Cambiar el mundo

Suena el título de este blog a rimbombante, nada menos que “¡cambiar el mundo!”, como si eso fuera tan fácil o pudiera hacerlo cualquiera que se lo proponga. Pues no, no van por ahí los tiros; más bien me refiero a un maravilloso instinto, consciente o no, que casi todas las personas tenemos a determinadas edades y muchas veces, las menos, nos lo llevamos, o nos lleva, hasta la mismísima tumba, supongo que por aquello de “genio y figura hasta la sepultura”. Me refiero al anhelo que siempre hay en la gente joven de cambiar el mundo, una fuerza que los hace soñadores y atrevidos para luchar por un cambio a mejor, para transformar aquello que no les gusta de una sociedad que han heredado.

Yo también fui joven hace algunos años, yo también estuve en los veintitantos. Recuerdo que nos vestíamos con vaqueros roídos, camisas militares varias tallas más grandes que lucíamos por fuera, o una camiseta del Che. Solíamos reunirnos en pandilla, y el que más o el que menos tocaba un poco la guitarra, cantábamos canciones de Luis LLach, de Serrat, de Víctor Jara, Mocedades, incluso de José Antonio Labordeta, a quien tuve el placer de oír en un concierto y ponérseme los pelos de punta con esa canción que dice: “Habrá un día en que todos al levantar la vista veremos una tierra que ponga libertad». Había en todas nuestras actitudes una rebeldía hacia todo, la sociedad de consumo, la religión, la política, el ejército, nuestros padres… queríamos cambiar el mundo pero no sabíamos como.

No creo que la juventud de ahora, pese al botellón y sus modas rompedoras de llevar pantalones de la talla 48 teniendo cintura de 36, sea muy diferente a nosotros cuando teníamos su edad, no en esa inquietud y necesidad de querer cambiar el mundo. Prueba de ello es el auge que está teniendo el voluntariado; quieren hacer cosas, quieren ayudar allí donde se les necesita, hacen realidad aquella frase impresionante de Nietzsche que dice: “En el esclavo lo noble es ser rebelde, en el hombre libre lo noble es ser obediente”. Ojalá les dure mucho esa libertad que les permite ser obedientes a su anhelo de mejorar las cosas, ojalá nos lo contagien a todos, tengamos la edad que tengamos, ojalá.

La Naturaleza

Sentada en este lugar que habito cada mañana, me descentra y a la vez concentra hoy la lluvia. En ella encuentro, como en cualquier parte de la Naturaleza, muchas similitudes conmigo y contigo. Todo es vehementemente susceptible de contarnos cosas importantes.

Puedo contemplar la rutina en la asiduidad de su presencia, y a la vez todo tipo de ritmos internos si me paro a seguir el paso discontinuo de unas u otras gotas, de cada uno de nosotros.

Forman entre todas un hermoso conjunto al que concebimos todos así, como un todo; la lluvia. Ese gran Uno, compuesto por millones de unos. Y si lo vemos tan claro en cada día de lluvia, ¿cómo nos cuesta tanto entendernos como a Uno solo, aunque cada uno lleve su propio ritmo?

La lluvia nos muestra su capacidad con infinitas formas de expresión, cada una de ellas evocadora. Se presenta clara y fresca o tormentosa y gris, aliviante en verano o asesina si lo desea, como nosotros con lo que nos rodea. Es una fuerza de la Naturaleza, lo cual ya debería decirnos suficiente.

Aún más me cuenta esta hermana húmeda cuando atrapa mi vista una de esas gotas de lluvia que cuelgan de la barandilla boca abajo. ¡Qué serenidad! Esperan pacientes a caer al suelo, y desde ahí correr con muchas otras en forma de riadilla, calle abajo. ¿Por qué nosotros no somos capaces de estar serenos ante el suelo contra el que chocaremos irremediablemente, para correr junto a muchos más tomando una forma distinta? Sea río, sea nube.

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Las circunstancias

Mira que son como una plaga o más bien como la arcilla. Quiero decir, que uno se empeña en mirar la vida con ojos profundos y serenos, y ahí están las circunstancias para poner gravilla o césped en el suelo a nuestro paso.

Son incesantes los pequeños acontecimientos, cambios de planes, personas cómodas o incómodas que se van cruzando con nosotros o, más bien, que conforman la materia con la cual se engendra nuestra vida, momento a momento; arcilla, decía. Bien que el alfarero seamos nosotros, nuestro interior en sus múltiples facetas, bien que sus manos sean nuestro carácter, pero con lo que trabajamos es con las circunstancias, es nuestro caldo de cultivo.

Y habrá quien piense que nosotros somos la arcilla y las circunstancias son las manos que nos moldean; hasta hace no mucho yo misma pensaba así. Sin embargo, comprobé que quien deja que los hechos le den forma, al ser estos tan cambiantes, se encuentra a su merced. Mas si son las manos del carácter lo que pulimos, las de la consciencia, las de la inteligencia práctica (que para mí es la que va más allá de los razonamientos y usamos básicamente para ser más felices), si son ellas las que dirigen y deciden ante cada situación, podremos sacar de cada trozo de arcilla (o circunstancia) una bella pieza.

