No ser más… ni tampoco menos

 

A veces, en este ir y venir de la vida y sus situaciones, nos encontramos con retos complicados, conversaciones donde se supone hay que estar a la altura, o proyectos que nos parecen muy difíciles, con lo cual nos acobardamos, pues todo lo que implica cambio, novedad, esfuerzo suplementario, nos repatea el hígado. Entonces nos sobrevienen las dudas: ¿seré capaz yo de hacer esto? ¿Y si me sale mal? ¿Y si todos se dan cuenta de que no soy tan bueno como aparento ser? De esta forma complicamos y agrandamos el asunto, pues mezclamos la dificultad propia de la situación con nuestro deseo de agradar, y cierto miedo a perder el prestigio ante los demás, a hacer el ridículo, y que nuestra dignidad se vea dañada.

Pero, mal asunto si dejamos que la vanidad sea el motor de nuestras acciones… porque entonces estaremos persiguiendo ser fieles a una imagen que nos hemos hecho de nosotros mismos, una imagen repleta de prejuicios, enseñanzas que damos por válidas hasta convertirlas en creencias, de méritos pasados que nos enorgullecen y nos gusta mostrar, de opiniones ajenas que deseamos a nuestro favor, en fin, de tantas y tantas cosas adquiridas con el tiempo…

Pero si todo eso nos apresa y nos ahoga, hay que liberarse, hay que plantarse, decirse a uno mismo ¡basta! Y como decía un viejo poema que ya nunca más volveré a leer (pues lo he buscado sin suerte):

En ocasiones es necesario
mirar por encima de los tejados,
vaciar de trastos viejos el cerebro
y respirar un… ¡soy eterno!

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El vagón de las paranoias

Desde que empecé a escribir en este blog, o quizá desde un poco antes, me muevo por estos mundos de Dios con un punto de atención mayor del que tenía antes, fijándome en las cosas que me suceden y cómo me afectan, tratando de tener una mente abierta a las enseñanzas que se puedan ocultar en cada momento. Pues en eso andaba cuando hace unos días cogí el metro de Madrid, rico en género humano, coincidiendo en el vagón con dos personas, desconocidas entre sí, aquejadas de algún grado de paranoia.

Uno de ellos no dejaba de repetir, una y otra vez, dos o tres frases recurrentes sobre las mujeres y el Real Madrid, finalizándolas con un contundente ¡Ahí queda eso, ahí queda eso! La gente del vagón, entre los que me incluyo, no podían evitar sonreír, pero el que más abiertamente se divertía era el que, cada dos minutos aproximadamente, tosía de forma sonora y artificial como queriendo llamar la atención. Eso me resultó curioso…

Pero conste que no los quiero llamar paranoicos, no me gustan las etiquetas, son como sentencias a cadena perpetua, y nadie merece llevarlas. Todos nosotros, a lo largo de la vida, vamos coleccionando un buen número de ellas, pero valen, como mucho, para un período muy concreto de tiempo. El hombre no está nunca “acabado”, siempre se mueve, cambia, crece y supera infinitos obstáculos. Esa es la verdadera historia del hombre.

Se me ocurre que andar poniendo etiquetas es también una forma de paranoia (¿lo es?), pues resulta ser algo que hacemos repetidamente, sin darnos cuenta, y con la falsa seguridad de que controlamos lo etiquetado. Decimos: Fulanito de tal es esto o lo otro, y así se acaba con el problema, el misterio del tal fulanito ha sido resuelto… No nos extrañe luego llevarnos sorpresas, porque las etiquetas nunca se ajustan a la realidad. Si no nos dejáramos llevar por lo fácil que supone etiquetar, entraríamos en otro plano, saldríamos de nuestro pequeño mundo y nos encontraríamos con uno mucho más amplio, el de la comprensión, una actitud, sin duda, más propia de filósofos.

Filosofía en movimiento

Hace ya varios días leí los premios que dio la revista 20 minutos a los mejores blogs en distintas categorías. Me entretuve leyendo la mayoría de ellos y debo confesar que me entró algo de envidia porque eran blogs en los que te podías pasar toda una tarde leyendo y leyendo y aún te quedaban ganas de más. Me gustaría que nuestro blog fuera también así de atractivo, pero claro, esto no lo puedo decir al ser uno de los implicados, y también porque al haberlo leído tantas veces ha perdido para mí la frescura de leerlo la primera vez.

