¿Cambian las personas?

Lo cierto es que me gusta conversar con según qué personas; es enriquecedor observar las cosas con los ojos del «otro», siempre aportan matices nuevos, o refuerzan con otros argumentos y experiencias, ideas que ya estaban en uno mismo . Aunque también es verdad que esas mismas conversaciones le obligan a uno a hacer autocrítica, a desechar opiniones que se desvanecen ante la claridad de una buena conversación. Esto mismo nos ocurrió ayer sábado, sin ir más lejos, a una amiga y a mí, comiendo en el Ateneo Científico Literario y Artístico de Madrid por 6 € el menú (y bastante bien). Hablamos de muchas cosas, pero de entre todas ellas me quedo con un tema, el de si las personas cambian realmente.

Ella decía que la gente no cambia, o apenas cambia, que somos básicamente los mismos que hace diez o veinte años. Esta idea, que me parece bastante cierta (aunque no del todo) entre la gente sencilla, que se dedica a vivir su vida sin plantearse demasiadas cosas, me horroriza entre otros colectivos más comprometidos con la vida, la sociedad, su visión del mundo, y cómo no, entre los que, supuestamente nos autocalificamos de filósofos buscadores de la verdad, pues, lo queramos o no, soñamos con cambios sociales en nuestro entorno y en nosotros mismos.

Pero dándole vueltas, consultándolo con mi consejera la almohada, vi que sí, que eso es así, no cambiamos tanto. Lo que sí hacemos, o deberíamos hacer, es tomar conciencia de qué somos, y ser lo que somos, pero de otra manera, más consciente, más real, más auténtica. El viejo dicho (axioma para los muy leídos) que dice “Conócete a ti mismo” sigue tan actual como siempre, eso tampoco cambia. El siguiente paso sería aceptarnos, pero esa es otra historia.

Así pues, no tenemos más remedio que conocernos para ser conscientes de lo que somos; quizá eso sea más importante, o va antes de querer cambiar. Como le oí decir una vez a Jodorowsky: «Si no somos lo que somos, ¿quién somos?».

The sounds of silence

Esta canción nació de la inspiración de Paul Simon, que formó con Art Garfunkel uno de los más famosos dúos de los años 70 y 80. La canción pasó desapercibida en su primera edición, a principios de 1964, pero luego llegó a alcanzar el número 1 de las listas norteamericanas en 1966.

Según cuenta Paul, le vino la inspiración a raíz el asesinato de John F. Kennedy a finales de 1963, tras el trauma que dejó en la sociedad de su época, y refleja la falta de comunicación.

Por cierto, el título original en plural (sounds) fue cambiado en el álbum por su versión en sigular; ambas formas aparecen en la letra que reproducimos más abajo.

La letra me resulta muy sugerente, porque nos enfrenta con la búsqueda de ese sonido interior, alejado del ruido exterior, de la gente que habla pero no conversa, oye pero no escucha. Y así, el silencio interior se impone, llenándolo todo de paz.

Garfunkel una vez resumió el significado de la canción como «la incapacidad de las personas para comunicarse entre sí, no particularmente a nivel internacional, pero emocionalmente, por lo que lo que ves a tu alrededor son personas incapaces de amarse entre sí».

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Lo que importa

Ayer, paseando con mis perros por las calles casi solitarias y casi silenciosas, vino a mi mente una idea que seguramente habría estado cocinándose durante largo tiempo dentro de mí, esperando una forma clara con la que entrar en mi conciencia. Y entró de repente.

Seguramente la chispa que encendió la llama y luego la luz fue que escuché a dos novios que discutían agriamente, lanzándose recíprocos reproches, y luego a dos ancianos que intercambiaban opiniones sobre cómo se estaba arreglando la calle, si bien o si mal.

Y pensé: nadie se ocupa de lo que le importa. Todos se ocupan de lo que no les importa.

Y paradójicamente, es así exactamente. Parecería que es al revés, que todos nos ocupamos ante todo de nosotros mismos. Pero nada más lejos de la realidad. En la práctica, todos huimos de nosotros mismos. El mero hecho de acercarnos un poco nos da terror.

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Los lobos

Pues la semana va de historias escuchadas y preciosas, que tienen algo que enseñar…

Hace tiempo que quería contar cómo en uno de esos días de niebla interior y confusión, de decepción sobre las personas, me habló un amigo. Lo que me dijo fue tan sincero y tan cierto que lo aprendí al instante y jamás lo he vuelto a olvidar.

Me contó cómo en la vida puedes tomar el camino del rencor, el odio, la incomprensión y el encierro; inevitablemente ese camino tiene sabor amargo. Luego hay otro camino, el de la confianza, el entender, el querer y el avanzar, que de modo seguro lleva a la alegría.