Ya se trate de los pequeños acontecimientos que nos ocurren como de los grandes, de los que apenas arañan como de los que marcan con ganas, todos ellos necesarios, me resulta importante que estos compañeros de camino o camino en sí, no me afecten demasiado, que lleguen a mí en la justa medida en la que pueda aprender algo de ellos, o en aquella en que puedan fortalecerme y hacerme disfrutar de lo que tengo “entre manos”. Lo que deseo recordar sobre la arcilla, circunstancia, persona o evento, es que puedo elegir entre enfadarme o comprender, entre gritar o explicar, exigir o merecer, estar o Ser, renegar o confiar, incluso ser sumiso o ser seguro, olvidarme o recordar quién soy, ser grosera o ser amable, en definitiva, dejarme caer o mover las alas.

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Los muros

Los filósofos, y más aún los aprendices de filósofos, no nos consideramos en posesión de la verdad, sino buscadores de la misma. Y digo esto porque hoy quiero hablar de un asunto de gran actualidad, sobre todo en el país en el que me encuentro esta semana (EE.UU.), y sobre el que no tengo una opinión formada.

Se trata del muro del que EE.UU. acaba de aprobar su construcción para impermeabilizar la frontera con Méjico (que me perdonen los puristas, pero suelo escribir EE.UU. en lugar de USA y Méjico en lugar de México).

A los europeos la palabra muro, como en los test psicológicos de Galton de asociación de palabras, nos trae a la mente la palabra vergüenza. Y así, desde España, nos parece que levantar un muro para aislar EE.UU. de la inmigración centro y sudamericana es una vergüenza.

Es una vergüenza que los hombres no solo impongamos fronteras artificiales en un planeta esférico que no tiene «bordes», sino que además reforcemos las fronteras con muros.

Es una vergüenza que no hayamos aprendido nada tras la Segunda Guerra Mundial y la división europea que culminó 16 años después en el Muro de Berlín. Y que ahora Israel quiera también construir un muro en Gaza.

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Las tres visiones

Si en un blog de filosofía cotidiana, como es este, debemos escribir sobre las cosas que nos pasan o las reflexiones que nos suscita la vida, debo reconocer que llevo varios días preocupado por todos los desencuentros que ha habido en el blog; por ello no quiero dejar pasar la oportunidad de poner mi granito de arena (con vocación de pedrusco) en esta playa de los encuentros, o al menos eso me gustaría que fuera.

Sobre todo lo que voy a decir a continuación, podría aportar bibliografía, pero no lo haré ya que lo explico a mi manera y con mis propias palabras. Podría decirse que la visión que tienen los hombres de la vida es monista o dualista, es decir: los hay que ven o creen en una sola realidad y otros prefieren pensar o han descubierto que en la vida se conjugan dos realidades.

Entre los primeros, los monistas, también se podría decir que son, a su vez, de dos tipos. Por un lado los que solo creen en la realidad material, en aquello que puede ser medido y comprobado empíricamente, los que siguen la lógica cartesiana y rechazan cualquier otra realidad no demostrable, según su epistemología (el método científico), por más que sean incapaces de explicar, de manera convincente, el misterio de la existencia (y por favor, no me hablen de la casualidad). Les guste o no este patrón rige nuestra sociedad occidental, la cual tiene sus cosas buenas (qué duda cabe) y también sus carencias, pues la visión materialista no puede explicar todas las inquietudes del alma humana.

Y de otra parte están, también monistas, los que creen o sienten que la única realidad es de raíz espiritual, que no hay más realidad que Dios y todo cuanto existe es Maya (diosa hindú de la ilusión), por lo que la vida es un valle de lágrimas del que hay que salvarse por medio de la fe y la moral, con lo cual rechazan el mundo material y su propio cuerpo psico-físico, reafirmándose como seres de origen celeste o hijos de Dios (casi nada). Aunque les duela escucharlo, esta visión lleva a desentenderse de la propia vida tal y como hace el hindú, y al negar su realidad animal esta se rebela, por lo que suelen dar bandazos entre la mortificación y los placeres materiales para volver a mortificarse nuevamente.

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Diógenes

Hace unos días nos reunimos en casa unos amigos, y, estando rodeados en la mesa como estábamos, de jamón serrano, queso de oveja manchega, espléndidos boquerones en vinagre con su necesaria cebolleta fresca, buen vino de León y demás exquisiteces de nuestra bendita tierra, comenté que, considerándonos filósofos, pensaba en qué diría mi querido y admirado Diógenes de semejante reunión.

Alguien dijo:

–Bueno, sí, Diógenes solo comería lo que le diesen, y dormía en un viejo barril, desnudo de todo lo superfluo, pero también es cierto que se confesaba pajillero.

