Lo cotidiano

La intención de este blog es hablar de filosofía desde la cotidianidad. Encontrar en ese cada día un modo muy chulo de mirar la vida, con alegría, con manejo, dándole tranquilas vueltas a algo que nos importa mucho: todo lo que existe, todo lo que somos.

La sección «Buscando a Sofía» ha pretendido acercar esta materia a la gente más ajena a ella, paso a paso, poco a poco, con explicaciones básicas y sencillas primero, y después con narraciones cortas que mostraban la importancia de cada ser para sí mismo, que intentaban que cada uno se mirase y conociera un poco más.

Ahora, y recordando que en lo cotidiano es donde vivimos, toca, ¿por qué no?, pasar por las cosas que realmente dan forma a nuestro día (el fondo ya lo ponemos cada uno de nosotros). Son aquello que nos importa, que nos llena el tiempo, la cabeza y las emociones, somos nosotros al fin y al cabo. Me refiero a nuestro trabajo, familia, hijos, amigos, pareja, el preciado ocio…, de todo ello tratarán los próximos blog de Buscando a Sofía pero, prometido, desde dentro y desde el suelo, más propios que ajenos.

Veo que este es un mensaje más informativo que profundo; bueno, ha de haber de todo, pero es un mensaje que sueña con regalar momentos-bufanda. Esa sensación de acurrucarte en el orejero con una llamada tan cercana que olvidas el paso del tiempo, o de escuchar llover desde el portátil o la cazuela, mientras piensas: “esto pide una galleta de chocolate”, de tener a un pitufo de dos años (humano, felino, canino…) durmiendo sobre ti mientras termina la peli del viernes por la noche; eso es un momento bufanda, el que te transmite esa misma sensación que la susodicha mientras paseas en invierno.

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Si no somos libres, ¿para qué somos?

Supongo que uno debería comenzar por plantearse qué es ser libre. Según Fernando Sabater, es precisamente esta la capacidad que nos distingue de los animales y no el lenguaje o el pensamiento.

Los humanos no actuamos por instinto, o no deberíamos hacerlo, puesto que ello sería no utilizar la mayor herramienta que se ha puesto a nuestro alcance.

Ser libre es poder elegir cada cosa de nuestra vida, imponderables aparte, aunque sí que podemos escoger qué hacemos con esos imponderables.

Lo que ocurre es que para ejecutar esa libertad necesitamos otras prerrogativas a cumplir. Por ejemplo y en primer lugar, sería necesario ser conscientes de que podemos elegir, en todos los momentos, en todos los ámbitos.
Por otra parte, es necesario tener valor para elegir, pues si aunque pongan a nuestro alcance bañarnos en el mar, montar en avión o ser cirujanos, no nos atrevemos, podremos aplicar en mucha menor medida esa libertad.
Y en tercer lugar, y seguro que no en último, es necesario responsabilizarse de lo que supone cada elección, estar dispuesto a asumirlo, que no es lo mismo que ser valiente. Uno puede tener narices pero poca cabeza, o mucha cabeza y ni una gota de valor.

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Aire del norte

Como tantos hacemos, voy guardando frases que me llegan adonde solo la magia llega. Una de ellas habla sobre la felicidad y dice algo así como que ese preciado bien no se basa en una euforia constante, imposible por otra parte si la vida es vida, sino en sentir la serenidad de que se han tomado las decisiones adecuadas.

Ahí quedó la frase, en mi nevera, junto con fotos e imanes que evocan viajes y que gusta repasar de cuando en cuando. A veces, en paseos tras un logro que ha costado, tras un momento difícil con resultado satisfactorio, tras un paso hacia delante dado sin mirar atrás, me viene un aire del norte que me susurra esa frase, aquella frase. Y con ello, la verdad que encierra se hace un poco más consciente.

Y aunque esa brisilla y yo ya nos hemos hecho amigas y con ganas la acojo según la presiento, que se quede a mi lado no es un propósito sencillo. Los días pesan, las circunstancias lastran. Si no recordamos y dejando de creer en lo que podemos ser, no caminamos hacia ello, las piedras se hacen mayores que nosotros en el camino.

Mas a mi amiga ya le he encontrado una puerta. No una grande que dé al salón, sino un acceso lateral a los pasillos. Tal acceso consiste en andar con los ojos del alma bien abiertos, en ir más que haciendo las cosas, construyéndolas, más que recordándolas, pensándolas, más que porque sí, con intención, más que comiendo, saboreando. Hablo de poner la atención en lo que ocurre, pero no solo para vivirlo con consciencia, sino para comprender.

