La filosofía, entendida como una toma de postura, una forma de vida, más que como una mera actividad intelectual especulativa, nos proporciona sobre todo herramientas para pensar, es decir, para asomarnos al mundo y a las cosas, para encontrarnos con los otros, con la capacidad para llegar más allá de las apariencias y descubrir el sentido que sostiene la vida.
Es realmente sorprendente que tengamos tan a mano esa posibilidad y no la aprovechemos, porque se ha descalificado de entrada a la filosofía como algo que interesa solo a una minoría que utiliza términos apenas inteligibles, reservados para unos pocos sabios. Hay excepciones, afortunadamente, aunque escasas, de filósofos que hacen el esfuerzo de hacerse entender mediante un lenguaje sencillo y humano y gracias a esa labor, los buscadores, los que creemos que la filosofía puede servirnos de hilo de Ariadna para movernos por el laberinto del mundo, estamos un poco menos solos.
Gracias a la generosa mediación de quienes creen que la filosofía es demasiado necesaria como para dejarla reducida y encerrada en los ámbitos académicos, hemos ido comprobando que no ha sido en vano y nos hemos dejado ganar por sus efectos benéficos. En efecto, el ejercicio de la filosofía, de la búsqueda de la sabiduría y el conocimiento confiere sentido a nuestros pasos, ensancha nuestros horizontes vitales y nos ayuda tomar conciencia de nuestra realidad, tal como nos han advertido tantos maestros en el arte del pensamiento. La novedad es que afirmamos que todos podemos ser filósofos, con tan solo reconocernos como tales, y que nuestra sociedad sería más justa, en la medida en que fueran muchos los que lo hicieran. Lo decía hace poco Emilio Lledó, uno de nuestros grandes pensadores, con las obras de Platón en la mano, y nos ofrecía el ejemplo de que la filosofía ayuda a lograr la felicidad.