Algo de humano tendría que tener. Os cuento esta anécdota porque me ha sucedido a veces que tras enviar alguno de mis escritos, en los que hablaba, pongamos por caso, de Mozart, de los romanos, o de alguna persona en particular, viva o muerta, famosa o no, alguien me ha contestado que estoy muy equivocado. Que Mozart era en su vida corriente un imbécil infantiloide, que los romanos eran unos borricos con dos patas, o que tal persona no era como yo la describía, que yo estaba muy equivocado y que en realidad era un sinvergüenza.

Y siempre he contestado lo mismo a estas objeciones. Que me importa un pepino si lo que pienso y siento de ellos se acomoda a la realidad o no. Que lo que me vale son los valores que extraigo de ellos, lo que me aportan tal como los pienso (o los sueño)

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¿Por qué lo hacemos?

En congruencia con el festejo del blog número 100 y quedando pendiente hablar de la mujer a cuento de Hipatia, para otro día, quisiera recordar, en nombre de todos los que hacemos este blog, por qué comenzamos, por qué nos motiva tanto. Siempre es bueno tener presente lo que nos mueve, repeinarlo y relucirlo, precisamente para que la libertad se dé, para que las grandes inquietudes no se conviertan al paso del tiempo en un porque sí. Desde luego ese no es nuestro caso, no dejan de surgir nuevas ideas y ganas de muchas posibilidades que en ocasiones dejamos «en espera» por cuestiones de tiempo o de logística.

A los blogueros acropolitanos nos gusta lo que hacemos y, sobre todo, nos gusta hacerlo así, exactamente de este modo. Cabe la posibilidad de que los de la escuela más pura se crean que lo nuestro no es filosofía, que hacemos poco hincapié en los filósofos que durante toda la vida han dejado su huella, que no parecemos doctos. Pero lo cierto es que lo hacemos aposta.

Ya otros se han ocupado de escribir libros, de ser magnánimes con sus frases. Nuestro propósito es otro perfectamente compatible con los «grandes» filósofos de los que todos bebemos. Nuestro propósito es hacer llegar la filosofía, precisamente, a quien no conoce esas teorías, a quien se asusta de ellas no por lo que dicen, si no por lo elocuentes, por su «brillantina». Y, por otra parte, compartir la práctica de la filosofía bien vivida, más que hablada, más que resabida con todos aquellos que conocen y admiten todas sus dimensiones como ser humano.

Estamos convencidos de que todo hombre es un filósofo aunque no muchos sean conscientes de ello. Nuestro sueño es que la filosofía salga a la calle y llene los bares, los atascos, los partidos de fútbol, los hogares, porque, realmente, ¿qué no es filosofía?

Pretendemos, deseamos, soñamos hacer de la filosofía algo cotidiano y para ello la traducimos de los «grandes» a los «muchos» y la inducimos de nuestro día a día para ellos.

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Hipatia de Alejandría

Muy pocas son las mujeres de la Antigüedad que han pasado a la historia de la filosofía. Y buena parte de ellas han sido más conocidas gracias a su parentesco con algún personaje famoso, seguramente porque la Historia también ha sido escrita por hombres. Aparecen en los libros Aspasia, esposa de Pericles, Teano, esposa de Pitágoras, o Hipatia, hija de Teón de Alejandría. Caso aparte es el de Diotima de Mantinea, maestra de Sócrates, y que seguramente merece otro blog aparte. Porque hoy se lo dedicamos a Hipatia, filósofa y mártir romana. Por si alguno aún no lo sabía, también hubo «mártires romanos» que no fueron cristianos, sino víctimas de ellos…

Hipatia nació en Alejandría, en el año 370 de nuestra era y murió en esa misma ciudad en el 415. Su padre, Teón, era también filósofo y matemático, trabajando en la celebérrima Biblioteca de Alejandría.

Hipatia aprendió de su padre, destacando en los campos de las matemáticas, geometría, astronomía, lógica, filosofía y mecánica. De hecho, era la encargada de explicar las doctrinas de Platón, Aristóteles, etc., en la Biblioteca de Alejandría, por lo que sus compañeros la llamaban «la filósofa». Escribió al menos 44 libros e inventó aparatos como el idómetro, el destilador de agua y el planisferio. Ganó tal renombre que al Museo asistían estudiantes de Europa, Asia y África a escuchar sus enseñanzas sobre «la Aritmética de Diofanto» y su casa se convirtió en un gran centro intelectual.

Sin embargo, en un momento de auge y crecimiento del cristianismo, ella no quiso abandonar la filosofía neoplatónica y por envidias, incomprensión e intolerancia fue martirizada y asesinada cruelmente por monjes seguidores de San (?) Cirilo de Jerusalén.

Con la muerte de Hipatia se terminó también la enseñanza del pensamiento de Platón, no solo en Alejandría, sino en el resto del Imperio romano.

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