Se trata de creer, primero en nosotros y luego en los demás. Creer en que son más los errores que la malicia, las prisas que los olvidos, la falta de comunicación que la falta de sentimientos. Y desde ahí, comprender, tendiendo los puentes que faltan, facilitando la salida al exterior de aquello que está dentro de todos nosotros. Increíblemente, funciona. Es sencillo y gratificante. Se llama CONFIANZA.

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Temprano madrugó la madrugada

Hace unos días, mi cuñado me contó una historia que oyó en la cadena Ser, en el programa Milenio 3, que me impresionó hondamente. Y como estas cosas son como el agua, que si te las guardas se pudren, y porque como dice el sabio: “Todo lo que das, te lo das”, me decido, pues, a contárosla tal y como la recuerdo, y sin comentarios.

Un joven estudiante fue diagnosticado con un cáncer. Era de tal gravedad que los médicos le daban unos pocos años de vida, sin saber con exactitud cuándo se produciría el desenlace de la muerte. Cuando el chico fue informado de la situación, se vino abajo, ya no quiso salir, ni estudiar, ni hacer nada de nada, se recluyó en el cuarto de su habitación… a esperar. Sus padres no sabían qué hacer, ni qué decirle; impotentes, asistían como simples espectadores ante algo tan contradictorio: una vida joven que comienza, con todo lo que ello conlleva de promesas y sueños futuros, y que sin embargo lleva grabado en su piel el signo visible de la muerte.

A mi memoria vienen aquellas palabras que dijo el poeta: “Temprano levantó la muerte el vuelo, temprano madrugó la madrugada…”.

Pasaron los días, las semanas, los meses… y algo se despertó en aquel chico. Su carácter, tímido y hundido en la desesperanza, se rebeló por un instante a dejarse morir sin más. Asumiendo lo que es inasumible, hasta que uno se ve en semejante brecha, se decidió a salir de su encierro. Comenzó entonces a dar largos paseos por el parque y por la ciudad, y en uno de ellos, se detuvo frente al escaparate de una tienda de música, se quedó un largo rato mirando a través del cristal. Al otro lado, una preciosa chica despachaba a los clientes. Venciendo su timidez entró en la tienda y le dijo a la chica: quiero un CD, ¿me lo puedes envolver?

Al día siguiente volvió a la tienda y le dijo, embobado, a la chica: quiero un CD, ¿me lo puedes envolver? Eso mismo estuvo haciendo durante días y más días, hasta que, no pudiendo más, le contó a su madre lo mucho que le gustaba esa chica. Esta le animó a que se decidiera y la invitara a salir con él, pero como le daba mucha vergüenza no se atrevía. Finalmente a su madre se le ocurrió que, la próxima vez que fuera, podría dejar un papel en el mostrador con su número de teléfono y un sencillo “llámame”. Al chico le pareció buena idea y eso es lo que hizo. Al cabo de unos días la chica llamó a su casa. La madre, al descolgar el teléfono, y saber quién era, estalló en sollozos, pero entre lágrimas pudo decir que su hijo, su hijo había muerto.

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El palín

Cierta vez, y con intención de arreglar mi huerto, fui a un comercio de Chiclana a comprar un palín. Me habían dicho que era un instrumento muy útil, no solo para el huerto, sino para plantar árboles, hacer parterres y otras cosas.

Fue fácil encontrarlo. Al parecer era una herramienta de uso muy común entre los camperos. Cogí uno que me pareció fuerte y fui a la caja a pagar.

Allí, junto a mí, estaba un campero de los de antes. Era anciano, como de setenta años al menos, con su piel arrugada por los soles, su gorra de visera y su mirar socarrón. Me miraba cómo yo sonreía ilusionado con mi palín en la mano, imaginándome lo bien que dejaría mi campito y el huerto.

Sin más, me abordó y me dijo:

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La creación artística

 

La creación artística implica síntesis, por lo que la mente puramente analítica jamás puede crear. Una verdadera obra de arte no es una suma de pinceladas, formas o sonidos, no aparece sobre la marcha; la obra está más allá, preexiste en la mente del artista y se expresa en formas pero no es creada por la forma.

El camino del corazón

En varios blogs, ya antiguos, recuerdo haber leído cosas sobre el corazón como lugar donde reside el saber, lo que de verdad es el hombre, su esencia, y de ahí luego se ha hablado del camino del corazón, etc. Y como sé, por amargas experiencias, que las palabras no siempre tienen el mismo significado para todos, que a veces uno dice algo creyendo que todos lo entendieron y se queda tan pancho, que en nuestro mundo habitual y particular de ideas no siempre las nuevas son bien recibidas, y en fin, porque al hablar del corazón es lógico que lo relacionemos con lo romántico, confundiendo “el camino del corazón” con el sendero de los enamorados (que no es lo mismo aunque pueda tener relación), por eso, digo, es que me decido a hacer esta reflexión en voz alta sin saber muy bien a dónde me llevará.

