Rueda de ratón

Jamás creí, cuando Tachen me propuso colaborar en este blog, que finalmente fuese el motor para que mire a las pequeñas cosas de cada día, con unas gafas de hipermetropía que sacan conclusiones y deducen los porqués… Al menos, en la medida de lo que a todos nos es posible, de nuestras luchas cotidianas, idas y venidas.

Ahora acabo de terminar, espero que con éxito, ese proyecto que me tenía entre leyes. Y resulta que sigo como si estuviera en él. Corriendo, con muchas cosas que hacer. Durante una época pasada esa fue mi forma de vivir, y aún hoy lo es, a temporadas. Recuerdo que le puse nombre a eso de estar siempre estresado, de no tener tiempo ni para dar un paseo, de ir agenda en mano, saltando de cosa importante a cosa importante (casi todas, urgencias creadas por nosotros mismos, porque el mundo no se suele caer… por nada). Lo llamé «rueda de ratón». Es que me recordaban tales carreras a uno de esos hámsteres que están metidos en una ruedecita en su jaula y no paran de correr en ella, como si tuviesen una prisa enorme por llegar… a ninguna parte. Y es que en esa rueda no se desplaza uno a sitio alguno. ¿Lo sabrá el hámster?

Entonces, cuando me di cuenta, paré de golpe y me bajé de la rueda. Es impresionante cómo lo que tienes a tu lado puede volverse visible cuando tú comienzas a mirarlo. Cómo lo que parecía aburrido, resulta que sólo es sereno, cómo el mundo y la gente son un encanto y nosotros, a días, ni nos enteramos… Es que tenemos muchas cosas importantes que hacer.

Bueno, por fin hoy, he sido consciente de que llevaba un mes, esta vez por necesidad (uy, qué trampa me acabo de poner), en esa rueda y acabo de bajarme. El mundo no corre; lleva millones de años yendo exactamente al mismo ritmo natural, viéndonos pasar… Somos nosotros los que lo vivimos demasiado deprisa. No sé detrás de qué corremos… eso, lo dejamos para otro día.

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Esfuerzo consciente

Ando últimamente metida entre textos legales, y no precisamente porque tenga problemas con la justicia, sino porque he de estudiar varios de ellos para la resolución de un examen, concerniente al trabajo que desempeño.

Son temas tediosos, al menos mirados desde lejos, de esos a los que no querrías dedicar ni un minuto de tu poco tiempo libre. Suenan a ruido de motor viejo cuando los pronuncias, a grillado y a ahogo: Ley Reguladora de Hacienda, Ley de Presupuestos Generales, Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas…, en fin, horrible. La peor de todas, la más temida y farragosa, la mala de esta peli, cuyo guión se desarrolla entre papeles subrayados y resobados, es la llamada «Ley de Contratos de las Administraciones Públicas». Vestida de negro y violeta, vaga por los despachos sin pena ni gloria, salvo necesidad imperiosa.

Pues resulta ser que, después de varios días estudiándola a fondo, despacio, repasándola, buscando sus recovecos, haciendo casos que prueban si la has comprendido, me sorprende, como en tantas otras cosas, que «donde miras, crece», como decía mi apreciada Caridad.

Me lo estoy pasando pipa cada vez que descubro algo nuevo de la terrible Ley de Contratos, la cual según leo, comprendo, y según comprendo conozco y de ahí, deduzco y llego a conclusiones claras. Tanto se disfruta hasta lo más inmundo porque en todo hay belleza y algo que aprender. Ya hasta espero un nuevo caso para adentrarme en «la temida» y saborearla, y es que, entre ella y yo, hoy ya nos entendemos con sonrisas y guiños de talentos escondidos, ya que ella ha resultado ser una verdadera sabia.

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Mar adentro

Hacía tiempo que no se veían. Ambos estaban distintos. La cara era la misma, con alguna marca más que señalaba el paso de los días, unos dulces, otros largos y, a pesar de todo, para crecer.

