol. Solo pinos, la tierra siempre cubierta de pinochas secas y lentisco. Eso era todo.

Y lo que hay ahora no ha crecido espontáneamente, ni lo ha sembrado ni cuidado ningún jardinero. Los seres que allí viven están allí porque nosotros los invitamos a estar, los llevamos como niños en sus cunas, les dimos biberón, curamos sus enfermedades, ahuyentamos a sus enemigos, cuidamos su adolescencia, les dimos de comer y de beber. Solo por eso están ahí. Y estamos contentos de que estén. Y creo que ellos también son felices con su casa, que es tan suya o más que la nuestra. A cambio de lo que les damos, cuidados y amor, ellos nos dan su belleza, su aire puro, sus flores y sus frutos. Su amor. Creo que salimos ganando.

Hay pocas cosas más hermosas que un jardín.

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Sin dinero

Os propongo una página web. Se llama SIN DINERO

www.sindinero.org

y os propongo una idea, o más bien os la recuerdo: se puede vivir sin dinero. Ya, ya, todos estamos pelaos, pero no es eso. Es más allá de eso, que más pelados están en el sur del sur, ¿verdad?

Os recuerdo, me recuerdo, que los regalos se pueden hacer sin dinero o con muy poco, que para ir de viaje prefiero la casa de un amigo que además es el mejor guía del mundo, ya que entre museo y museo, me va contando su vida y aconsejando a la mía. Que para vestir prefiero el rastro, que es más original y además cada tendero tiene una historia llena de sueños. Que para amueblar, la restauración hace que cada pieza tenga un trozo de mi tiempo, mi creatividad y mis cuidados, para celebrar las tartas caseras y para jugar la cuerda y la madera.

El dinero nos lo pone fácil pero nos aleja de nosotros y de los demás… A ver si lo recuerdo, a ver si lo hago mío.

Catedrales

Querido amigo:

Me ha dado una gran alegría el que me hayas escrito expresándome tus sentimientos y tus pensamientos. Creo que es lo más importante en la convivencia y en la amistad, y que es algo de lo que nos sentimos hoy día faltos. De compartir, no solo nuestros quehaceres, que igualmente es fundamental, sino también lo que las cosas que vivimos o sentimos significan para cada uno. Tú sabes que se pueden vivir las mismas cosas con otras personas y significar cosas muy distintas para cada una. Y cada una sacar conclusiones dispares de las mismas experiencias. Por eso creo que no solo consiste en vivir juntos en lo exterior, sino también vivir juntos en lo interior.

Esto que he citado se ha olvidado mucho en los últimos tiempos, lo que ha llevado a situaciones sin sentido, en las cuales muchas personas colaboraban en las mismas cosas, existiendo una cierta unión en la acción, pero escarbando un poco se descubría que no existía la misma unidad interior. Porque toda acción creo que ha de tener un sentido interior que la promueva y anime, y este sentido es lo más importante, porque es el motor y el corazón de lo que se hace. Supongo que te será fácil encontrar ejemplos para el caso, como a mí se me ocurren muchos.

No solo, por tanto, es importante la acción externa, es mucho más importante el sentido interno de la misma, o acción interna.

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Cosas importantes

Hay días que uno no sabe qué escribir. Será que todo está resuelto, o que en realidad estamos en plena trama humana, luchando por dentro con cosas que nos absorben.

El hombre está siempre enredado en pensamientos y emociones que le llevan: tengo que hacer todo esto, qué bien lo pasé ayer, uf, llego tarde al médico, qué cansado estoy, qué borde el compañero de trabajo, la amo, la amo… Son de todo tipo y densidad.

Todo lo que hacemos es tan importante… Quizás yo hoy no escriba por eso, porque tengo tannnnnto que hacer, tanto que resolver… Pero ¿seguro que todo eso es lo que importa? A veces tengo la sensación de que es justo lo que me aparta de la realidad.

Un día de estos, me voy a dedicar a levantarme siendo consciente de lo perfecto que es mi cuerpito, formas y gustos aparte. Después, cuando me vista, recordaré por qué elegí esa prenda, lo que disfruté comprándola, que está hecha, en parte, de alguna planta como el algodón, que unas manos la hicieron, o que una cabecita la ideó. Hay personas detrás de ella. Cada uno de los que me acompañan en el metro también lo son y apenas me doy cuenta de toda su presencia y realidad.

