100 blogs y 812 comentarios

Pues sí, hemos llegado a la barrera de los 100 blogs y no pocos comentarios. No soy muy amigo de celebraciones tipo “aniversario”, lo confieso, y quizás por eso (la vida tiene esas cosas) me ha tocado a mí escribir unas palabras sobre la trayectoria del blog hasta ahora.

Los lectores solo podéis ver la parte que se muestra del blog, pero esto se parece a un teatro con sus bastidores, sus camerinos, sus personajes… y como suele pasarle a los actores al preparar una obra, siempre algo se nos pega, en algo cambiamos y crecemos con cada función. Os puedo asegurar que los tres que empezamos esta andadura (Tachen, Altea y yo mismo) hemos sufrido de cierta alquimia, hemos tenido nuestras diferencias que, a su vez, han inspirado varias reflexiones interesantes; también ha habido pequeñas luchas por definir una línea, por abrir la puerta de este guiñol de palabras a otros candidatos, de los que finalmente quedó Abraxas, después de, él también, hacer cambios en su forma de escribir para adaptarse a la idea de este blog. Finalmente, con la incorporación de las frases de Quijote (que aún no sé quién es) hemos completado un pequeño equipo que, creo, está funcionando bien.

El diario de un filósofo cotidiano pretendía (y pretende aún) mostrar el día a día de un *acropolitano (*socios de Nueva Acrópolis). Como habréis podido comprobar no somos sabios (todavía, todo se andará), ni seguimos ideas filosóficas concretas con las que nos puedan encasillar; eso sí, tratamos de ser filósofos y para ello estudiamos el maravilloso legado que nos han dejado otros filósofos de otras épocas, sin perder de vista, claro, a los que tenemos ahora, que no son pocos y a veces se camuflan de científicos. Pero no estudiamos la filosofía para engrosar nuestros conocimientos, ni para deslumbrar a nadie, ni para sentar cátedra de nada, si no para saber… y sabiendo… cambiar. ¿Hacia dónde? Pues en la dirección de nuestras propias inquietudes y en la medida de nuestra necesidad interior, no hay más. Eso es en esencia lo que entendemos por ser filósofo, y son esas vivencias las que alimentan este blog.

Si merecemos pitos, aplausos, simpatías y complicidades filosóficas o todo lo contrario, es algo que vosotros, los lectores, solo podéis decidir.

Gracias a todos por leernos, y gracias también a los que, venciendo su timidez, nos dejan sus comentarios.

Carbono

Quizá fuera en el colegio cuando escuché por vez primera la historia del carbón y el diamante. Pero a lo largo de mi vida nunca dejó de fascinarme su misterio.

“El carbón y el diamante tienen idéntica composición, a saber, átomos de carbono, solo que el diamante está cristalizado y el carbón no lo está”.

Y yo escuchaba con la boca abierta, atónito, embelesado, representándome ambas cosas en mi imaginación. Un carbón negro, amorfo, sucio, que te tizna al tocarlo, que arde lentamente sin llama… Y su ceniza blanca, polvo blanco surgido de lo negro por el amor del fuego.

Aún hoy, en las barbacoas de verano, me quedo absorto contemplando los trozos de carbón, cómo acaban mis manos después de tocarlos, cómo arden sin llama pasando del negro al rojo de las ascuas, y del rojo al blanco de su ceniza. Y siempre pienso: «podrían ser diamantes sólo si estuvieran cristalizados…». La barbacoa sería una fortuna.

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Más tiempo

Siempre me preocupó la cuestión del tiempo y, ya que ha salido a colación, vamos a darle un matiz más. Cuando se propone este tema, veo que todos los hombres son sensibles a él.

A todos les inquieta, sobre todo cuando pesan en la balanza de sus valores los diferentes aspectos del tiempo. Hay unos que dicen que el pasado no les importa, que solo el presente; otros, que el futuro es lo más decisivo, y en él solo hay que pensar y poner todas nuestras energías. Otros dicen que el pasado tiene mucha fuerza y que nos condiciona el presente y el futuro.

