Consumir violencia

El otro día viajaba yo en el tren, y como cuando viajas siempre hay una pantalla donde puedes ver una peli para pasar el rato, me puse a ver la que tenían programada. Se parecía mucho a la que vi el mes pasado en el bus, aunque no tenía nada que ver. Era una película de violencia. Bueno, ahora las llaman “de acción”.

Era muy realista en lo que se refiere al tipo de armas empleado, cantidad de sangre en proporción a los golpes, nivel de estruendo según la cantidad de bombas, variedad de maneras de causar daño a otro, etc.

Lo de los valores éticos del protagonista dejaba un poco que desear para mi gusto. Yo estoy de acuerdo con Platón en que no hay información aséptica cuando se recibe sin poner la conciencia: o te hace bien, o te hace mal; y eso es un problema con algún tipo de cine. Que por cierto se parece mucho a la puesta en escena de algunos videojuegos que descubro mirando por encima del hombro de algunos chavales cuando juegan cerca de mí.

“Consumimos” violencia a tutiplén sin venir a cuento en los productos televisivos y jolibudienses en los que un “bueno” con pinta de sucio, con una metralleta en una mano y un móvil en la otra se carga a 5 “malos”.

¿De qué nos sirve?

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No se admiten niños

Los niños a veces son insoportables: chillan, berrean, moquean y tienen la irritante manía de hacer pucheros por todo. Estás tranquilamente disfrutando de una cerveza en una terraza y ahí está el niño, metiendo su cochecito en tu tapa, o corriendo entre las mesas. Si estás haciendo cola para el cine, ahí está también, preguntando en voz alta si el Capitán América es más fuerte que Hulk o no; ¡pero si la vas a ver ahora! Parece que no tienen educación ni modales, y sus padres apenas son capaces de hacer otra cosa que atiborrarlos a caramelos para que se callen y todas las miradas dejen de clavarse en ellos. Menos mal que hay sitios donde no se admiten niños y los adultos podemos estar tranquilos, lejos de su exceso de energía y falta de control emocional.

¡Los niños! Dicen que son la semilla del futuro; una semilla, la verdad, que cada vez toleramos menos. No es solo que incordien al vecino y den trabajo a la familia, es que encima hay que educarlos. Con lo fácil que sería conectarlos en plan Matrix a una máquina, y que se descargaran de ahí todos los conocimientos y toda la educación que necesitan para llegar a la edad adulta sin molestar.

–¡Hola papá!, ya soy adulto.

–¡Qué bien, hijo!, no nos hemos enterado, ¿cómo te llamas, por cierto?

Y lo cierto es que sí, son las semillas del futuro. No hay más que pensar en las personas que ahora llevan las riendas del mundo: los que deciden las políticas, los jueces que aplican las leyes, los que mandan tropas a la guerra o los que contaminan ríos y mares, todos ellos fueron niños alguna vez. También fueron niños los que rescatan animales, los médicos que van voluntarios a trabajar a países en desarrollo y quienes luchan por la vida digna y los derechos de otros seres humanos. Todos ellos fueron niños y otros, que fueron niños también, les sustituirán.

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Paz y justicia

Vuelven a alzarse pancartas que nos reclaman justicia recordando que no habrá paz sin justicia social, y tal vez no les falte razón, pero no podemos olvidar que para que haya justicia social es imprescindible una ética individual; no solo leyes y sistemas justos, sino auténticos valores humanos conduciendo el corazón de quienes han de vivirlas y aplicarlas, especialmente en los gobernantes y responsables sociales de cualquier nivel.

Y esto ¿cómo se logra? Difícil respuesta; yo, al menos, no lo sé, pero sí sé que no se logra únicamente con decretos, ni armas, ni discursos.

Tal vez yo no tenga aparente poder para hacer del mundo un lugar más justo, pero sí puedo hacer de mi propia vida un territorio personal de concordia que contagie a los territorios vecinos, un territorio donde pueda levantar una bandera que no delimite fronteras, sino que alce sueños visibles y altos para quien quiera compartirlos (mi bandera sería tricolor, de voluntad, de amor y de inteligencia).

Yo sí puedo hacer de este espacio, pequeño pero real, el territorio de mi vida, un lugar donde ser justo, honesto y bondadoso, valiente, responsable y veraz. Y puedo elegir a quien quiero que lo gobierne, y con qué programa educativo, con qué medidas saludables y con qué política de consumo. Puedo elegir a mis ministros y consejeros… incluso proclamar a los héroes de mi pequeña patria, este territorio de mi propia vida.

Tal vez no consiga cambiar el mundo, es lo más probable, pero en el peor de los casos podré ser el gobernador de mí mismo… y seré feliz.

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Lo importante

A pesar de que todo lo que nos acontece cobra para nosotros una tremenda importancia, cuando damos un momento al «stop» de nuestras prisas, vemos que hace apenas un rato que hemos llegado a la vida, y posiblemente dentro de un ratito nos hayamos ido.