Haré mi trabajo siendo consciente de que estoy creando algo, de que es importante para otros. Lo haré bien por ello. Pasearé para volver a casa mirando al cielo y miraré más arriba y más arriba. Recordaré lo que hay más allá de la atmósfera, su grandeza e inmensidad e intentaré sentirme parte de ello, porque en realidad seguro que lo soy. Creo que esta será una de las cosas más importantes que haré hoy: recordar quién soy. Luego veré a mis hijos e intentaré enseñarles a distinguir las cosas importantes de las que no lo son. Sonreiré por la calle, intentaré perdonar a alguien hoy, alguien que sigue enredado en sus “mil cosas importantes” y, por ello, no se ha dado cuenta de que me pisó, bien el pie, bien la moral. Hablaré claro si realmente merece la pena hablar, seré sincera…

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Música en cantidad

Como aficionado a la música clásica, más de una vez me pregunté si llegaría un día en que ninguna música más me podría sorprender, puesto que la música clásica, «por definición», estaba ya toda escrita en siglos anteriores. Posteriormente me di cuenta de que afortunadamente esto no iba a ocurrir porque la cantidad es tan grande que nunca escuchas todo, porque se siguen descubriendo partituras de músicos clásicos y porque uno va ampliando sus gustos musicales y descubre que, por ejemplo, la música de las bandas sonoras de las películas actuales son la continuación de las sinfonías de dos siglos atrás.

En otra ocasión mencioné que había adquirido un Ipod con capacidad de almacenar cientos y cientos de horas de música. Lo que no había comentado es que lo adquirí de «segunda mano», comprado por Internet a una joven de Texas. El Ipod contenía casi cuatro mil canciones, y no quise tirar a la basura semejante trabajo de recopilación. Más o menos organicé la música por estilos y después he añadido la que a mí me gusta. Tenía cientos de canciones de lo que yo llamaba heavy, de rock o de country. Incluso algo de música clásica y pop comercial. Con el Ipod comprendí lo fácil que era hacer una emisora del tipo de la española Kiss-FM: bastaba tener unas mil canciones (algunos mal pensados dirían que con cien es suficiente), un Ipod y alguna de las posibilidades del mismo: reproducir de forma aleatoria, reproducir lo menos o lo más escuchado, etc. Era capaz de hacer un viaje de siete horas en coche a Madrid con mi propio «Kiss-FM», sin repetir una canción y volver después de la misma manera.

¿Esta enorme cantidad de música disponible está perjudicando nuestra capacidad de apreciación musical? No debería, pues somos muy afortunados de disponer de más cantidad de música, como nunca anteriormente. Y más que se sigue componiendo y que podemos bajar de forma gratuita a nuestro IPOD.

Pero hace pocos días me di cuenta, durante una conversación, de cómo había cambiado mi actitud de escucha musical. Ahora oigo más música que nunca, pero lo hago mientras conduzco, mientras trabajo o mientras camino y me conecto los pequeños auriculares. Cuando una amiga me comentaba los beneficios de escuchar cierto tipo de música en un momento de duelo por la pérdida de algún ser querido, yo le insistía en la importancia del tipo de música. Ella me respondió que lo verdaderamente importante en esa situación era levantarse del sofá o de la cama donde uno se encuentra hundido, dirigirse al reproductor de música, seleccionar un determinado disco y reproducirlo mientras no hacemos ninguna otra cosa.

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Reflejos

Era temprano y estaba en casa. Escuchaba el tañido de bronce de las campanas de alguna iglesia. Siempre resuenan con alguna remembranza dentro de algún lugar de mi interior, pero aún no sé el porqué.

Trataba de adivinar en qué iglesia estaban encaramadas, cerca del cielo. Cádiz es ciudad de muchas iglesias, de muchas campanas. ¿San Lorenzo? ¿San Antonio? ¿La pastora? ¿San Felipe? A saber…

Pensé que sería casi imposible adivinarlo. Los sonidos se reflejan, tanto que, en la montaña, parece que el eco nos contesta desde cualquier lado. El sonido, una vez puesto en marcha, viaja por el aire, golpea los obstáculos en diferentes ángulos, se pone en marcha otra vez, pero en otra dirección, vuelve a reflejarse… Al fin parece que nos envuelve con su vibración.

La palabra vive igual. Suena la mente y el corazón, y resuena una y mil veces, impregna los espacios, reproduciéndose en muchas otras mentes y en otros muchos corazones.

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Loros

Los loros son unos animales muy simpáticos que a todos nos hacen mucha gracia. Se dice de ellos que son los únicos animales que saben hablar. Es cierto, dicen multitud de palabras, pero con una única condición: que antes las hayan escuchado muchas, muchas veces, de las voces de las personas que con ellos conviven.