Esa puerta lateral o ventanuco, qué más da mientras dé acceso, es saber por qué pasan las cosas, por qué las personas son como son, por qué nuestro día es el que es, distinguir de entre lo que tenemos, lo que hemos elegido y con ello darnos cuenta de por qué estamos donde estamos; saber que aún soñamos y cómo conseguirlo y no dejar de dirigirnos hacia allí. Así, comprendiendo, nada es bueno ni es malo, simplemente es lógico el color de cada cosa. Veo por qué las plantas son verdes y no lucharé para que sean rojas; veo también que mi piel se torna según la cantidad de sol a que la exponga, y sabiendo, comprendiendo, camino más tranquila.

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No fue el camino la guerra

Hace tiempo que quiero escribir sobre este hecho que siglo tras siglo, que día tras día se repite en el ser humano como si fuera una fase más de su desarrollo. Nacen, crecen, se reproducen, luchan y mueren.

En el hombre hay una fuerza natural que le aviva en la batalla, el sentimiento del guerrero forma parte del ser humano. Notamos que sabemos luchar, que nos unimos con nosotros mismos al hacerlo, como ya nos contaba Homero. La batalla dignifica si tienes un gran motivo para emprenderla y tus armas son nobles. Y sin embargo, ¿tiene hoy sentido la guerra?

En los días del Occidente de hoy, días de paseo por la sombra, ¿qué hace enfrentarse al hombre incesantemente, banalmente? Supongo que si hallamos el motivo en circunstancias de laboratorio, como estas, podremos extrapolarlo a las mayores guerras, incluso buscar su antídoto.

¿Qué es lo que se pone en juego cuando llegamos al estado de querer pelear? ¿Qué creemos perder? ¿Por qué luchamos realmente con un hermano?

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El poder de la mente

Dedicado a Enrike, por su comentario a Héroes de hoy.

En términos generales somos inteligentes, no todo lo que nuestro cerebro da de sí pero… nos definimos como seres que se distinguen de otros por cómo utilizan las neuronas y la mielina que las cubre y que acelera la sinapsis.

Esta cuestión de la inteligencia nos lleva a varios caminos acabados en interrogante, algunos de ellos más cerca de respuesta que otros. Por ejemplo, ¿es mejor ser terriblemente inteligente o simplemente normal? Tener una herramienta que se comunica con nosotros a través del pensamiento y que sea tremendamente poderosa nos tendría todo el día como locos. ¿Realmente podríamos soportar una mente que no cese de hablar?

Se podría dar el caso de que la mente nos venciese, es decir, que acabásemos siendo un sujeto de su fuerza. No hablo de que posea vida propia, aunque sí potencia. Imaginemos que nosotros marcamos un camino, una duda, algo que nos intriga, y ella, en lugar de mostrarnos las posibles respuestas, sigue y sigue trabajando, hasta llegar a pensamientos insospechados, incluso peligrosos para nosotros mismos. ¿Qué es peligroso para nosotros mismos? El aislamiento, el resultar personas «raras» a los demás, el pensamiento circundante que no nos deja avanzar en nuestra sana cotidianidad, el imaginar involuntariamente consecuencias o «más allás» a las situaciones que nos ocurren…

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Tus propias trampas

Un texto muy chulo de una damita con sentimiento profundo y pseudónimo Fenix, venía a decir hace unos días que hoy no tenemos grandes epopeyas sino pequeñas historias. Es posible que la lectura de sus palabras nos despertase un mensaje y por ello, últimamente, los blogueros hablamos de héroes cotidianos.

Y, sin embargo, aunque las batallas no sean de sangre, siempre hay un motivo por el que luchar. Uno de los que más me convence es la dignidad del ser humano, la de cada uno, que se pone en juego continuamente sin darnos cuenta.

Suena exagerado, mas pongamos en el microscopio un rato de nuestro día vulgar. Se nos dan oportunidades sencillas de responder de un modo u otro, sin cesar: la viudilla de ochenta años nos va a contar otra vez sobre la guerra, un móvil ha quedado olvidado junto a nosotros, es más sencillo copiar textos que crearlos, he acabado la cerveza y el camarero anda despistado… Lo que ocurre es que, si somos mínimamente cívicos, ni nos lo planteamos, o sí, y podríamos exagerarlo aún más, para lo malo y para lo bueno.

Lo duro es cuando lo que se te pone de cara es algo nuevo, algo inesperado, algo que jamás te has planteado, algo que de veras deseas hacer, aunque no te suene muy «digno», pero jovar, siempre hay un buen motivo para fallar, yo me lo merezco, por ejemplo, no va a ser tantas veces, si nadie se va a dar cuenta y… yo en el fondo no soy así.

Pues bien, mi parecer, y el de algún sabio escritor que sin duda me inspiró esto es: sí, sí eres así. Tus conductas te dan o te quitan dignidad, te ganas o te pierdes a ti mismo en cada pequeña respuesta que das a la vida. Y no se trata de andar de puritanos; más bien, de ser sinceros con nosotros mismos.

