
Los ideales que han iluminado mi camino y una y otra vez me han infundido valor para enfrentarme a la vida con ánimo, han sido la bondad, la belleza y la verdad.
(Albert Einstein)
Pues sí, hemos llegado a la barrera de los 100 blogs y no pocos comentarios. No soy muy amigo de celebraciones tipo “aniversario”, lo confieso, y quizás por eso (la vida tiene esas cosas) me ha tocado a mí escribir unas palabras sobre la trayectoria del blog hasta ahora.
Los lectores solo podéis ver la parte que se muestra del blog, pero esto se parece a un teatro con sus bastidores, sus camerinos, sus personajes… y como suele pasarle a los actores al preparar una obra, siempre algo se nos pega, en algo cambiamos y crecemos con cada función. Os puedo asegurar que los tres que empezamos esta andadura (Tachen, Altea y yo mismo) hemos sufrido de cierta alquimia, hemos tenido nuestras diferencias que, a su vez, han inspirado varias reflexiones interesantes; también ha habido pequeñas luchas por definir una línea, por abrir la puerta de este guiñol de palabras a otros candidatos, de los que finalmente quedó Abraxas, después de, él también, hacer cambios en su forma de escribir para adaptarse a la idea de este blog. Finalmente, con la incorporación de las frases de Quijote (que aún no sé quién es) hemos completado un pequeño equipo que, creo, está funcionando bien.
El diario de un filósofo cotidiano pretendía (y pretende aún) mostrar el día a día de un *acropolitano (*socios de Nueva Acrópolis). Como habréis podido comprobar no somos sabios (todavía, todo se andará), ni seguimos ideas filosóficas concretas con las que nos puedan encasillar; eso sí, tratamos de ser filósofos y para ello estudiamos el maravilloso legado que nos han dejado otros filósofos de otras épocas, sin perder de vista, claro, a los que tenemos ahora, que no son pocos y a veces se camuflan de científicos. Pero no estudiamos la filosofía para engrosar nuestros conocimientos, ni para deslumbrar a nadie, ni para sentar cátedra de nada, si no para saber… y sabiendo… cambiar. ¿Hacia dónde? Pues en la dirección de nuestras propias inquietudes y en la medida de nuestra necesidad interior, no hay más. Eso es en esencia lo que entendemos por ser filósofo, y son esas vivencias las que alimentan este blog.
Si merecemos pitos, aplausos, simpatías y complicidades filosóficas o todo lo contrario, es algo que vosotros, los lectores, solo podéis decidir.
Gracias a todos por leernos, y gracias también a los que, venciendo su timidez, nos dejan sus comentarios.
Cuando escribo en esta sección, lo hago pensando en mis hijos, a los que querría transmitirles de lo que yo sé sobre un tema concreto, de lo que tan trabajosamente he ido aprendiendo. A esos chiquillos listos pero jóvenes les diría:
No busquéis a los amigos, ellos aparecerán solos. En una especie de enamoramiento paulatino vas conociendo a alguien con quien te gusta pasar el tiempo, con quien te entiendes hasta por gestos y disfrutas hasta de la dialéctica. Pocas veces te sentirás tan abrigado como con un amigo al que tu corazón acaba llamando hermano.
Los amigos son esos extraños seres que capotean cuando menos te lo esperas ante un jefe o una madre, que provocan por despiste voluntario un encuentro con esa chica que te gusta, que encuentran el disco que andabas buscando, son esos pseudoduendes con capacidad para adivinar lo que piensas y adelantarse a ello, se saben toda tu vida y te la recuerdan de vez en cuando, tanto para mondarte de aquellos ratos irrepetibles como para que no olvides todo lo que vales.