Así pues, y dotado de un órgano fonador muy versátil, aunque no tanto, por supuesto, como el humano, es capaz de articular palabras que son perfectamente entendibles por cualquier persona.

A mi cuñado se le murió hace unos años un loro que convivía con su familia desde hacía mucho tiempo. Según él murió de repente, y contaba que, en su opinión, se le había atragantado una pipa de girasol, lo que probablemente le llevó a la muerte, dada su ya avanzada vejez. De todas maneras no comprendía cómo había muerto de la noche a la mañana, porque –según contaba– el día anterior había estado charlando con él tan normal, como siempre. Charlando un poco de todo. Además, no fumaba ni bebía nada con alcohol.

Pues sí, los loros hablan. Lo que ya no estamos tan seguros es de que comprendan lo que dicen, ni que entiendan lo que se les dice a ellos. En muchas ocasiones no va parejo en absoluto la articulación de palabras, frases e incluso discursos, con la comprensión que tiene de ello el propietario de la boca. En muchas ocasiones basta haber escuchado las mismas palabras muchas veces para luego repetirlas con la mayor desfachatez –como el loro– sin tener la menor idea de lo que se está diciendo.

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Necia seguridad

Ayer contemplé, absorta, cómo un hermano le gritaba a otro (ambos, personas adultas de más de 40) en un tono descomunal una sucesión de insultos que comenzaban por la frase: «pero quién crees tú que eres…» o «pero qué te has creído tú…» y siempre terminaban o intercalaban una ofensa para su receptor.

Lo que me dejó perpleja fue cómo el hermano insultado escuchaba en silencio y mirando de frente. La primera vez que abrió la boca fue para decir, lleno de serenidad: «si no dejas de gritar no podrás saber qué ocurrió».

El hermano que gritaba era el pequeño; el que recibía el sermón, el mayor. La sensación que me transmitió esta situación es que la edad sí es un rango, al menos en este caso.

El tema era un malentendido basado en falta de información, algo solucionable con una conversación. Sin embargo, el joven no preguntó, juzgó y culpó por las buenas, sin saber qué había ocurrido. Y castigó, con gritos, insultos. El hermano mayor, sin embargo, calló, escuchó, cuando le dejaron explicó con las palabras justas y el tono adecuado (todo había sido un error, nadie era culpable).

Sin embargo, algo había cambiado. Ahora, el hermano pequeño era mucho más pequeño, a ojos del mayor. Esa seguridad que había mostrado gritando e insultando sin preguntar, lo que en realidad mostró fue inmadurez y necedad.

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¡Dinero… dinero!

¿Puede alguien hoy llegar a pensar que algún hombre puede hacer alguna cosa que no sea, de alguna forma, por dinero?

Es una pregunta que hoy quiero dejar en el aire.

Me ha surgido la cuestión porque, tomando esta mañana café en el bar, la tele daba una reseña del desfile militar que tuvo lugar ayer con motivo del Día de la Hispanidad. Y los parroquianos comentaban:

–Fíjate el Rey, qué cantidad de medallas de chorizo que le cuelgan del uniforme. Seguro que hoy se ganará dos millones a costa nuestra con este desfile.

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Todos somos especiales

Me ha escrito una señora muy preocupada por su hijo de dos años y medio. Es un niño que no juega con nadie. La única vez que ha jugado con otro niño fue con uno discapcitado al que le entregó todos sus juguetes y hasta su botella de agua.

Este niño sufre un exceso de empatía, ya que llora cuando lo hacen los demás y entiende, desde su corta edad pero gran sensibilidad, que hay otros que precisan más que él, pero son perfectamente válidos para jugar.

Lo que la estupenda madre de este niño desea saber es si hay un motivo que lo haga diferente, ya sea por exceso o defecto, una etiqueta que justifique su conducta y le dé sentido. Quiere saber si su hijo es normal.

En realidad, todos somos normales y todos diferentes. Todos, seres humanos que pelean con la vida desde unas situaciones concretas que han ayudado a definirnos. Su hijo es normal, gran madre preocupada que hace todo lo que puede. Su hijo es tímido, su hijo es sensible y habrá que enseñarle a protegerse para que eso no sea peligroso para él. Pero no por cómo es él, capaz de darlo todo a los demás, sino por cómo son los demás, cada uno de su padre y de su madre y no todos capaces de empatizar tanto con los ajenos.

Todos normales y todos especiales, todos válidos por igual, todos mejorables, por supuesto, y para eso estamos cada uno, para autoconstruirnos hacia lo más grande que podamos llegar a ser.

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