El juego de las pistas

Recuerdo un juego que hacíamos, hace ya muchos años, la pandilla con la que veraneaba en la sierra. El juego consistía en ir al monte de noche, buscar una serie de pistas dejadas durante el día por uno de nosotros, para llegar a una aldea de montaña y desayunar un buen café. La única indicación que se nos daba era la característica de la primera pista, donde encontraríamos instrucciones para encontrar la siguiente. También sabíamos que esa primera pista no podía estar muy lejos de la encrucijada de caminos de la cual partíamos, aunque esos caminos llevaban a su vez a otros caminos…

Podríamos hacer un fácil paralelismo entre la vida, nuestras vidas, y este juego laberíntico y nocturno. Debo confesar que la primera vez que jugué me perdí por completo en esos montes de Dios, pues me dejé llevar por un exceso de confianza y las fantasías de mi mente. Pero la siguiente vez, habiendo aprendido la lección, fui el primero en llegar a la aldea.

¿Por qué cuento todo esto? Pues porque la vida se nos asemeja a un juego de pistas, todos buscamos lo que creemos es la felicidad, llamémoslo así o equilibrio emocional, despertar del ser, el encuentro con uno mismo, paz interior, la unidad en el amor, la liberación, etc., etc., etc. Pero nadie puede decirnos, o resolver, con “palabras” la verdad, nuestra verdad de todo eso. Algo así digo en una de mis anteriores reflexiones titulada “Nuestro hilo de Ariadna”, donde explico que al estar cada uno de nosotros en un punto diferente del laberinto, por fuerza, cada hombre tendrá su propio camino a recorrer.

Entonces, ¿cómo llegar a nuestra “aldea”? Pues sólo se me ocurre que siguiendo nuestras propias pistas, indagando en aquello que nos llama la atención, viviendo lo que sentimos como verdadero, pero también rectificando de rumbo, humildemente, cuando lo encontrado no nos convence del todo. Siguiendo una ley de “necesidad”, porque podríamos estar ante el más grande maestro de la humanidad, y sin embargo dejar que sus palabras nos resbalen. Esto sucedería porque nuestro “cuenco” de necesidades está en otro sitio. Y muy posiblemente, pasados diez o quince años, aquellas palabras vacías para nosotros, de pronto recobran todo su significado, porque ahora sí, ahora sí tenemos las suficientes “pistas”.

Solsticio

Sol que nació invicto
en lo profundo del invierno.
Que fecundó brotes y nidos,
amores y ternuras,
por la primavera blanca.

Sol que agostó flores,
en la vieja alquimia,
encerrando sus rayos
en la fruta jugosa
y en los tiernos corazones.

Sol niño, joven y viejo.
Sol nuevo y antiguo,
novio, amante y esposo,
en brotes, flores y frutas.

Naciente, y pleno, y poniente,
amarillo, blanco y rojo,
padre amante, hijo sonriente,
complaciente y amado abuelo.
Siempre tú, tú por siempre.

Viajamos contigo, sentados
en el hueco de tu mano triunfante,
sobre el arco noble de tu brazo,
en la cuna amorosa de tu centro,
en tu ser, que es el nuestro perdido.

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Resucitando

Me repite desde hace tiempo un compañero del blog que algunos de sus escritos para este espacio han surgido de conversaciones espontáneas, que no ligeras, habidas entre nosotros. Me ha costado creerlo. Será por esa tendencia tomasina que me acompaña de necesitar meter el dedo en la llaga para tener la fe.

Y mira por dónde, me empieza a ocurrir que ideas sueltas de las charletas mantenidas con otros se quedan en mi cabeza, dando vueltas cual satélites que emiten ondas entre intuitivas e informativas. Vamos a ver si hoy, como hace mi amigo, conseguimos que lo hablado entre dos sirva a unos cuantos. Ojalá, ojalá. Siempre es la intención abrir un poco el ojo de la consciencia en cada uno de nosotros. Cuando observamos con más claridad lo que posa en nuestro fondo, consecuentemente, valoramos, comprendemos, incluso manejamos mejor lo que nos toca vivir; lo que somos.

El tema de conversación en cuestión era un mal trago largo que a un buen hombre le ha tocado vivir. Largo no como un tren, sino como un par de años de mala digestión. De esas que no te esperas, en las que comes miel y duele hiel. De esas en las que tus esquemas culturales, profesionales, personales se quiebran cual hielo al golpe punzante, haciéndote saber que aquello en lo que creías no era tal o no era tan sólido. O, simplemente, que a veces las cosas se tuercen demasiado y hoy te ha tocado a ti comprobarlo en un órdago que se ha marcado la vida con el que te ha vencido más que ganado, pues derrotado es exactamente como te quedas.