Hablando hace varios días con un viejo amigo (que para mí tiene mucho de sabio), decía que si la materia es algo muy complejo, es normal imaginar que los mundos sutiles (supongamos que existen) son muchísimo más complicados y difíciles de entender y vivir. Pero que, sin embargo, hay personas que hablan de lo espiritual con mucha ligereza, como si lo llevaran metido en el bolsillo. Creo que por mucho que a las cosas les pongamos nombre y estudiemos su definición, no por ello las conocemos o vemos su realidad; de ahí la humildad con la que, creo, debemos siempre tratar estos temas, y de ahí también lo importante de reflexionar sobre todas las enseñanzas para hacerlas nuestras (o no), “traspasando” el nombre o la definición con que un día lo estudiamos.

Lo que yo entiendo por camino del corazón es: abrirse a los dictados de la conciencia y ser coherentes con ella más allá de dogmatismos, creencias o frases hechas. El que la cultura egipcia y otras la sitúen físicamente en el mismo lugar o cerca del corazón no cambia nada. No creo que se trate de dejarse llevar por los sentimientos hacia alguien o algo; pienso que el camino del corazón es otra cosa, es una actitud, una libertad, una confianza, una alegría, una apertura a la vida y a las personas y lo que nos ofrezcan, un saber escuchar y compartir con afán de aprender y crecer, aunque eso nos haga momentáneamente vulnerables o nos cause dolor, porque, en mi opinión, es precisamente esa “vulnerabilidad” la que nos traerá las mayores certezas.

Eso es lo que yo entiendo por “camino del corazón”.

¿Vidas paralelas?

En Navidades suele pasar que uno se acuerda de gente a la que no ve, con lo cual, una de dos: o le hundes en el olvido hasta nueva ocasión, o le haces una llamada sorpresa, porque lo del sms queda un poco… miserable, siendo alguien que no ves en un año o más. El caso es que yo hice esa llamada; nos alegramos mutuamente de saber el uno del otro, y quedamos en volver a contactar, sin demasiada convicción, para almorzar. Al cabo de tres o cuatro días recibí un sms de él, que me decía con sorna: “Conocer nos hace libres”, a lo cual, acordándome de la definición de Hegel, le respondí: “No. Conocer es una representación del mundo. Saber nos hace libres”.

Al día siguiente lo llamé para almorzar y nada más descolgar el teléfono me dijo con voz fuerte y divertida: ¡dímelo todo, dímelo todo!, a lo que, sin dejar de reír, le respondí: ¿Me has echado de menos? Esa misma mañana almorzamos juntos.

Es alguien que no estudia filosofía, ni escucha música digital, ni fuma tabaco, no se casa con nadie, ni deja de creer o no creer en Dios. Prefiere la escuela de la vida, colecciona discos de vinilo y escoge fumar cosas menos cancerígenas. La última vez que le vi, antes de esta quiero decir, tenía en su mesa del salón (sin televisor) el libro de Miguel de Unamuno “Vida de don Quijote y Sancho”. Coincidió que ese mismo día le llevaba mis apuntes sobre una charla que di hace tiempo sobre Unamuno y la España quijotesca (o algo así) basada, en gran parte, en ese mismo libro.

Durante el almuerzo me explicó en dónde estaba, es decir, cuáles son sus conclusiones sobre la vida en ese momento. Me decía que eso de que todo era mental (teoría del Kybalión) era falso, que en la vida también hay emotividad y es real. Yo traté de explicarle que en realidad el Kybalión se refiere a que todo es imaginación, incluido las emociones, pero desistí cuando creyó que le estaba contradiciendo. Le hice ver que para mí también eso es muy importante y que tiene su realidad. Recuerdo, incluso, haber leído que un mentalista famoso decía que era importante la autoestima para resolver problemas matemáticos.

Hablamos de eso y otras muchas cosas que omito por no ser indiscreto. Y al despedirnos le pregunté a bocajarro sobre qué estaba leyendo. Me sorprendió la respuesta; me dijo que acababa de comprarse un diccionario abreviado de etimologías (de san Isidoro de Sevilla). No hace mucho yo mismo busqué un diccionario de ese tipo y desistí al ser obras volumétricas; en su defecto, me apunté a una lista de correos electrónicos que me manda cada semana tres palabras con su historia, algunas muy simpáticas.

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Niños magos

Dicen que los niños y los borrachos cuentan siempre la verdad. Y bueno, tengo bien constatado que eso no es cierto, ya que incluso los niños tienen «su» propia verdad de lo que ocurre. Sin embargo, lo que sí hacen es no tener pelos en la lengua. Quizás a eso se refiera el dicho.

Así pues (y bajo riesgo de que me llamen Miss children… por lo mucho que los menciono), contaré que charlaba con un enano de cinco años sobre la Navidad cuando me preguntó sin más ni más:

–¿Y tú crees que los Reyes Magos habrán sido niños alguna vez?

Prometo que tuve que pensar un rato la respuesta. Rato que aproveché para soltar carcajadas tanto externas como internas, provocadas por la audacia de la curiosidad infantil.

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