Reverdecer

El aire del norte desnudó los árboles frondosos del estío. Las hojas secas, otrora vivas, tejieron un manto muerto a los pies del tronco desolado. Las ramas, ausentes de nidos y pájaros, cantan tristes su ausencia, arañan estérilmente el cielo vacío.

El pálpito se cierra sobre sí mismo. La vida se hace mínima, pero suficiente. Solo es el sueño del invierno.

Duerme todo, en el silencio, truncado solo por el soplo del viento sonoro, seco y frío.

Pero un día sonaron fuertes los clarines de la tierra parda. Sonaron los benignos aires del mediodía. Dulces caricias calentaron las duras raíces y las cortezas se fueron haciendo tiernas y fecundas. Poco a poco, y de nuevo, la sangre del planeta movió las entrañas del árbol desnudo.

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Por Caridad

Hoy alguien me ha preguntado quién es Caridad.
Caridad y yo nos encontramos hace unos diez años trabajando en la misma empresa. Era psicóloga y la primera persona «con alitas» que conocí. Yo llamaba así a la gente que hablaba con profundidad en conversaciones cotidianas, sin tapujos ni flirteos con el «qué dirán», que leía otro tipo de temas y pensaba de utópica y poco práctica manera.

Cari, con gran cercanía, te hablaba, siempre muy bajito, sobre la vida tal cual es o tal cual ella la veía. Con ejemplos, prestando libros, contando historias, te hacía ver «otro lado» de las cosas. Iba arrojando lucecitas a su alrededor.

Además, era tan humana como todos y, por tanto, sufrió de decepción, de frustración y de desconocimiento, o sea, que vivió. Y disfrutó como nadie de utopías, ilusiones, osadías e ingenuidades, o sea, que aprendió.

Era chiquitita, pelirroja postiza, con pequeños ojillos verdes llenitos de picardía y encanto. Tenía, justo hasta hoy, 54 años, iba a doctorarse en psicología, tenía una consulta propia y algunos proyectos por empezar. Estaba siempre un poco desapegada de la parte más fea de la realidad cotidiana. Simplemente no la importaba. Vivía… en su propio mundo.

Le gustaba ayudar a los demás. Ni siquiera necesitabas entrar en su despacho, iba arrojando sus colores según te encontraba por el pasillo, a los compañeros, a los alumnos, a los de detrás del mostrador, a la recepcionista, incluso a la directora.

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Desolación

Iba a tomar el autobús que me llevaría al Instituto donde ensayamos la coral. Estábamos sentados esperando, unas cuantas personas y yo. Se oyó un ruido sordo tras el grueso cristal de la marquesina. Nos volvimos. Había un hombre en el suelo, tendido de bruces.

Era mayor, muy mayor, viejo. En medio de la agitación del grupo, traté de incorporarle el tronco con idea de apoyar su espalda en el cristal, y así sentarle. Me costó trabajo. Su cara sangraba, y enseguida mis manos estaban rojas.

Con dificultad, le moví las piernas que habían quedado trenzadas y traté de ponerlo cómodo.

¿Alguien tiene un pañuelo, un pañuelo de papel? En un momento, mi mano se llenó de pañuelos de papel. Le pregunté por sus dientes, y me dijo que estaban bien. Solo eran los labios, pensé.

¿Qué le ha ocurrido, ha tropezado usted con algo? Con voz débil e insegura nos dijo que no. Solo eran sus piernas, que a veces se negaban a seguir soportando su cuerpo anciano.

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Lágrimas de cocodrilo

No hace mucho lo pensaba: a medida que uno se hace más fuerte, en el sentido de más maduro, de saber quién es y lo que quiere en la vida, las circunstancias se confabulan para hacértelo todo más difícil que antes, como si se cumpliese la “sincronicidad” de que las responsabilidades aumentan en la medida que aumenta la propia conciencia (si es que eso es posible en mi caso). Dicho de otro modo, que Dios aprieta pero no ahoga; eso sí, a unos les aprieta más que a otros, y hoy te aprieta más que ayer pero menos que mañana. Y si esta madurez de la que hablo sucede en un corto periodo de tiempo, las hostias que uno puede llevarse son muchas y de muy diferente índole.

