La teoría del 50%

Esta simpática teoría, o al menos eso les parece a los que se la he explicado, no es nueva, ni mucho menos mía, es fruto de muchas lecturas, reflexiones, vivencias, sentimientos trágicos y también alegrías. Es tan sencilla, tan de Perogrullo y “lógica” que parece hasta infantil, pero mira por dónde, hoy por hoy estoy dispuesto a defenderla contra viento y marea, a contracorriente, que es lo mío. Como decía al principio, e insisto en ello no sea que luego me acusen de vanidoso, no es un invento mío, lo único que he hecho y seguiré haciendo, es ir reuniendo enseñanzas y experiencias bajo la luz de mi propia coherencia, que como le dije hace poco a un amigo cuando me preguntó: Según tú ¿cómo crece el ser humano?, respondí sin pensármelo dos veces: sumando coherencias, sumando coherencias. Por supuesto le decepcioné, él esperaba otra cosa, pero eso me lo guardo para otro blog.

Podríamos empezar diciendo que, tal y como nos cuentan varias mitologías, al principio existía la nada inmanifestada, y que de un metafísico “estornudo” (¿big-bang?, ¿aliento del dios Brahma?) aquello que no era de pronto fue, y se expresó en la existencia de dos maneras: como espíritu y como materia. Por lo tanto, ambas serían hermanas, ambas tendrían su realidad digamos… ¿al cincuenta por cien? Pero claro, eso sólo es un mito y algunos de los lectores se sonreirán ante tan pueril exposición. Vayamos, pues, del macrocosmos mitológico al microcosmos científico, a la vida con su riqueza infinita de formas materiales. Hace ya tiempo que los científicos no salen de su asombro ante los descubrimientos de la física cuántica. ¿Qué es la materia? ¿Campos vibratorios con propiedades de onda que escapan a la lógica de la física mecánica? ¿O una agrupación de partículas perfectamente visibles y mensurables en el espacio y el tiempo?… ¿Lo dejamos en un cincuenta por cien?

Pero confieso que todo esto me dejaría indiferente si no tuviera una aplicación ética a nuestras vidas. Si tales ideas no modificaran nuestra propia manera de relacionarnos con aquellos que nos rodean ¿de qué servirían? Y eso, precisamente, es para mí lo más interesante de esta teoría que, por otra parte, podría explicar otras muchas cosas. ¿Cómo nos relacionamos con los demás? Buena pregunta. Si somos de esos que creen tener la verdad sobre la vida e imponen su criterio sin escuchar al otro, sin tenerle en cuenta, sin una mínima sospecha sincera de que el otro pueda aportarnos algo interesante… entonces no seguimos la teoría del cincuenta por cien. Esta teoría entiende que la vida tiene su realidad, que las personas tienen su realidad, es decir, su verdad, y que por lo tanto merecen nuestra atención y respeto en el porcentaje que les corresponde. Algo de eso apuntaba ya mi blog sobre «El camino del corazón» y el de «Las tres visiones».

Tomen buena nota de esta teoría, pues dará que hablar (pasad la voz), especialmente los fanáticos de toda índole, sea futbolera, política, religiosa o filosófica, y sobre todo, recordad que esta teoría sólo es válida… ¿en un 50%?

Deslocalización

Nos estamos acostumbrando a esta rara palabreja. Se trata de trasladar un centro de trabajo de una zona a otra, generalmente de un país a otro y últimamente de un extremo a otro del planeta. Ahora es más común porque gracias a la liberalización de aranceles y de fronteras económicas, el mundo se ha hecho más global. Y digo esto sin sorna, porque es insólito que además de las fronteras naturales los hombres establezcamos entre nosotros fronteras políticas y económicas. Me diréis que de alguna manera hay que regular la avalancha de movimientos masivos de gente de una zona desfavorecida a otra más rica. Pero en este argumento se asientan las ideas de conveniencia y de falta de confianza: falta de confianza porque no queremos que el esfuerzo traducido en riqueza que hemos generado para nuestra zona (ciudad, región, país, continente) sea aprovechada por otros que no contribuyeron a ello; conveniencia porque se permite que los gobernantes corruptos de países supuestamente pobres vivan de la explotación de la miseria de sus habitantes. En fin, una difícil cuestión.