Yo a todos comento que gozo de una excelente mala memoria, con lo que todas las películas las vivo por primera vez, y todos los paisajes, y todas las músicas. Solo he encontrado en mi vida a alguien que confesaba que le ocurría lo mismo y lo valoraba (como lo valoro yo). Era Nietzsche, quien decía que agradecía a la vida su falta de memoria, pues así cualquier conocimiento tenía siempre la frescura de la primera vez. Pero voy a implicarme un poco más.

El pasado no es fijo, compuesto como está de tejidos psicológicos productos de vivencias anteriores. Si cambian los significados de aquellas experiencias, algo ocurre que modifica sustancialmente (o radicalmente) nuestro pasado. Nada más movedizo que el pasado. El pasado lo cambia la comprensión.

Y el futuro es aún más cambiante. No porque esté sometido a las leyes del azar o al imperio de las circunstancias, sino porque lo tejemos con los hilos de nuestros intereses presentes, con nuestros significados actuales, con nuestras prioridades del día. Lo que hoy es sumamente importante, mañana puede no valer nada. Debemos prepararnos para ello, y no aferrarnos a nuestro ser actual. Nuestro trabajo está en ampliar los horizontes y aceptar los nuevos aires que nos traiga nuestro ser, sean frescos o tórridos, suaves o recios, incluso en elegir los que más nos gustan.

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Las palabras

Un viejo amigo y yo, ambos compañeros en este blog, nos propusimos ser capaces de expresar lo que para nosotros significan, respectivamente, el silencio y las palabras. Lo pensamos así, debido a que a él le encanta lo primero y a mí lo segundo, sin que eso signifique que no sepamos apreciar o disfrutar el otro lado de esta dualidad. Ambos valoramos sobremanera tanto la vida interior como la literatura y ambas hemos compartido rato tras rato.

Pues bien, heme aquí defendiendo a mis amigas las palabras, esas de que tanto uso doy en papel, en onda, en pensamientos, en ideas…

Las palabras son, o así las siento, un recipiente. En realidad, son la herramienta que nos permite expresar y a veces perdurar, transmitir. Lo veo así, porque noto que la misma palabra dicha por distintas personas no dice lo mismo. Incluso esa misma palabra dicha por la misma persona en momentos distintos, con intenciones distintas, no dice lo mismo, y es así desde un «tonto» a un «bonita», ambos capaces de transmitir tanto cariño como desprecio.

Y, por otro lado, veo que alguien que no habla tu idioma y a quien no entiendes por tanto, es capaz con las palabras de hacerte llegar una idea. Ha volcado sobre ti el contenido de ese recipiente.

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El cristal

Venía de cumplir mi rito matutino, café y diario, y era aún muy temprano. Al pasar por la tienda de animales de la esquina, que todavía estaba cerrada, miré el escaparate distraídamente. Como os imagináis, había en él toda clase de cositas: correas, huesos de mentira. Pero hubo uno de los juguetes que me llamó poderosamente la atención. Era una serpiente de tela rellena, pintada en vivos colores, y enroscada; en el centro de la espiral que formaba, había un pequeño gato siamés. Un perfecto gato siamés durmiendo plácidamente, seguramente de peluche.

Me agaché para observar más cuidadosamente y, al cabo de unos minutos intrigado, concluí una respuesta. El siamés no era de peluche. A pesar de su fascinante inmovilidad de estatua no se me podía escapar su suavísima respiración, aunque ni uno solo de sus músculos se contraía ni se distendía. Ni siquiera en su cara se movía ni un solo pelo. Pero yo sabía que no era de peluche, que tenía vida y que dormía profundamente.

Cuando ya me empezaban a doler las rodillas de estar agachado (principio de “astrosi”), abrió los ojos. Yo sé que los gatos son vigilantes incluso durante el sueño, y que, a pesar del grueso cristal que nos separaba, debió de sentir mi constante mirada, que le hizo volver a la vigilia. Abrió los ojos y me miró fijamente. Era muy pequeño, quizá un mes, y gloriosamente hermoso, con la graciosa pureza del cachorrillo. Se levantó muy suave, muy despacio… salió de la serpiente enroscada y, salvando los escasos centímetros que nos separaban, vino a mí a darme “topadas”, su bella manera de dar y recibir caricias al mismo tiempo.

