
Ayer pensé que la civilización está cayendo. ¿Cómo llegué a conclusión tan sesuda? Viendo la tele.
Andaba yo haciendo zapping para encontrar algo tragable, y no encontraba nada que mereciera el rato que me estaba pasando allí. En el recorrido por las ondas, tuve una revelación.
Fue mientras escuchaba a una niña aconsejar a su madre la chocolatina que debía comer (la que debía comer la madre). Era un anuncio de estos que si tienes costumbre de sentarte un rato ante la tele todos los días, acabas viéndolo cuatrocientas veces. Lo mejor del caso es que termina por parecerte lo más normal del mundo.
Presté más atención y elegí pasar el rato viendo anuncios. Qué buena idea. Chulísimos. Como me siento a ver la tele de ciento en viento, fue como si viera una película de estreno.
Y de esta guisa, vi niños que les decían a sus padres qué coches tenían que comprar, madres que sonreían felices porque habían descubierto que la demostración más rotunda de que quieres a tu hijo es que le des una determinada marca de cereales para desayunar, hombres que aceptaban con una sonrisa el supremo consejo de que fregar con un lavavajillas concreto es lo que te permite llevarte al huerto a tu chica, y maridos que rechazaban un antigripal para tener la disculpa de no visitar a los suegros.