Ella guardaba una mirada soleada, bella como antes, sabia más que nunca, más bien madura. Él mostraba actividad por doquier, inquietud alegre, multitud de proyectos pendientes contaban su estado.

Todos los recuerdos traídos al ahora les iban calando con emocionante ternura. La sensación de haber sido uno, más que dos, llenaba aquella cálida terraza del paseo arbolado en la que hoy, el aroma lo daba el pasado.

En un golpe de luz venida de cualquier parte, él se dio cuenta de que todos los proyectos estaban realizados, todo lo pendiente conseguido. Bastaba con parar, con ser, uno solo otra vez. Ya no había ninguna sombra tras la que correr. Ella dejó de sentirse sola, de esperar.

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A capilla

Este final de verano trae una brisa, como casi todos, una fresca que se levanta a la mañana y al final del día. Es el aviso tenue y gradual de que el tiempo de descanso está acabando, que pronto habremos de estar preparados para el siguiente frío. Primero el otoño, agradable cobijo que nos proporciona la naturaleza, excusa perfecta para sentirnos a resguardo bajo el jersey. Luego el invierno, frío intenso, lluvia y poca calle; interior.

Y con estos pasos lógicos del tiempo iremos también nosotros, si ya somos algo sabios en los mensajes de todo lo vivo.

En este tiempo agradable, límite entre dos, cada año repaso el anterior, recapitulo, proyecto, me preparo. Es el momento de hacer memoria, de echar la vista atrás y recordar qué hicimos y por qué. Es más aún el momento de dibujar según lo aprendido hacia dónde queremos ir ahora, qué haremos de nosotros hasta la próxima brisa.

No es solsticio pero es comienzo. ¿Estoy donde quiero? ¿Qué he metido en mi mar? ¿Qué en la próxima mochila? Incluso lo escribo para ver más claro el mapa de la vida recorrida.

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¿Vacío?

En ocasiones, observo durante un buen rato, de modo instigador y ojo microscópico, un pedazo de la tierra. Por ejemplo, un árbol, un río, una sola gota de agua en cualquiera de sus estados físicos, el fuego, las estrellas, ya sea en su reposo o en su movimiento, es decir, siempre en movimiento. Suelo intuir que en ellos están todas las respuestas, absolutamente todas. Y que los que buscamos «saber vivir» solo tenemos que comportarnos de un modo similar al que lo hace la naturaleza (con todo lo que tras de ella reverdea en tono de cosmos).

Supongo que algunas de las «verdades» que encuentro están más cerca de la realidad y otras más de la imaginación. Sin embargo, absolutamente todas transmiten un mensaje, al menos de trasfondo simbólico.

La simple composición de un átomo nos sirve de pista que, traspasada al modo de vivir, resulta sabia por lo cabal, lógica, sensata y beneficiosa.

No pretendo comenzar una discusión científica, ni mucho menos. Me basta con recordar que la mayoría de la materia no es tal, sino espacio vacío, estado natural por excelencia.

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Libertad vs miedo

Temo liberarme en exceso. ¿Por qué nos dará tanto miedo ser libres? ¿Qué encontraremos de bueno en las dependencias como para que nos tiente tanto la continuidad, la falta de cambio en las estructuras? ¿Quién es más valiente: el que arriesga y se aventura o el que se empeña y conserva?

Estas preguntas me las hacía hace tiempo y ahora me las hacen a mí. Tengo unas respuestas que no sé si son verdaderas, son las que he encontrado a día de hoy. Eso sí, a golpe de mucho tiempo comprobando, concienciando, buscando entender. Si aún no son las definitivas, mañana lo sabré.

Uno teme liberarse porque ahora no sabe lo que supondría. No da miedo ser libres, da miedo perder lo que tenemos por serlo. Las dependencias nos dan seguridad, pero mira, a veces, si uno está donde siempre es porque aún hay algo ahí. A veces, la libertad hacia la que uno tiende no es más que hacia la serenidad, no es más que a recuperar el equilibrio, que a recordar quién es. A partir de ahí, compañero, todo es libertad, da igual hacia donde andes; dentro de ti, eres libre.