No sé si me explico, ni si el lector ha pasado alguna vez por algo así; a veces dudo de que las palabras cumplan realmente su cometido. El otro día me hacían un comentario sobre uno de mis blogs, concretamente «El origen de los ritos», más conocido por el “blog del gato”, donde digo algo bastante fuerte sobre los ritos (o eso creía), y para hacerlo simpático puse una analogía real con el rito que hace mi gata todas las mañanas. Pues bien, al parecer lo que primó es el felino, lo que se recuerda es lo anecdótico, seguramente porque hablar de ritos hoy día está pasado de moda y a casi nadie le importa. Disculpe el lector mis anacronismos, pero en ese momento me pareció interesante.

En este sentido, mi blog de hoy también puede ser mal interpretado, o mal comprendido, pues requiere de la complicidad del lector, aquello que hace maravillosa la literatura, es decir, la propia vivencia del que lee; eso hará que mis palabras cobren vida de verdad o suenen a algo parecido a lo que en realidad quise decir.

Cuando uno tiene su vida más o menos organizada y está satisfecho con ella, tanto en lo material como en lo personal. Ocurre, o puede ocurrir, que sus circunstancias no cambien apenas, que su día a día sea muy parecido un año tras otro, con lo cual tampoco hay un mayor grado de madurez, ni un crecer como persona, y entonces es la pescadilla que se muerde la cola, mis problemas son más o menos los mismos porque yo sigo siendo más o menos el mismo. Quien esté en esa situación no podrá comprender, del todo, lo acorralado que uno puede llegar a sentirse cuando desde muchos frentes tiran de uno, y además lo hacen a la vez.

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Un año de blog

Hoy cumplimos un año.

Iba a escribir que este blog cumple un año, pero todo el que esté leyendo el blog es parte de él: los que introducimos los temas, los que dejan sus comentarios, los que simplemente lo leen. Todos cumplimos un año trabajando en este sueño de querer poner un rincón de filosofía en la web, a través de un blog que muestra las impresiones cotidianas de “gente normal y corriente” que se hace preguntas acerca de la vida. A eso es a lo que llamamos un “filósofo cotidiano”.

Hace un año escribía que es muy difícil comenzar algo, pero después de un año ya nos hemos olvidado de ese miedo a empezar a hablar en voz alta de la filosofía. Y decía que lo más difícil es que otros te sigan. La grandeza de la filosofía es que su historia, las ideas de los distintos filósofos forman parte de ella misma. Aprendemos no solo de nuestra experiencia, sino de la de los demás, sobre todo de los Maestros.

Los autores de este blog no aspiramos a ganar ningún premio (ciertamente, debería mejorar el diseño, que es bastante soso), ni queremos ser los más populares de la red. Nos gustaría ofrecer una visión diaria de la vivencia de la filosofía, pues creemos que puede aportar bastante a nuestros lectores. A nuestra inmensidad de lectores, porque no nos podíamos imaginar que en un año recibiéramos más de cuatrocientas mil visitas. Muchas gracias a todos los que nos leen.

Este blog nació entre el día de las Telecomunicaciones y de Internet y el de los Museos. De haberlo elegido, hubiéramos querido que fuera el día de la Filosofía (el tercer jueves de noviembre). Pero todos y cada uno de los días del año son buenos para recordar lo mejor de la vida, la filosofía, los museos y también, cómo no, Internet cuando es una herramienta que nos acerca y nos hace más humanos.

Un paso atrás

Hoy hay muchas cosas que podría contaros, y cuando me ocurre esto, me dan ganas de hablaros de todo ello como si, de modo similar a aquella entropía que mostraba Cyrano, ellas solas encontrasen su unión coherente.

