Orgullo y humildad

No estoy seguro de poder explicar de forma clara y concisa mi afición por las dualidades; es como una intuición, o un reto que me lleva a querer resolverlas. En esta ocasión podría haber puesto como título “humildad y autoestima”, en el sentido de que pueden ir de la mano, que son sumables y no contradictorios cuando se profundiza un poco en lo que expresan. Pero como no soy ajeno a la necesidad de los títulos llamativos, con gancho, y demás tretas periodísticas, he optado por presentar el tema como un enfrentamiento de dualidades, el orgullo contra la humildad, la prepotencia contra la falta de autoestima. Resolvamos el conflicto, intentémoslo al menos.

Veamos: si el orgullo es un exceso de autoestima, digámoslo así, tampoco creo que sea recomendable ir más allá de la humildad, pues un exceso de ella nos puede conducir a ser sumiso e indeciso, lo cual es un fuerte obstáculo para muchos logros personales por la falta de fe en uno mismo.

Y una vez más invocamos las sabias palabras del Buda: “el camino del medio, el camino del medio”. Siempre se impone la enseñanza del camino del medio como el idóneo, el que nos permite transitar la vida de la manera más plena posible, danzando en el difícil equilibrio de las dualidades, en “el filo de la navaja”.

Autoestima sí, orgullo prepotente no, humildad sí, ser timorato y sumiso no, claro que no.

Autoestima para atreverse a ser quien somos; humildad para no creer ser más de lo que nos corresponde. Autoestima y cierto orgullo para defender con pasión lo que creemos defendible y justo. Humildad para profundizar en todo lo que sabemos y abrir nuestra mente y corazón a nuevas enseñanzas y posibilidades.

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A capilla

Este final de verano trae una brisa, como casi todos, una fresca que se levanta a la mañana y al final del día. Es el aviso tenue y gradual de que el tiempo de descanso está acabando, que pronto habremos de estar preparados para el siguiente frío. Primero el otoño, agradable cobijo que nos proporciona la naturaleza, excusa perfecta para sentirnos a resguardo bajo el jersey. Luego el invierno, frío intenso, lluvia y poca calle; interior.

Y con estos pasos lógicos del tiempo iremos también nosotros, si ya somos algo sabios en los mensajes de todo lo vivo.

En este tiempo agradable, límite entre dos, cada año repaso el anterior, recapitulo, proyecto, me preparo. Es el momento de hacer memoria, de echar la vista atrás y recordar qué hicimos y por qué. Es más aún el momento de dibujar según lo aprendido hacia dónde queremos ir ahora, qué haremos de nosotros hasta la próxima brisa.

No es solsticio pero es comienzo. ¿Estoy donde quiero? ¿Qué he metido en mi mar? ¿Qué en la próxima mochila? Incluso lo escribo para ver más claro el mapa de la vida recorrida.

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Gente sin complejos

Vivo en una pequeña ciudad costera española, con unas estupendas playas. De todas ellas, la más pequeña está cercana al centro de la ciudad y a ella va solo la gente que vive en el casco antiguo: pocos son los veraneantes que en ella se bañan. Cuando me trasladé aquí no quería ir a ella, a pesar de la pasión que todos mis amigos tenían por esta playa. Pero con el tiempo, me he dado cuenta de que esta es la playa en la que uno se siente más filósofo.

Cuando uno va a una playa “normal», parece que en todo momento hay un interés por aparentar ser lo que uno no es. En esta playa no hay problema: siempre encontrarás alguien mucho más gordo o mucho más delgado que tú, mucho más alto o mucho más bajo que tú, mucho más blanco o mucho más moreno que tú, con un traje de baño que le sienta peor o con una peculiaridad física más llamativa que la que a ti te puede acomplejar. En definitiva, gente feliz y sin complejos que van a la playa a pasar un buen rato sin necesidad de aparentar que son jóvenes con un bronceado perfecto, tipo de actor de cine y “cuerpo danone”. No, la gente “normal” no es así: no somos físicamente perfectos, porque ni siquiera los grandes modelos lo son, ahora que sabemos que muchos de esos cuerpos son fruto de muchas horas de retoque fotográfico o digital.

En esta playa vas a bañarte (si el Levante no trae muy fría su agua), a pasear entre fina arena, rocas de marisqueo o barcas de pescadores, a tomarte desde una bebida fresquita hasta una auténtica berza en su olla con todos sus avíos, o a jugar con la puesta del sol al bingo. Y todo ello sin que te preocupe que este año los kilitos del invierno se quedaron una vez más en la cintura o que todavía no has cogido un buen color.