Pero hay que luchar mucho con uno mismo y con lo que creemos nuestras barreras externas hasta que descubrimos que están un poco más dentro. Es más valiente el que se aventura a conservarse a sí mismo.

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Resucitando

Me repite desde hace tiempo un compañero del blog que algunos de sus escritos para este espacio han surgido de conversaciones espontáneas, que no ligeras, habidas entre nosotros. Me ha costado creerlo. Será por esa tendencia tomasina que me acompaña de necesitar meter el dedo en la llaga para tener la fe.

Y mira por dónde, me empieza a ocurrir que ideas sueltas de las charletas mantenidas con otros se quedan en mi cabeza, dando vueltas cual satélites que emiten ondas entre intuitivas e informativas. Vamos a ver si hoy, como hace mi amigo, conseguimos que lo hablado entre dos sirva a unos cuantos. Ojalá, ojalá. Siempre es la intención abrir un poco el ojo de la consciencia en cada uno de nosotros. Cuando observamos con más claridad lo que posa en nuestro fondo, consecuentemente, valoramos, comprendemos, incluso manejamos mejor lo que nos toca vivir; lo que somos.

El tema de conversación en cuestión era un mal trago largo que a un buen hombre le ha tocado vivir. Largo no como un tren, sino como un par de años de mala digestión. De esas que no te esperas, en las que comes miel y duele hiel. De esas en las que tus esquemas culturales, profesionales, personales se quiebran cual hielo al golpe punzante, haciéndote saber que aquello en lo que creías no era tal o no era tan sólido. O, simplemente, que a veces las cosas se tuercen demasiado y hoy te ha tocado a ti comprobarlo en un órdago que se ha marcado la vida con el que te ha vencido más que ganado, pues derrotado es exactamente como te quedas.

Me contaba el susodicho que aún espera llegar a encontrar para qué le ha de servir todo esto, todo lo pasado sin justicia ni sentido aparente. Cuenta con la ventaja de haberle cogido el truco a esta linda-perra que vivimos y espera la lección que trae consigo cada batalla.

Claro que todo sirve para algo, él ya ha llegado a hacer muchas cosas a partir de aquello en beneficio de otros. Quizás sea que esperamos que la utilidad de lo ocurrido vaya destinada a metas luminosas y enormes, algo que haga merecer la pena tanto dolor. Cabe la posibilidad de que la mayor verdad que se encuentra tras avatares similares es uno mismo, desnudito, casi solo, sin aquello cultural que te soporta, ese gran trabajo y buen nombre, esa sensación de persona que lo está haciendo bien, aquello o aquel en lo que creías a pies juntillas, en fin, a cada cual lo suyo. Pero cuando todo se cae, aún quedas tú. Y ahí está tu papel, tu trabajo que hacer. Admitirte, comprender por qué ocurren las cosas, qué mueve a las personas, qué pasa y qué queda, qué es importante y qué solo aparente; mirar y mirarte con justicia, con franqueza. Cuanto más te atrevas a reconocerte como eres, a darte lo que quieres, a pisar con la fuerza de lo que sabes es cierto, más tranquilo te sentirás, más sentido cobrará todo. En el momento en que sientas que aquel duro golpe, y a pesar de todo, mereció la pena, habrás aprendido lo suficiente, comprendido y crecido lo suficiente. Eso es para lo que ha de servir, lo más importante que te puede enseñar. Tu forma de mirar será otra contigo, aquello queda atrás, queda pequeño, es solo un paso más, lo que sobrevive fortalecido, grande y luminoso eres tú. Tú.