Todo esto es algo que puede ir siendo modificado por las circunstancias, cambios de domicilio, de cole, de trabajo, novios o todo a la vez. Son las pruebas que a toda relación pone la vida. Pásalas, pitufo, merece la pena no tener mala memoria, no ser perezoso, seguir sabiendo qué le pasa a tu gente, porque así lo sientes realmente y también, porque como los primeros amigos hay pocos. Los que provienen de la inocencia y de las grandes experiencias, los que te conocen desde siempre, no desde que usas corbata, los que te han visto sobrio y ebrio, alto y bajito, suspender y ganar el partido, esos, te quieren por quien eres, jamás por lo que eres o les puedes aportar. Los grandes amigos no aparecen solo en la juventud o la infancia, pero sí es necesario para calificarlos como tales que hayan pasado contigo todo lo que dice la frase anterior, impertérritos, tranquilos, cerca.
Reconozco que antes no me gustaban los cuadros de Vincent van Gogh. Además, esa «fama repentina» debido a los desorbitados precios de algunos de sus cuadros en las subastas de arte me retraía aún más. Pero poco a poco he ido conociendo su pintura y apreciándola. Y apreciándole a él también como extraordinario artista.
La canción de esta vez es de los años 80: de Don McLean, al que todos recordamos por «American Pie» (quizá hablemos de esta canción otro día). Volví a recordar esta canción, no en la versión de Josh Groban, del que hablaba en otra ocasión, sino de Vonda Shepard, la célebre cantante de la serie Ally McBeal.
En Internet he encontrado una presentación en Powerpoint con esta canción y varios cuadros de Van Gogh y varias versiones en YouTube. También hay una animación en flash, que desgraciadamente no sincroniza subtítulos y música. La podéis ver en el blog de Luis Beltrán.
En fin, vamos a la canción y su letra en inglés:
Starry night
Como dice la física cuántica, si estudiamos una partícula de luz en un momento concreto y en un espacio de coordenadas fijas, obtendremos un conocimiento parcial, pues estamos descartando la naturaleza de la luz como onda que se expresa simultáneamente en varias direcciones. Aplicado al hombre, se podría decir que no podemos saber quién somos, de manera amplia, si nos observamos un momento determinado de nuestra existencia, descartando nuestra propia expresión como onda, es decir, en los múltiples aspectos de las posibilidades que hay en nosotros, y a su vez, estas, visualizadas con la perspectiva del tiempo, dejando una puerta abierta a los ciclos que todo lo rigen, que son como los latidos de la existencia miremos donde miremos, el sístole y el diástole, el día y la noche, la primavera y el otoño.
Esta reflexión viene a cuento, y a “consolar”, la manera en que sufrimos los ciclos en nuestra propia piel. Es algo que conozco desde hace tiempo, es algo que casi todos sabemos, y sin embargo, caemos en ello una y otra vez. El aprendizaje, el tomar conciencia de las cosas, el crecer de verdad como persona en el sorprendente camino que nos lleva a ser, pasa por los vaivenes de los ciclos. Se parece al acto de comer: elijes los ingredientes, los cocinas a tu gusto, lo comes con alegría… y de pronto la sangre desaparece de la cabeza para irse al estómago; así es el proceso de digerir, de separar lo que nos alimenta de aquello que nos intoxica.
De la misma forma vamos por la vida, eligiendo experiencias o “comiendo” aquellas que la vida nos ofrece, seguros de nosotros mismos mientras la sangre aún riegue nuestro pobre cerebro, mientras nuestros esquemas estén básicamente intactos desde la última digestión que ya olvidamos, ufanos de que nuestra cosmovisión de la existencia debería impartirse en todas la universidades del mundo, ignorantes de cómo nos ven los demás en ese momento de euforia y seguridad. Pero parece que todo se confabula para que aceptemos vivir en la incertidumbre, pues una vez más de pronto nos sucede algo, leemos un libro, se nos tuerce una vivencia, hacemos un viaje, nos dan una paliza… cualquier cosa puede ser, y entonces se nos bajan los humos, se nos rompen los esquemas y toda nuestra energía se centra en resolver lo que ha pasado, nos convertimos en misántropos durante un tiempo, hasta que nos construimos un nuevo esquema, más complejo, más certero, el definitivo… y vuelta a empezar.
Qué maravillosa aventura es vivir.
La intención de este blog es hablar de filosofía desde la cotidianidad. Encontrar en ese cada día un modo muy chulo de mirar la vida, con alegría, con manejo, dándole tranquilas vueltas a algo que nos importa mucho: todo lo que existe, todo lo que somos.