Me contaba el susodicho que aún espera llegar a encontrar para qué le ha de servir todo esto, todo lo pasado sin justicia ni sentido aparente. Cuenta con la ventaja de haberle cogido el truco a esta linda-perra que vivimos y espera la lección que trae consigo cada batalla.

Claro que todo sirve para algo, él ya ha llegado a hacer muchas cosas a partir de aquello en beneficio de otros. Quizás sea que esperamos que la utilidad de lo ocurrido vaya destinada a metas luminosas y enormes, algo que haga merecer la pena tanto dolor. Cabe la posibilidad de que la mayor verdad que se encuentra tras avatares similares es uno mismo, desnudito, casi solo, sin aquello cultural que te soporta, ese gran trabajo y buen nombre, esa sensación de persona que lo está haciendo bien, aquello o aquel en lo que creías a pies juntillas, en fin, a cada cual lo suyo. Pero cuando todo se cae, aún quedas tú. Y ahí está tu papel, tu trabajo que hacer. Admitirte, comprender por qué ocurren las cosas, qué mueve a las personas, qué pasa y qué queda, qué es importante y qué solo aparente; mirar y mirarte con justicia, con franqueza. Cuanto más te atrevas a reconocerte como eres, a darte lo que quieres, a pisar con la fuerza de lo que sabes es cierto, más tranquilo te sentirás, más sentido cobrará todo. En el momento en que sientas que aquel duro golpe, y a pesar de todo, mereció la pena, habrás aprendido lo suficiente, comprendido y crecido lo suficiente. Eso es para lo que ha de servir, lo más importante que te puede enseñar. Tu forma de mirar será otra contigo, aquello queda atrás, queda pequeño, es solo un paso más, lo que sobrevive fortalecido, grande y luminoso eres tú. Tú.

Sentido común

Escuché que una vez un discípulo hizo una pregunta a su Maestro.
–¿Qué es lo que está Vd. intentando explicarnos, Maestro?
El Maestro le contestó:
–Solo estoy intentando explicaros que cuando llueve, las calles están mojadas.

Bueno, quizá a alguien le parezca una contestación absurda, por ser algo obvio. A mí, cuando lo escuché, también me pareció rara. Pero, si lo había dicho un Maestro, algo querría decir. Y con el tiempo me pareció descubrirlo.

Las enseñanzas están íntimamente ligadas con el sentido común. No hay ninguna enseñanza que no se someta al sentido común. Y como el sentido que ofrece las verdades más nítidas es el común, no es preciso estar en posesión de título ni máster alguno para entenderlas. Basta el sentido común, por cierto, el menos común de los sentidos. ¿Por qué es el menos común? Seguramente porque los hombres nos negamos a admitir lo que es evidente y todo el mundo lo sabe, y preferimos cualquier otra interpretación que se pliegue a nuestros pueriles deseos.

Cuando llueve las calles están mojadas. Es seguro que habrá gente que lo niegue, o que actúe sin tener esto en cuenta. Pero es así de simple y a la vez de irrefutable. No actuar conforme a esta verdad lleva sin duda a actos estériles, nefastos y estúpidos. Igual que en las otras cosas. Salvo que en otras cosas las consecuencias suelen ser más graves.

Hay unas leyes que rigen los acontecimientos, y son leyes que son casi siempre obvias, o de fácil entendimiento. Y si alguien se empeña en llevarles la contraria o en no tenerlas en cuenta, los resultados de sus actos no serán los esperados, sino cualquier otro, que, además de inesperados serán sin duda dolorosos y dañinos.

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No ser más… ni tampoco menos

 

A veces, en este ir y venir de la vida y sus situaciones, nos encontramos con retos complicados, conversaciones donde se supone hay que estar a la altura, o proyectos que nos parecen muy difíciles, con lo cual nos acobardamos, pues todo lo que implica cambio, novedad, esfuerzo suplementario, nos repatea el hígado. Entonces nos sobrevienen las dudas: ¿seré capaz yo de hacer esto? ¿Y si me sale mal? ¿Y si todos se dan cuenta de que no soy tan bueno como aparento ser? De esta forma complicamos y agrandamos el asunto, pues mezclamos la dificultad propia de la situación con nuestro deseo de agradar, y cierto miedo a perder el prestigio ante los demás, a hacer el ridículo, y que nuestra dignidad se vea dañada.