Por Caridad

Hoy alguien me ha preguntado quién es Caridad.
Caridad y yo nos encontramos hace unos diez años trabajando en la misma empresa. Era psicóloga y la primera persona «con alitas» que conocí. Yo llamaba así a la gente que hablaba con profundidad en conversaciones cotidianas, sin tapujos ni flirteos con el «qué dirán», que leía otro tipo de temas y pensaba de utópica y poco práctica manera.

Cari, con gran cercanía, te hablaba, siempre muy bajito, sobre la vida tal cual es o tal cual ella la veía. Con ejemplos, prestando libros, contando historias, te hacía ver «otro lado» de las cosas. Iba arrojando lucecitas a su alrededor.

Además, era tan humana como todos y, por tanto, sufrió de decepción, de frustración y de desconocimiento, o sea, que vivió. Y disfrutó como nadie de utopías, ilusiones, osadías e ingenuidades, o sea, que aprendió.

Era chiquitita, pelirroja postiza, con pequeños ojillos verdes llenitos de picardía y encanto. Tenía, justo hasta hoy, 54 años, iba a doctorarse en psicología, tenía una consulta propia y algunos proyectos por empezar. Estaba siempre un poco desapegada de la parte más fea de la realidad cotidiana. Simplemente no la importaba. Vivía… en su propio mundo.

Le gustaba ayudar a los demás. Ni siquiera necesitabas entrar en su despacho, iba arrojando sus colores según te encontraba por el pasillo, a los compañeros, a los alumnos, a los de detrás del mostrador, a la recepcionista, incluso a la directora.

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Un paso atrás

Hoy hay muchas cosas que podría contaros, y cuando me ocurre esto, me dan ganas de hablaros de todo ello como si, de modo similar a aquella entropía que mostraba Cyrano, ellas solas encontrasen su unión coherente.

Por ejemplo, y por comenzar por algo, escribía hoy a un buen amigo que cada uno debe encontrar sus colores en la vida, que después de mucho rebuscar entre brillos y sombras, seleccionar el trigo de la paja, he llegado a saber que mis propios colores son el sentido profundo y la solidaridad. Son colores que me llenan, que no me cuesta echar fuera para que sirvan a otros. Creo que cada cual debe buscar los suyos para pintar con ellos el mundo. Entre todos saldrá el cuadro perfecto, el más real, el hecho por hombres que se conocen a sí mismos y se expresan como son.

Se lo contaba a cuento de un paso atrás dado por alguien cercano, un cambio de rumbo, un standby de esos que, en el fondo, nos hace estar más próximos a lo que somos.

No llego a comprender por qué rectificar suele considerarse algo malo. Es posible que se asocie a la idea de que has perdido el tiempo mientras hacías aquello que hoy has dejado. Sin embargo, todo lo que nos ocurre nos da cierta forma, bien en el costado derecho, bien en el izquierdo, bien nos pone un poco de arcilla, hoy sin sentido, que con el tiempo será un bonito adorno o una útil asa en el jarrón que cada uno somos. Todo sirve, todo suma.

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Trastos viejos

Alguna vez he oído de este blog que le falta argumentación teórica o que le sobra contemplación. Bueno… es posible que la cuestión esté en que lo que pretende es hacer sencilla la filosofía y asequible; por eso sus ejemplos son cotidianos, sus herramientas el modo de mirar y, en consecuencia, sus aplicaciones muy plurales.

Hablando hoy, como es costumbre, con uno de mis peques, me ha hecho sentir imbuida en un cuadro de Escher.

Sí, ese genial dibujante capaz de crear escenas imposibles, laberínticas y geniales, en las que comienzas subiendo por las calles de una ciudad medieval y, de repente, te encuentras bajando por ellas debido a un extraño cambio de perspectiva.

Pues la cosa ha sido que andaba yo entretenida entre cacerolas cuando aparece un metro diez de mirada penetrante tirando de una caja de su misma altura. Inmediatamente mi pensamiento ha empezado a subir por esas calles de Escher con un «ni de broma me la metes en casa».

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