No recuerdo dónde leí que la sociedad se ha vuelto adolescente (o infantil) y ahora son más envidiados los cuerpos con mejor apariencia (por eso la pasión por la comida “light”, por los bioalimentos, por los gimnasios, por la musculación), en lugar de buscar un mejor contenido, una mejor alma o una más profunda sabiduría, fruto de la experiencia y que antaño residía en los más mayores (antes eran llamados “ancianos” y no había ninguna connotación peyorativa).

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Utopías

Hace ya tiempo que cada año pasaba un par de semanas de septiembre en el Palmar de Vejer, una playa hermosa y entonces aún virgen en la costa de Cádiz. Me alojaba en una pequeña casa de las cuatro que un hombre de campo había construido aprovechando unas antiguas vaquerizas, para alquilar en verano.

La primera vez que fuimos nos explicó el asunto de la basura, que era así de simple: dos bolsas de plástico, una para los restos de comida y otro para todo lo demás. Los restos de comida se vaciaban por la noche en el bidón del cochino, que al amanecer se le llevaba a su cochinera. Lo demás, la basura de quemar, se vaciaba en el hoyo que José tenía dispuesto en un lugar apartado y que, cuando estaba lleno, quemaba.

Así pues, los restos de comida se transformaban en carne de cerdo, con lo que había carne para la familia todo el año, conservada en su propia manteca, y la basura de quemar se transformaba de vez en cuando en humo y cenizas. Cuando el hoyo estaba lleno, se hacía otro al lado y ya está. Ecología le llaman ahora a esto. Pero entonces no había camión de basura, ni plantas de reciclaje ni nada de eso. Era muy simple.

Hace unos días escuché en la radio que este último año se habían generado en España nada menos que mil ochocientos millones de toneladas de basura. Y pensé, acordándome de José y sus cochinos: de esa cantidad, aun siendo comida para cochino, solo la cuarta parte, es decir, más de cuatrocientos millones de toneladas, ¿cuántos cochinos se podrían criar? Evidentemente, un ejército. Millones de jamones, toneladas de lomo en manteca.

Luego, me acordé cuando a finales del siglo XIX y principios del XX, cuando ya estaban inventados y en funcionamiento las máquinas de vapor y los envases para alimentos, las latas eran entonces las que, con sus conservantes, podían mantener la comida en buenas condiciones durantes varios años, se llegó a pensar y a decir por mucha gente que los problemas del mundo ya tenían solución.

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¿Vacío?

En ocasiones, observo durante un buen rato, de modo instigador y ojo microscópico, un pedazo de la tierra. Por ejemplo, un árbol, un río, una sola gota de agua en cualquiera de sus estados físicos, el fuego, las estrellas, ya sea en su reposo o en su movimiento, es decir, siempre en movimiento. Suelo intuir que en ellos están todas las respuestas, absolutamente todas. Y que los que buscamos «saber vivir» solo tenemos que comportarnos de un modo similar al que lo hace la naturaleza (con todo lo que tras de ella reverdea en tono de cosmos).

Supongo que algunas de las «verdades» que encuentro están más cerca de la realidad y otras más de la imaginación. Sin embargo, absolutamente todas transmiten un mensaje, al menos de trasfondo simbólico.

La simple composición de un átomo nos sirve de pista que, traspasada al modo de vivir, resulta sabia por lo cabal, lógica, sensata y beneficiosa.

No pretendo comenzar una discusión científica, ni mucho menos. Me basta con recordar que la mayoría de la materia no es tal, sino espacio vacío, estado natural por excelencia.

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Superarse a uno mismo… en equipo

Una de las cosas que más me atrajo de Nueva Acrópolis es que su finalidad no es aislarse del mundo, o promover un retiro “monástico” en algún lugar apartado. Esta es la forma en que trabajan otras instituciones, que se basan en el principio de que el camino de superación lo tiene que recorrer cada uno de forma individual y por eso es superfluo cualquier acompañamiento.

Sin embargo, Nueva Acrópolis tiene vocación de agrupar a un núcleo de hombres y mujeres, no para alejarse del mundo, sino para formar un equipo. Porque recorrer un camino en equipo, aunque cada uno tenga que dar sus propios pasos, es muy reconfortante.

El fin de semana anterior estuve con un grupo de jóvenes voluntarios de GEA realizando una travesía por Sierra Nevada. Partiendo de la cercanía del Monte Veleta (3.392 m), hasta el que subimos, llegamos al Mulhacén (el pico más alto de la Península Ibérica, con 3.482 m), para luego descender hasta Trevélez, en donde hicimos una limpieza ecológica de los alrededores del río con el mismo nombre.