Si traigo esta noticia aquí es porque me llamó la atención que el mejor blog de todos es el de un taxista madrileño en sus ratos de espera en la T4, filosofando acerca del pulso de una ciudad vista desde el asiento de un taxi. Me encantaría poder encontrarme a este filósofo del taxi en alguna de mis visitas a Madrid. Pero me temo que no estaré a la altura de sus personajes, de los que dicen:

Todas esas luces proyectadas sobre la fachada de Correos, ¿iluminan, o desmienten?

O los que mantienen conversaciones tan fulminantes como: Continue reading

Reverdecer

El aire del norte desnudó los árboles frondosos del estío. Las hojas secas, otrora vivas, tejieron un manto muerto a los pies del tronco desolado. Las ramas, ausentes de nidos y pájaros, cantan tristes su ausencia, arañan estérilmente el cielo vacío.

El pálpito se cierra sobre sí mismo. La vida se hace mínima, pero suficiente. Solo es el sueño del invierno.

Duerme todo, en el silencio, truncado solo por el soplo del viento sonoro, seco y frío.

Pero un día sonaron fuertes los clarines de la tierra parda. Sonaron los benignos aires del mediodía. Dulces caricias calentaron las duras raíces y las cortezas se fueron haciendo tiernas y fecundas. Poco a poco, y de nuevo, la sangre del planeta movió las entrañas del árbol desnudo.

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Por Caridad

Hoy alguien me ha preguntado quién es Caridad.
Caridad y yo nos encontramos hace unos diez años trabajando en la misma empresa. Era psicóloga y la primera persona «con alitas» que conocí. Yo llamaba así a la gente que hablaba con profundidad en conversaciones cotidianas, sin tapujos ni flirteos con el «qué dirán», que leía otro tipo de temas y pensaba de utópica y poco práctica manera.

Cari, con gran cercanía, te hablaba, siempre muy bajito, sobre la vida tal cual es o tal cual ella la veía. Con ejemplos, prestando libros, contando historias, te hacía ver «otro lado» de las cosas. Iba arrojando lucecitas a su alrededor.

Además, era tan humana como todos y, por tanto, sufrió de decepción, de frustración y de desconocimiento, o sea, que vivió. Y disfrutó como nadie de utopías, ilusiones, osadías e ingenuidades, o sea, que aprendió.

Era chiquitita, pelirroja postiza, con pequeños ojillos verdes llenitos de picardía y encanto. Tenía, justo hasta hoy, 54 años, iba a doctorarse en psicología, tenía una consulta propia y algunos proyectos por empezar. Estaba siempre un poco desapegada de la parte más fea de la realidad cotidiana. Simplemente no la importaba. Vivía… en su propio mundo.

Le gustaba ayudar a los demás. Ni siquiera necesitabas entrar en su despacho, iba arrojando sus colores según te encontraba por el pasillo, a los compañeros, a los alumnos, a los de detrás del mostrador, a la recepcionista, incluso a la directora.

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Desolación

Iba a tomar el autobús que me llevaría al Instituto donde ensayamos la coral. Estábamos sentados esperando, unas cuantas personas y yo. Se oyó un ruido sordo tras el grueso cristal de la marquesina. Nos volvimos. Había un hombre en el suelo, tendido de bruces.

Era mayor, muy mayor, viejo. En medio de la agitación del grupo, traté de incorporarle el tronco con idea de apoyar su espalda en el cristal, y así sentarle. Me costó trabajo. Su cara sangraba, y enseguida mis manos estaban rojas.

Con dificultad, le moví las piernas que habían quedado trenzadas y traté de ponerlo cómodo.

¿Alguien tiene un pañuelo, un pañuelo de papel? En un momento, mi mano se llenó de pañuelos de papel. Le pregunté por sus dientes, y me dijo que estaban bien. Solo eran los labios, pensé.

¿Qué le ha ocurrido, ha tropezado usted con algo? Con voz débil e insegura nos dijo que no. Solo eran sus piernas, que a veces se negaban a seguir soportando su cuerpo anciano.