Por ejemplo, y por comenzar por algo, escribía hoy a un buen amigo que cada uno debe encontrar sus colores en la vida, que después de mucho rebuscar entre brillos y sombras, seleccionar el trigo de la paja, he llegado a saber que mis propios colores son el sentido profundo y la solidaridad. Son colores que me llenan, que no me cuesta echar fuera para que sirvan a otros. Creo que cada cual debe buscar los suyos para pintar con ellos el mundo. Entre todos saldrá el cuadro perfecto, el más real, el hecho por hombres que se conocen a sí mismos y se expresan como son.

Se lo contaba a cuento de un paso atrás dado por alguien cercano, un cambio de rumbo, un standby de esos que, en el fondo, nos hace estar más próximos a lo que somos.

No llego a comprender por qué rectificar suele considerarse algo malo. Es posible que se asocie a la idea de que has perdido el tiempo mientras hacías aquello que hoy has dejado. Sin embargo, todo lo que nos ocurre nos da cierta forma, bien en el costado derecho, bien en el izquierdo, bien nos pone un poco de arcilla, hoy sin sentido, que con el tiempo será un bonito adorno o una útil asa en el jarrón que cada uno somos. Todo sirve, todo suma.

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Saber y saber explicar

No entiendes realmente algo a menos que seas capaz de explicárselo a tu abuela.
A. Einstein

Muchas veces nos ocurre que alguien nos hace una pregunta sobre algo y cuando intentamos explicárselo, nos encontramos con una gran dificultad. Tras muchos intentos de hacerle entender nuestra idea o conocimiento sobre el asunto, terminamos con la conocida excusa: “¡Qué coraje! ¡Lo sé, pero no sé explicártelo!”.

Y lo que realmente ocurre, aunque no queramos admitirlo, es que no comprendemos lo que “sabemos”. Lo sabríamos explicar en nuestro lenguaje, porque en ese lenguaje lo oímos cuando nos lo contaron, pero ese lenguaje no es conocido por nuestro inquisidor, así que contárselo tal cual no vale para nada. Valdría si conociera nuestra “jerga”. Pero no la conoce.

Las “jergas” tienen el inmenso peligro de utilizar palabras que acaban siendo solo sonidos vacíos de contenido, porque entre sus usuarios no se plantea qué significa cada palabra. Se da por sabido su contenido. Nunca hay petición de principio. Y ¿en qué consiste la petición de principio? Pues, para verlo claro con un ejemplo, sería cuando alguien nos pregunta:

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Androides que nos emocionan

Desde muy joven siempre me llamaron la atención esas pelí­culas donde una máquina, un cerebro electrónico, acababa comportándose como un ser humano. Recuerdo que solía reflexionar: si el hombre es una máquina, ¿por qué no va a ser posible crear una máquina tan perfecta que sea capaz de dar a luz un alma, o encarnarla? Ya sé que es ingenuo pensar eso, que a lo más que podemos llegar es a la inteligencia artificial, y que en tal caso no se deja de actuar con respuestas automáticas, muy sofisticadas, pero programables a fin de cuentas.

Pero entonces, ¿por qué nos emociona tanto ver a una máquina con sentimientos? Es una fórmula que funciona, y el cine ha dado buena muestra de ello, por ejemplo:

– 2001: Una odisea del espacio. Dirigida por Stanley Kubrick en 1968; en ella el ordenador HAL 9000 se equivoca y para disimular (muy humano) se carga a varios tripulantes.

– Engendro mecánico, pelí­cula de 1977 dirigida por Donald Cammell. En ella, un superordenador se niega a decir cómo sacar petróleo del fondo del océano para no perjudicar la vida marina, y luego se las arregla para renacer en un ser de carne y hueso.

– Blade Runner, dirigida por Ridley Scott y estrenada en 1982. Todo un clásico de la ciencia ficción, donde el androide Nexus-6, poco antes de morir, se convierte en poeta cantando a la belleza de todo lo que ha visto, y muestra su pena porque todo eso se perderá en el tiempo «como lágrimas en la lluvia».

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