«De lo único que te preocupas es de andar dando gritos, de los perros y de la caza de ratas y serás una desgracia para ti y para toda tu familia». Le suena, ¿verdad? Pues sí, es la exclamación de un padre decepcionado, no se ha equivocado, y eso era lo que su padre le escribió al joven Darwin en una carta. A pesar de estas duras palabras, Charles Darwin admiraba mucho a su padre, y le gustaba comenzar con la frase: «Mi padre, que fue el hombre más sabio que he conocido…«. Pero su padre esta vez se equivocó y el joven Charles sorprendió a su familia y, de paso, al mundo.
Charles Robert Darwin nació en Sherewsbury el 12 de febrero de 1809, en la misma fecha que Abraham Lincoln.
En octubre de 1825 ingresó en la Universidad de Edimburgo para estudiar medicina, pero sin embargo, Darwin no consiguió interesarse por la carrera; no le gustaban nada las operaciones quirúrgicas, y además, fue creciendo en él un problema muy frecuente en nuestros días: la idea de que la herencia familiar le iba a permitir una confortable subsistencia sin necesidad de ejercer una profesión, o sea, sin trabajar.
El padre, que también era un gran observador de la naturaleza humana, no estaba dispuesto a tener un holgazán en la familia, y le propuso una carrera eclesiástica. Darwin captó las ventajas de esta propuesta: poco trabajo, mucho tiempo libre y vida apacible en el campo, y la aceptó. A principios de 1828 ingresó en el Christ’s College de Cambridge. Esa decisión, que ahora nos puede parece algo contradictoria con las aspiraciones personales de Darwin, no lo era, porque prácticamente todos los naturalistas de esa época en Inglaterra eran sacerdotes.
En Cambridge comenzó a asistir, de forma voluntaria, a las clases del botánico y entomólogo reverendo John Henslow, y a las del geólogo Adam Sedgwick, bajo cuya influencia y enseñanzas Darwin aprendió a ser a ser un observador meticuloso de la naturaleza.
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