Para los que no estamos muy acostumbrados a este esforzado ejercicio o que nuestra edad ya se resiente de condiciones extremas, nos resultó una dura experiencia. Cada uno tenía que recorrer su propio camino y vencer sus propias dificultades. Está claro que no transportábamos a nadie a hombros, ni andábamos por el compañero de al lado. Unos tuvieron que superar el frío extremo (para esta época del año), sobre todo por la noche al caer el sol en alturas de más de 3.000 m; otros tuvieron que superar la falta de oxígeno, que proviniendo de una ciudad costera se notaba cuando en el último repecho costaba subir de 3.400 a 3.500 m; otros sufrían el cansancio, o las rozaduras del calzado, o la falta de descanso, o simplemente la falta de fuerzas por la poca costumbre de andar en la montaña y pasar muchas horas sentado delante de un ordenador.

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Nuestro bien y nuestro mal

Hace unos días, y a raíz de un comentario de una compañera en este blog del filósofo cotidiano, me vino a la mente el pensamiento básico de Epícteto, filósofo estoico, sobre nuestro bien y nuestro mal.

Nuestro bien y nuestro mal dependen solo de nuestra voluntad, decía. Y en nuestra vida hay cosas que dependen de nuestra voluntad y otras que no dependen de nuestra voluntad. De nuestra voluntad dependen nuestros actos, físicos, psíquicos y mentales. Todo lo ajeno a nuestros actos es territorio donde lo que ocurre no depende de nosotros.

A continuación dijo que si nos equivocamos al discernir entre el bien y el mal para nosotros mismos, mal andamos. Y aún peor andaremos si, distinguiéndolo, nos empeñamos en cifrar nuestra felicidad en lo que nos es ajeno, y dejamos de ocuparnos en lo que de verdad depende de nosotros. Y me parece que hoy día, bastantes siglos después de las palabras del estoico, en que todos nos obsesionamos con ser felices, como por otra parte ha ocurrido siempre a los seres humanos, buscamos la paz y la felicidad en lugares equivocados. La riqueza, la salud, el ser amados y considerados socialmente, etc.

No es que estas aspiraciones sean malas en sí, ni imposibles de conseguir, ni tampoco que hayamos de despreciarlas. Pero lo que parece que olvidamos es que nuestra vida depende de lo único que puede depender, de nuestros actos. Somos nosotros, y no nadie más, quien puede construir nuestra propia vida, y lo podemos hacer por medio de aquello que depende de nuestra voluntad, nuestros actos. De ninguna otra manera es posible.

Cambiar el mundo, cambiar las costumbres, cambiar a nuestro hijo, a nuestra pareja (se entiende que cambiar a mejor, claro)… ¿Es posible? Pues yo creo que sí, naturalmente, pero comenzando el camino en nosotros mismos, que somos lo que en realidad podemos cambiar. Y luego, de la mejor manera que descubramos, podemos hacer algo por el bien de los demás.

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Ser o no ser… originales

Algunas veces, llevado de mi entusiasmo, hablo y hablo con mi gente sobre algún escritor o filósofo contemporáneo que me ha llamado la atención. Entonces expongo con mayor o menor brillantez y hasta donde la memoria me lo permite, las ideas que tanto me han gustado. Pues bien, siempre hay alguien que apostilla: “Pero si eso ya lo decía Platón”, o Sócrates, o Aristóteles, o santa Teresa de Jesús… El caso es que eso me lo dicen para contrarrestar mis ímpetus expresivos, para quitarle importancia a lo que defiendo. ¿Es ese un argumento digno?

Sin embargo, eso es algo que a mí también me ocurre, sobre todo con Unamuno, y en cierto modo me indigna que me hablen de supuestas nuevas y genuinas filosofías o conceptos, cuando ni son tan nuevas ni son tan originales, y lo único que demuestra es que hay filósofos a los que ya no se lee, o no se les comprende, ya sea por la profundidad de su pensamiento o por tener un lenguaje no actualizado a los tiempos presentes. Quizá sea esa la razón, que cada tiempo tiene su especial sensibilidad, su tono diferente a otras épocas, y siempre se hace necesario reactualizar todas estas enseñanzas, que no es que se desfasen por superadas o antiguas, sino porque no son expresadas por filósofos contemporáneos, conocedores de nuestro presente y sus retos.

¿Hemos de callar, o no escribir, al no tener nada original que decir? No lo creo; más bien hay que redescubrir, reinterpretar y revitalizarlo todo, sin dar las cosas por sabidas. A mi modo de ver, el saber exige esta continua renovación, tanto en su vivencia como en su expresión. Quizá el mérito de los que ahora traen antiguas ideas o experiencias, dándoles un enfoque moderno, sea precisamente su nuevo lenguaje, algo que permite a millones de personas un fácil acceso a tantos y tantos tesoros.

A todos ellos, gracias.