Hace muchos años los españoles tenían que emigrar a Francia o Alemania para conseguir trabajo, pero a finales de los 80 y en los 90 se crearon suficientes trabajos para que empezara a llegar gente de fuera para cubrir las necesidades. Desde finales de los 90 y en este nuevo siglo dejaron de crearse nuevas industrias, y poco a poco muchas de las que había han ido trasladándose a los países del este. Lo curioso es que Hungría o Polonia han visto cómo algunas empresas se trasladaban a China y estos a su vez temen que se vayan a Filipinas o Vietnam. ¿Qué será lo siguiente? Porque parece que tanto Sudamérica como África no salen de su pobreza, subdesarrollo y letargo. Lo siguiente nos parece ciencia ficción. Los medio-esclavizados orientales serán sustituidos por robots (¿sabíais que robot es una palabra checa que significa esclavitud?) y quizá ya no hagan falta tantos trabajadores. Hasta que los robots «se harten» y exijan sus derechos. No sé bien cómo encajará esto en el actual sistema capitalista, que necesita que todos tengamos un trabajo para fabricar cosas que no nos hacen falta y así podamos obtener un dinero que utilizaremos para comprar lo que no necesitamos. Si tanta gente en España deja de trabajar en la industria o en el campo, y aunque aún seamos más ricos que nuestros vecinos del Sur, ¿de qué vamos a vivir a largo plazo? No sé, no lo entiendo.

Ayer se anunció que otra fábrica se cierra en España, además en una de las zonas con más paro de España. Más de 4000 familias que dejarán de recibir su sueldo mensual. Un día triste para la provincia de Cádiz, que no merece estos empresarios ni estos políticos.

El transmisor de ideas

Es ahora una mesa lo que habito cada mañana. Una redonda, cubierta de melamina gris, silenciosa y compañera. Es la última de una hilera de ellas, la que está más arrinconada, más íntima, casi escondida entre la extensa población de libros apoyados uno tras otro, estante sobre estante.

El multitudinario silencio llena este lugar en que la palabra demuestra su poder, una biblioteca de barrio, actual y con sabor. Curiosa mezcla de irresistible atractivo.

En cada descanso tras un par de horas trabajando, doy un paseo que resulta necesario y reconfortante. Leo títulos al azar y me detengo ante algunos con buen sonido: «El juego de la vida», «La felicidad según Séneca», «Reflejos del cosmos», «El arte de la impermanencia», «La obra poética de Luis Cernuda», «Cordura y locura en Cervantes»…

En cada uno una ojeada, un momento de intriga y enseguida otro de decepción o, si hay suerte, de disfrute que lo hace recomendable bien para la sección de reseñas, bien para deleite propio.

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¿Cambian las personas?

Lo cierto es que me gusta conversar con según qué personas; es enriquecedor observar las cosas con los ojos del «otro», siempre aportan matices nuevos, o refuerzan con otros argumentos y experiencias, ideas que ya estaban en uno mismo . Aunque también es verdad que esas mismas conversaciones le obligan a uno a hacer autocrítica, a desechar opiniones que se desvanecen ante la claridad de una buena conversación. Esto mismo nos ocurrió ayer sábado, sin ir más lejos, a una amiga y a mí, comiendo en el Ateneo Científico Literario y Artístico de Madrid por 6 € el menú (y bastante bien). Hablamos de muchas cosas, pero de entre todas ellas me quedo con un tema, el de si las personas cambian realmente.