Pero, mal asunto si dejamos que la vanidad sea el motor de nuestras acciones… porque entonces estaremos persiguiendo ser fieles a una imagen que nos hemos hecho de nosotros mismos, una imagen repleta de prejuicios, enseñanzas que damos por válidas hasta convertirlas en creencias, de méritos pasados que nos enorgullecen y nos gusta mostrar, de opiniones ajenas que deseamos a nuestro favor, en fin, de tantas y tantas cosas adquiridas con el tiempo…

Pero si todo eso nos apresa y nos ahoga, hay que liberarse, hay que plantarse, decirse a uno mismo ¡basta! Y como decía un viejo poema que ya nunca más volveré a leer (pues lo he buscado sin suerte):

En ocasiones es necesario
mirar por encima de los tejados,
vaciar de trastos viejos el cerebro
y respirar un… ¡soy eterno!

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El vagón de las paranoias

Desde que empecé a escribir en este blog, o quizá desde un poco antes, me muevo por estos mundos de Dios con un punto de atención mayor del que tenía antes, fijándome en las cosas que me suceden y cómo me afectan, tratando de tener una mente abierta a las enseñanzas que se puedan ocultar en cada momento. Pues en eso andaba cuando hace unos días cogí el metro de Madrid, rico en género humano, coincidiendo en el vagón con dos personas, desconocidas entre sí, aquejadas de algún grado de paranoia.

Uno de ellos no dejaba de repetir, una y otra vez, dos o tres frases recurrentes sobre las mujeres y el Real Madrid, finalizándolas con un contundente ¡Ahí queda eso, ahí queda eso! La gente del vagón, entre los que me incluyo, no podían evitar sonreír, pero el que más abiertamente se divertía era el que, cada dos minutos aproximadamente, tosía de forma sonora y artificial como queriendo llamar la atención. Eso me resultó curioso…

Pero conste que no los quiero llamar paranoicos, no me gustan las etiquetas, son como sentencias a cadena perpetua, y nadie merece llevarlas. Todos nosotros, a lo largo de la vida, vamos coleccionando un buen número de ellas, pero valen, como mucho, para un período muy concreto de tiempo. El hombre no está nunca “acabado”, siempre se mueve, cambia, crece y supera infinitos obstáculos. Esa es la verdadera historia del hombre.

Se me ocurre que andar poniendo etiquetas es también una forma de paranoia (¿lo es?), pues resulta ser algo que hacemos repetidamente, sin darnos cuenta, y con la falsa seguridad de que controlamos lo etiquetado. Decimos: Fulanito de tal es esto o lo otro, y así se acaba con el problema, el misterio del tal fulanito ha sido resuelto… No nos extrañe luego llevarnos sorpresas, porque las etiquetas nunca se ajustan a la realidad. Si no nos dejáramos llevar por lo fácil que supone etiquetar, entraríamos en otro plano, saldríamos de nuestro pequeño mundo y nos encontraríamos con uno mucho más amplio, el de la comprensión, una actitud, sin duda, más propia de filósofos.

Filosofía en movimiento

Hace ya varios días leí los premios que dio la revista 20 minutos a los mejores blogs en distintas categorías. Me entretuve leyendo la mayoría de ellos y debo confesar que me entró algo de envidia porque eran blogs en los que te podías pasar toda una tarde leyendo y leyendo y aún te quedaban ganas de más. Me gustaría que nuestro blog fuera también así de atractivo, pero claro, esto no lo puedo decir al ser uno de los implicados, y también porque al haberlo leído tantas veces ha perdido para mí la frescura de leerlo la primera vez.

Si traigo esta noticia aquí es porque me llamó la atención que el mejor blog de todos es el de un taxista madrileño en sus ratos de espera en la T4, filosofando acerca del pulso de una ciudad vista desde el asiento de un taxi. Me encantaría poder encontrarme a este filósofo del taxi en alguna de mis visitas a Madrid. Pero me temo que no estaré a la altura de sus personajes, de los que dicen:

Todas esas luces proyectadas sobre la fachada de Correos, ¿iluminan, o desmienten?

O los que mantienen conversaciones tan fulminantes como: Continue reading

Reverdecer

El aire del norte desnudó los árboles frondosos del estío. Las hojas secas, otrora vivas, tejieron un manto muerto a los pies del tronco desolado. Las ramas, ausentes de nidos y pájaros, cantan tristes su ausencia, arañan estérilmente el cielo vacío.

El pálpito se cierra sobre sí mismo. La vida se hace mínima, pero suficiente. Solo es el sueño del invierno.

Duerme todo, en el silencio, truncado solo por el soplo del viento sonoro, seco y frío.

Pero un día sonaron fuertes los clarines de la tierra parda. Sonaron los benignos aires del mediodía. Dulces caricias calentaron las duras raíces y las cortezas se fueron haciendo tiernas y fecundas. Poco a poco, y de nuevo, la sangre del planeta movió las entrañas del árbol desnudo.

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