El escenario sigue en pie, con pequeños cambios de decoración, y otros actores llegarán a cubrir los puestos vacantes.

El rítmico latir de la naturaleza volverá a arropar con su frío y su calor a los nuevos caminantes. La belleza y la armonía volverán a inspirar a los nuevos buscadores.

Y otra vez resonará la misma pregunta: ¿qué es lo que verdaderamente importa?

Ellos encontrarán su respuesta.

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Valores humanos por descubrir

Cualquiera de nosotros a lo largo de su vida ha podido comprobar cómo todos tenemos actitudes y cualidades que nos elevan en nuestra condición humana, y por el contrario, otras que nos rebajan hacia lo peor de nosotros mismos. Desde esas actitudes y valores es desde donde se constituyen nuestras fortalezas para afrontar la adversidad, y gracias a ellos también vivimos los más bellos y enriquecedores momentos.

Entusiasmo, empatía, serenidad, discernimiento, amor, orden, sentido de la justicia, voluntad, concordia…

Más allá de la extraordinaria diversidad de caracteres que configuran la humanidad, parece que estas cualidades son válidas para todos los individuos, sin distinción de época, raza o condición social. Es cierto que cada cultura (y por qué no, cada persona) va a desarrollar una aplicación particular, una –digamos– «moral de costumbres» con la que se identifica. Pero hemos visto a lo largo de la historia cuántas veces esas costumbres llamadas «culturales» se enquistan y pierden de vista los valores universales que las inspiraron, fanatizando y ahogando la vida. Como siempre, las normas no pueden sustituir la necesaria conciencia del bien.

Tendremos entonces que esforzarnos en distinguir lo que es una moral temporal de costumbres, de los aspectos que verdaderamente podríamos llamar universales y cuyo reconocimiento y desarrollo nos permita convertir nuestra experiencia personal en una vida plena de realización.

Me gusta pensar que el sistema personal de valores se alza sobre cada uno como un cielo de estrellas, una referencia que orienta nuestra vida. Habrá estrellas fugaces pero siempre estarán aquellas estrellas luminosas y estables que nos permitirán trazar rumbos, y bajo cuyo amparo desarrollar aquellas cualidades que nos humanizan y fortalecen.

Reescribir el final

La mujer de la imagen tiene 32 años. Emigra con sus tres hijas huyendo de un mundo que no les permite la subsistencia.

La foto fue tomada por Dorothea Lang en 1930 en Estados Unidos.

La historia se repite. Hemos comenzado este siglo XXI con más de 50 millones de desplazados de sus hogares por la violencia, el hambre y la guerra.

Las series de televisión que nos muestran viajes a través del tiempo ejemplifican cómo una variación mínima en el comportamiento de uno de los personajes desencadena una serie de acontecimientos que posibilita que muchos años después la historia haya cambiado bastante con respecto a lo que se supone que tenía que haber sido.

¿Y si resolvemos ser el personaje que un día decide hacer un gesto por entender la condición humana, por comprender las leyes de la naturaleza, por mejorar un poco nuestro entorno? Aunque sea pequeño. Aunque parezca que no servirá para nada.

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Pobres argumentos

Nueva Acrópolis - Anuario 2016

Nueva Acrópolis - Anuario 2016Hacía mucho tiempo que un periódico no publicaba un artículo con críticas a Nueva Acrópolis. La cantidad de actividades que realiza esta organización y de las que damos puntual noticia en nuestro sitio web es la mejor respuesta a dichos comentarios. Nuestra labor en catástrofes humanitarias, la promoción de la filosofía, de la música, la pintura o el ajedrez, de actividades para jóvenes, la gran cantidad de labores de acción social, etc., hablan por sí solas.

Esta semana un medio digital (quizás pronto todos lo sean) ha publicado una mezcla de crónica, reportaje y artículo de opinión con un pobre argumentario que ahora quiero comentar.

Nos enseñan los filósofos clásicos que debemos argumentar con hechos y no con opiniones. Habrá quien opine que Nueva Acrópolis es una secta, pero frente a eso podemos responder con hechos como este reconocimiento internacional o este otro, o simplemente mencionar que la finalidad de Nueva Acrópolis es radicalmente anti sectaria.

A veces hay un periodista bien intencionado, pero mal informado, que se vale de un «experto anti sectas» (por cierto, él gana mucho dinero con sus críticas, mientras que yo no percibo nada por mi labor voluntaria) que se dedica a alarmar a los lectores, minusvalorando lo que hacemos o simplemente interpretándolo de forma tergiversada.

En esta ocasión quien escribe, con alguna falta de ortografía, aprovecha para criticar a otra organización que mantiene una guardería y un comedor para refugiados y utilizar pobres argumentos contra Nueva Acrópolis, basados en una supuesta entrevista con una persona que fue miembro de esta organización y que lejos de tener mal recuerdo, reconoce que «lleva a cabo una labor encomiable para la ayuda de quienes más lo necesitan».

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