Ella decía que la gente no cambia, o apenas cambia, que somos básicamente los mismos que hace diez o veinte años. Esta idea, que me parece bastante cierta (aunque no del todo) entre la gente sencilla, que se dedica a vivir su vida sin plantearse demasiadas cosas, me horroriza entre otros colectivos más comprometidos con la vida, la sociedad, su visión del mundo, y cómo no, entre los que, supuestamente nos autocalificamos de filósofos buscadores de la verdad, pues, lo queramos o no, soñamos con cambios sociales en nuestro entorno y en nosotros mismos.

Pero dándole vueltas, consultándolo con mi consejera la almohada, vi que sí, que eso es así, no cambiamos tanto. Lo que sí hacemos, o deberíamos hacer, es tomar conciencia de qué somos, y ser lo que somos, pero de otra manera, más consciente, más real, más auténtica. El viejo dicho (axioma para los muy leídos) que dice “Conócete a ti mismo” sigue tan actual como siempre, eso tampoco cambia. El siguiente paso sería aceptarnos, pero esa es otra historia.

Así pues, no tenemos más remedio que conocernos para ser conscientes de lo que somos; quizá eso sea más importante, o va antes de querer cambiar. Como le oí decir una vez a Jodorowsky: «Si no somos lo que somos, ¿quién somos?».

The sounds of silence

Esta canción nació de la inspiración de Paul Simon, que formó con Art Garfunkel uno de los más famosos dúos de los años 70 y 80. La canción pasó desapercibida en su primera edición, a principios de 1964, pero luego llegó a alcanzar el número 1 de las listas norteamericanas en 1966.

Según cuenta Paul, le vino la inspiración a raíz el asesinato de John F. Kennedy a finales de 1963, tras el trauma que dejó en la sociedad de su época, y refleja la falta de comunicación.

Por cierto, el título original en plural (sounds) fue cambiado en el álbum por su versión en sigular; ambas formas aparecen en la letra que reproducimos más abajo.

La letra me resulta muy sugerente, porque nos enfrenta con la búsqueda de ese sonido interior, alejado del ruido exterior, de la gente que habla pero no conversa, oye pero no escucha. Y así, el silencio interior se impone, llenándolo todo de paz.

Garfunkel una vez resumió el significado de la canción como «la incapacidad de las personas para comunicarse entre sí, no particularmente a nivel internacional, pero emocionalmente, por lo que lo que ves a tu alrededor son personas incapaces de amarse entre sí».

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Lo que importa

Ayer, paseando con mis perros por las calles casi solitarias y casi silenciosas, vino a mi mente una idea que seguramente habría estado cocinándose durante largo tiempo dentro de mí, esperando una forma clara con la que entrar en mi conciencia. Y entró de repente.

Seguramente la chispa que encendió la llama y luego la luz fue que escuché a dos novios que discutían agriamente, lanzándose recíprocos reproches, y luego a dos ancianos que intercambiaban opiniones sobre cómo se estaba arreglando la calle, si bien o si mal.

Y pensé: nadie se ocupa de lo que le importa. Todos se ocupan de lo que no les importa.

Y paradójicamente, es así exactamente. Parecería que es al revés, que todos nos ocupamos ante todo de nosotros mismos. Pero nada más lejos de la realidad. En la práctica, todos huimos de nosotros mismos. El mero hecho de acercarnos un poco nos da terror.

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Los lobos

Pues la semana va de historias escuchadas y preciosas, que tienen algo que enseñar…

Hace tiempo que quería contar cómo en uno de esos días de niebla interior y confusión, de decepción sobre las personas, me habló un amigo. Lo que me dijo fue tan sincero y tan cierto que lo aprendí al instante y jamás lo he vuelto a olvidar.

Me contó cómo en la vida puedes tomar el camino del rencor, el odio, la incomprensión y el encierro; inevitablemente ese camino tiene sabor amargo. Luego hay otro camino, el de la confianza, el entender, el querer y el avanzar, que de modo seguro lleva a la alegría.