Pero estaba el cristal. Se frotó una y otra vez con el cristal y yo sentí sus caricias, y quizá él sintió también mi calor. Estuvimos así unos minutos aún, él con su cara y su cuerpo pegados al cristal, y yo con mi nariz igualmente pegada a la invisible barrera.

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Eire

Es un lugar entrañable, pintoresco, delicioso. Habría que inventar adjetivos para poder describirlo con precisión. Propio es otra de las palabras que le encajan, propio por los paisajes, por la gente, por la música, por su historia. Druidas, celtas y normandos te acompañan al caminar entre sus senderos. Los notas en lo denso del clima y en lo limpio del ambiente, un limpio cálido, y mojado, un limpio cercano, tan suyo que no cuesta hacerlo nuestro.

La edificación más misteriosa: Newgrange o Knowth, construcciones neolíticas circulares labradas, de poca altura y casi 20 metros de diámetro, herméticas a la entrada de luz, construidas con piedra, sin argamasa, con un único orificio en el centro del techo por el que solamente durante los primeros diecisiete minutos del solsticio de invierno cada año, pasa la luz e ilumina cierta pared. Misterioso, ¿verdad? Sí, es otro de los apelativos que te transmite esta tierra.

Los lugares más sugerentes: Killarny, Rock of Castle, Glendalough, Kilkeny, Cliffs of Moher, montañas, castillos, lagos, mansiones, senderos, acantilados, bosques, cementarios sagrados abiertos, sin muros que los contengan, sin más barreras que el campo ilimitadamente abierto y verde, exponen en lo alto de las colinas sus cruces celtas al viento, a los innumerables cuervos que habitan estas zonas y a las miradas de los inevitables admiradores de la cultura sentida.

Música para recomendar: The essential «celtic woman» collection, del tipo live music que a tan contagioso o melancólico ritmo suena cada noche en los pub del lugar; pero sin guinness.

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Cuatro músicos en la calle

Hace unos días, mientras hacía unas compras, vi en la calle a lo lejos un grupo de gente y escuché música. Eran cuatro jóvenes que entre todos no llegarían al siglo. Rubios, de ojos claros y el alma en los ojos y en la frente. Serían centroeuropeos o rusos. Seguramente vendrían a dar un concierto por la zona, como integrantes de alguna orquesta y pensaron en sacar algún dinero haciendo su concierto particular en la calle. Eran un violín, dos acordeones y un contrabajo.

Nos paramos a escuchar. Era música clásica, alegre por lo general, a veces emotivamente lenta, temas conocidos universalmente casi todos. Siempre se agradece escuchar cosas bellas, que alegran el alma y mueven el corazón. No pude evitar mi crítica y vi que a pesar de la alegría y el espíritu que ponían en lo que hacían, colaban gatos. Pero eso no era lo importante, lo deseché al punto. Lo importante es que la calle estaba llena de hermosas melodías, antiguas pero siempre nuevas… y también llena de gente.

Gente que escuchaba embelesada, gente de todas las edades, niños, jóvenes, adultos, ancianos. Hasta hubo una viejecilla que se lanzó a bailar un tango que interpretaron. La gente aplaudía con gusto al terminar cada pieza, y el canastito se llenaba continuamente. Todos echamos algo. Todos teníamos agradecimiento en el corazón.

Me senté en un banco. Y pensé. Pensé, o mejor, como siempre, vinieron a mi mente cosas. Y solo os quiero citar la que me produjo un golpe interior.

Una captación negativa de la evidencia que nos rodea me acompaña todos los días, me amarga, me hace sentir en un desierto. ¿No hay nadie que tenga la cabeza en su sitio? ¿No queda nada auténtico, nada real, nada sin mezcla, sencillo y humano? ¿Qué será de mí, qué será de mi hijo? Suelo pensar.