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Lágrimas de cocodrilo

No hace mucho lo pensaba: a medida que uno se hace más fuerte, en el sentido de más maduro, de saber quién es y lo que quiere en la vida, las circunstancias se confabulan para hacértelo todo más difícil que antes, como si se cumpliese la “sincronicidad” de que las responsabilidades aumentan en la medida que aumenta la propia conciencia (si es que eso es posible en mi caso). Dicho de otro modo, que Dios aprieta pero no ahoga; eso sí, a unos les aprieta más que a otros, y hoy te aprieta más que ayer pero menos que mañana. Y si esta madurez de la que hablo sucede en un corto periodo de tiempo, las hostias que uno puede llevarse son muchas y de muy diferente índole.

No sé si me explico, ni si el lector ha pasado alguna vez por algo así; a veces dudo de que las palabras cumplan realmente su cometido. El otro día me hacían un comentario sobre uno de mis blogs, concretamente «El origen de los ritos», más conocido por el “blog del gato”, donde digo algo bastante fuerte sobre los ritos (o eso creía), y para hacerlo simpático puse una analogía real con el rito que hace mi gata todas las mañanas. Pues bien, al parecer lo que primó es el felino, lo que se recuerda es lo anecdótico, seguramente porque hablar de ritos hoy día está pasado de moda y a casi nadie le importa. Disculpe el lector mis anacronismos, pero en ese momento me pareció interesante.

En este sentido, mi blog de hoy también puede ser mal interpretado, o mal comprendido, pues requiere de la complicidad del lector, aquello que hace maravillosa la literatura, es decir, la propia vivencia del que lee; eso hará que mis palabras cobren vida de verdad o suenen a algo parecido a lo que en realidad quise decir.

Cuando uno tiene su vida más o menos organizada y está satisfecho con ella, tanto en lo material como en lo personal. Ocurre, o puede ocurrir, que sus circunstancias no cambien apenas, que su día a día sea muy parecido un año tras otro, con lo cual tampoco hay un mayor grado de madurez, ni un crecer como persona, y entonces es la pescadilla que se muerde la cola, mis problemas son más o menos los mismos porque yo sigo siendo más o menos el mismo. Quien esté en esa situación no podrá comprender, del todo, lo acorralado que uno puede llegar a sentirse cuando desde muchos frentes tiran de uno, y además lo hacen a la vez.

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Un año de blog

Hoy cumplimos un año.

Iba a escribir que este blog cumple un año, pero todo el que esté leyendo el blog es parte de él: los que introducimos los temas, los que dejan sus comentarios, los que simplemente lo leen. Todos cumplimos un año trabajando en este sueño de querer poner un rincón de filosofía en la web, a través de un blog que muestra las impresiones cotidianas de “gente normal y corriente” que se hace preguntas acerca de la vida. A eso es a lo que llamamos un “filósofo cotidiano”.

Hace un año escribía que es muy difícil comenzar algo, pero después de un año ya nos hemos olvidado de ese miedo a empezar a hablar en voz alta de la filosofía. Y decía que lo más difícil es que otros te sigan. La grandeza de la filosofía es que su historia, las ideas de los distintos filósofos forman parte de ella misma. Aprendemos no solo de nuestra experiencia, sino de la de los demás, sobre todo de los Maestros.

Los autores de este blog no aspiramos a ganar ningún premio (ciertamente, debería mejorar el diseño, que es bastante soso), ni queremos ser los más populares de la red. Nos gustaría ofrecer una visión diaria de la vivencia de la filosofía, pues creemos que puede aportar bastante a nuestros lectores. A nuestra inmensidad de lectores, porque no nos podíamos imaginar que en un año recibiéramos más de cuatrocientas mil visitas. Muchas gracias a todos los que nos leen.

Este blog nació entre el día de las Telecomunicaciones y de Internet y el de los Museos. De haberlo elegido, hubiéramos querido que fuera el día de la Filosofía (el tercer jueves de noviembre). Pero todos y cada uno de los días del año son buenos para recordar lo mejor de la vida, la filosofía, los museos y también, cómo no, Internet cuando es una herramienta que nos acerca y nos hace más humanos.