Se trata de creer, primero en nosotros y luego en los demás. Creer en que son más los errores que la malicia, las prisas que los olvidos, la falta de comunicación que la falta de sentimientos. Y desde ahí, comprender, tendiendo los puentes que faltan, facilitando la salida al exterior de aquello que está dentro de todos nosotros. Increíblemente, funciona. Es sencillo y gratificante. Se llama CONFIANZA.

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Temprano madrugó la madrugada

Hace unos días, mi cuñado me contó una historia que oyó en la cadena Ser, en el programa Milenio 3, que me impresionó hondamente. Y como estas cosas son como el agua, que si te las guardas se pudren, y porque como dice el sabio: “Todo lo que das, te lo das”, me decido, pues, a contárosla tal y como la recuerdo, y sin comentarios.

Un joven estudiante fue diagnosticado con un cáncer. Era de tal gravedad que los médicos le daban unos pocos años de vida, sin saber con exactitud cuándo se produciría el desenlace de la muerte. Cuando el chico fue informado de la situación, se vino abajo, ya no quiso salir, ni estudiar, ni hacer nada de nada, se recluyó en el cuarto de su habitación… a esperar. Sus padres no sabían qué hacer, ni qué decirle; impotentes, asistían como simples espectadores ante algo tan contradictorio: una vida joven que comienza, con todo lo que ello conlleva de promesas y sueños futuros, y que sin embargo lleva grabado en su piel el signo visible de la muerte.

A mi memoria vienen aquellas palabras que dijo el poeta: “Temprano levantó la muerte el vuelo, temprano madrugó la madrugada…”.

Pasaron los días, las semanas, los meses… y algo se despertó en aquel chico. Su carácter, tímido y hundido en la desesperanza, se rebeló por un instante a dejarse morir sin más. Asumiendo lo que es inasumible, hasta que uno se ve en semejante brecha, se decidió a salir de su encierro. Comenzó entonces a dar largos paseos por el parque y por la ciudad, y en uno de ellos, se detuvo frente al escaparate de una tienda de música, se quedó un largo rato mirando a través del cristal. Al otro lado, una preciosa chica despachaba a los clientes. Venciendo su timidez entró en la tienda y le dijo a la chica: quiero un CD, ¿me lo puedes envolver?

Al día siguiente volvió a la tienda y le dijo, embobado, a la chica: quiero un CD, ¿me lo puedes envolver? Eso mismo estuvo haciendo durante días y más días, hasta que, no pudiendo más, le contó a su madre lo mucho que le gustaba esa chica. Esta le animó a que se decidiera y la invitara a salir con él, pero como le daba mucha vergüenza no se atrevía. Finalmente a su madre se le ocurrió que, la próxima vez que fuera, podría dejar un papel en el mostrador con su número de teléfono y un sencillo “llámame”. Al chico le pareció buena idea y eso es lo que hizo. Al cabo de unos días la chica llamó a su casa. La madre, al descolgar el teléfono, y saber quién era, estalló en sollozos, pero entre lágrimas pudo decir que su hijo, su hijo había muerto.

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El palín

Cierta vez, y con intención de arreglar mi huerto, fui a un comercio de Chiclana a comprar un palín. Me habían dicho que era un instrumento muy útil, no solo para el huerto, sino para plantar árboles, hacer parterres y otras cosas.

Fue fácil encontrarlo. Al parecer era una herramienta de uso muy común entre los camperos. Cogí uno que me pareció fuerte y fui a la caja a pagar.

Allí, junto a mí, estaba un campero de los de antes. Era anciano, como de setenta años al menos, con su piel arrugada por los soles, su gorra de visera y su mirar socarrón. Me miraba cómo yo sonreía ilusionado con mi palín en la mano, imaginándome lo bien que dejaría mi campito y el huerto.

Sin más, me abordó y me dijo:

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