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El semáforo

El semáforo estaba en rojo para los peatones y en verde para los pensamientos. Ana sonreía despistada mientras observaba la forma de las nubes con desdén. En ese momento, el miedo a no saber cuál era el siguiente paso le impedía recordar de dónde provenía el aroma sabroso que le pringaba el orgullo.

Acompasó al resto de personas que comenzaron a andar en su misma dirección, sin saber exactamente a dónde iba, excepto que solo sería hacia delante.

Algunas frases iban escurriéndose despistadas en su cabeza. Eran ideas leídas en libros que habían anidado en el mundo de los sueños durante años, convencidas de que era el único lugar en el que subsistirían.

El cartel de la estación de autobuses apareció ante sus ojos. Buscó el correcto, dejó caer la bolsa en el maletero y se relajó en el asiento más confortable del mundo, con vistas al futuro.

¿Qué había cambiado para que por primera vez estuviese despierta en aquella estación? La costumbre de buscar las respuestas fuera le hizo mirar por la ventana y se topó con su propio reflejo. Tenue, eso sí, pero suyo. Esta vez la sonrisa surgió de su magma y como un volcán que conoce su momento, la risa, las lágrimas y la comprensión estallaron a la vez.

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Lo más importante de tu vida

Durante muchas tardes, conversamos en aquella misma mesa que tan bien nos conocía, y en ocasiones pensé que hasta los cafés eran los mismos. Quedábamos los miércoles a las cinco, como los toreros, para charlotear, comentar y dibujar paisajes del puzle de la vida.

Enfrascadas en una de esas deliciosas batallas dialécticas en las que ambas ganábamos, al menos en conocimiento y entretenimiento, me dijo un frase que me dejó sin respuesta:

«Aún no te has dado cuenta de que lo más importante de tu vida, eres tú».

Me quedé pensando un rato. Había tantas cosas que se me ocurrían más importantes que yo o, cuando menos, igual de importantes: mis hijos, todos las personas en general me parecen igual de importantes, o actuar con un sentido generoso o al menos no dañino era también algo importante para mí… Me sonaba muy egoísta aquella frase.

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Dónde vive el amor

Llega a las dos de la mañana de una boda llena de encanto que ha durado doce horas, en la que los novios se querían con una sinceridad que se palpaba en sus miradas.

Cuando por fin aparca en su plaza de garaje, se fuma un cigarro escuchando música en el coche, el último de hoy. Siente que la vida merece la pena, que el mundo es un huerto y él un montón de semillas. Sonríe y se guiña un ojo en el retrovisor.

Una vez puesto el pijama, ya en casa, se tumba un rato junto a su hijo, al que mira comprendiendo cosas que no sería capaz de explicar con palabras.

Se sienta un rato en el ordenador y encuentra una foto de una persona que un día le abrió el corazón, se lo llenó de vida y soltó el abrazo que los unía para no volver. «Porque el amor, cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren», entona, expresamente para él, la canción de Sabina que suena en el mp3.

Decide acunarse entre las sábanas, consciente de que todas las pequeñas cosas vividas en un solo día pueden ser simplemente momentos que suceden sin más, o también, si las miramos de cerca, expresiones de amor que se dan la mano, una a la otra.

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Sacramentos personales

Andaban tiempos de la escuela de magisterio, de vocaciones por formar pero muy enraizadas en el corazón.

Un señor tan mal tratado por la genética que hacía parar la respiración al cruzarte con él en la escalera, bajito, de extremidades asimétricas, manos retorcidas y habla entrecortada era, mira por dónde, mi profesor favorito. Ese extraño personaje, saltando su insignificante físico, mostraba una mirada en ojos azules, llena de sabiduría y dolor superado, intensa por lo pasado, más que por lo esperado. Don Antonio enseñaba teología, haciéndonos volver la vista hacia nosotros mismos, sin remedio, por unos motivos u otros.

Él nos mostró que todas las religiones tienen un mismo mensaje, que todos los hombres tienen un fondo bondadoso, lo utilicen o no, el sentido de la reflexión, la trascendencia de nuestros actos y otras generosidades similares, de sabio bueno, siempre oculto tras un cuerpo más que gris.

De todas sus enseñanzas, fueron los «sacramentos personales» los que más a fuego se marcaron en mí.

Contaba D. Antonio que aquellos símbolos que cada uno de nosotros transforma en sagrados por lo que significan para él, ya sean momentos, objetos, palabras, canciones, y que nos evocan no ya un recuerdo sino todo un aprendizaje, el cual recordamos al verlo, son absolutos sacramentos para cada uno de nosotros.

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