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Nuestro centro

Tengo la idea de que todos nosotros tenemos “nuestro centro”, un lugar desde el cual somos el mejor que podemos ser en ese momento, un centro que, sin embargo, puede ser fácilmente alterado si nos dejamos desplazar de él por las miles de vicisitudes de nuestra vida, ya sea por demasiada lectura o trabajo, desavenencias con familiares o amigos, un asunto en el que te hayas implicado en exceso, un gasto imprevisto que nos trastoca la economía, en fin, ¡puede ser por tantas cosas! Sobre esto del centro, nuestros amigos del Instituto de Artes Marciales Bodhidharma nos podrían hablar largo y tendido. Y digo esto porque yo mismo me he visto durante unos días desplazado de mi centro, y aún no estoy seguro de haberlo recuperado del todo. Me he dado cuenta porque, a la hora de escribir, sólo se me ocurrían ideas relacionadas con aquello que me ha tenido algo desubicado (tampoco hay que exagerar) y porque me han pasado algunas cosas que son como indicios de que algo en mí estaba desajustado. Quizás os cueste creerlo, pero esto es algo que llevo tiempo observando.

Si habéis visto la película “Grupo Salvaje”, recordaréis que al principio, mientras pasan los titulares, aparecen en pantalla unos niños que, dentro de un círculo de fuego (si no recuerdo mal), enfrentan a un escorpión con una tarántula, con lo cual te muestran una miniescena de violencia. Esos fotogramas están sabiamente rodados (más allá de que la película tiene escenas muy fuertes), pues le da al espectador una muestra de lo que minutos más tarde sucederá en el pueblo, y no sigo para no chafar la trama a quien no la haya visto y tenga intención de hacerlo.

En mi caso, ayer caí enfermo por algo que me sentó mal, y yo no suelo ponerme malo (mala hierba nunca muere), y hoy casi se me lleva un coche por delante cuando conducía mi moto, y soy bastante prudente, os lo aseguro. Todo eso me ha hecho darme cuenta de que había perdido mi centro, el eje desde el que las cosas me suelen salir bien. Ahora toca recuperarlo. Ser consciente de ello ya es un paso, reflexionar sobre ello es otro, espero que escribirlo en el blog sea el paso definitivo, ya veremos…

Os deseo a todos un buen y centrado fin de semana.

Hojas, flores y frutos

Paseaba distraídamente por una calle soleada, y mis ojos tropezaron con la esquina descuidada y seca de un pequeño jardín. Unas yucas viejas sobrevivían estoicamente en una tierra yerma y desabrida. Pero ¡oh, milagro!, en sus pináculos lucían los grandes penachos blancos de flores que hacen de corona de su verde arquitectura.

Amo las plantas, y algo se movió en mis aires y en mis pasos. ¡Dando flores en su situación! Me resultaba sorprendente.

Me vino a la memoria mi amigo Carreño, el campero, aquel día que le pregunté por qué mis tomateras solo daban hojas y hojas, pero no me regalaba flores amarillas ni las veía parir las verdes bolitas.

Tras mucho preguntarme sobre cómo las trataba, emitió su veredicto, para mí inapelable: las regaba mucho, mucho más de lo que debiera. Por eso no daban flores ni frutos. Tienes que hacerlas penar –me dijo-, solo así te darán frutos. Solo así sus raíces la fijarán a la tierra y será fuerte. Como tú las tratas saben que nada les falta y se dedican a vivir confortablemente, no se esfuerzan en nada.

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Cambiar

Nos pasamos gran parte de nuestra vida esperando que los demás cambien, pidiéndoles que cambien, exigiéndoles que cambien. Y, por supuesto, nos rebela e indigna que sigan siendo los mismos, los mismos en su carácter, los mismos en sus manías, los mismos en sus reacciones, los mismos en sus errores. Evidentemente, desde nuestro punto de vista.

Un amigo mío siempre decía, y creo que sigue diciendo, la siguiente sentencia:

“La vida funciona como un reloj”.

Y en esta sentencia se encierra algo muy trascendente: nuestra mecanicidad, nuestro automatismo. Sabemos de antemano cómo reaccionará un amigo ante un estímulo, ante una situación. No hay, casi, posibilidad de error. Siempre hace lo mismo en esos casos, el mundo funciona como un reloj. Pero se nos olvida un detalle: nosotros también.

Y lo que agudiza el asunto es que nos cuesta plantearnos si podríamos reaccionar de manera distinta a la habitual, ya que, si lo hiciéramos, emplearíamos nuestra voluntad en cambiar.

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