La sección «Buscando a Sofía» ha pretendido acercar esta materia a la gente más ajena a ella, paso a paso, poco a poco, con explicaciones básicas y sencillas primero, y después con narraciones cortas que mostraban la importancia de cada ser para sí mismo, que intentaban que cada uno se mirase y conociera un poco más.
Ahora, y recordando que en lo cotidiano es donde vivimos, toca, ¿por qué no?, pasar por las cosas que realmente dan forma a nuestro día (el fondo ya lo ponemos cada uno de nosotros). Son aquello que nos importa, que nos llena el tiempo, la cabeza y las emociones, somos nosotros al fin y al cabo. Me refiero a nuestro trabajo, familia, hijos, amigos, pareja, el preciado ocio…, de todo ello tratarán los próximos blog de Buscando a Sofía pero, prometido, desde dentro y desde el suelo, más propios que ajenos.
Veo que este es un mensaje más informativo que profundo; bueno, ha de haber de todo, pero es un mensaje que sueña con regalar momentos-bufanda. Esa sensación de acurrucarte en el orejero con una llamada tan cercana que olvidas el paso del tiempo, o de escuchar llover desde el portátil o la cazuela, mientras piensas: “esto pide una galleta de chocolate”, de tener a un pitufo de dos años (humano, felino, canino…) durmiendo sobre ti mientras termina la peli del viernes por la noche; eso es un momento bufanda, el que te transmite esa misma sensación que la susodicha mientras paseas en invierno.
Quizá fuera en el colegio cuando escuché por vez primera la historia del carbón y el diamante. Pero a lo largo de mi vida nunca dejó de fascinarme su misterio.
“El carbón y el diamante tienen idéntica composición, a saber, átomos de carbono, solo que el diamante está cristalizado y el carbón no lo está”.
Y yo escuchaba con la boca abierta, atónito, embelesado, representándome ambas cosas en mi imaginación. Un carbón negro, amorfo, sucio, que te tizna al tocarlo, que arde lentamente sin llama… Y su ceniza blanca, polvo blanco surgido de lo negro por el amor del fuego.
Aún hoy, en las barbacoas de verano, me quedo absorto contemplando los trozos de carbón, cómo acaban mis manos después de tocarlos, cómo arden sin llama pasando del negro al rojo de las ascuas, y del rojo al blanco de su ceniza. Y siempre pienso: «podrían ser diamantes sólo si estuvieran cristalizados…». La barbacoa sería una fortuna.
La avaricia es algo que descubrí desde joven. Entiendo que denota en la persona una falta de seguridad que busca subsanar acaparando bienes. Recuerdo, siendo niño, que el sobrino del cura y yo nos hicimos “socios” durante los meses de verano. Montamos lo que en Valencia se llama una “paraeta”; para ello y sin licencia de apertura ni impuesto de actividades económicas, juntamos una buena cantidad de tebeos y juguetes usados, y en la misma plaza de la iglesia expusimos sobre una vieja manta nuestra valiosa mercancía. Pasaron los días y, cuando reclamé mi parte en los beneficios, pues él llevaba las cuentas, me miró como si no entendiera nada, como si yo no existiera. De nada sirvieron mis amenazas ni mis quejas a su tío el cura. Me llevé una gran decepción; desde entonces no soporto la avaricia y creo, incluso, que aún me dura el trauma, pues miro con sospecha a ese terrible y maravilloso señor “don Dinero”.
Sin embargo, debo reconocer que la avaricia, a veces, provoca situaciones graciosas, como es el caso de la «histeria de los tulipanes» de Holanda en 1635. El precio de esos bulbos alcanzó tal valor en bolsa que se llegó a intercambiar una fábrica entera a cambio de un solo bulbo. El caso es que los inversores llenaron sus cajas fuertes de bulbos con la esperanza de hacer negocio especulando, cosa que no pudieron hacer al normalizarse su valor, con lo cual, arrojaron toda su inversión en los campos de Holanda, convirtiendo al tulipán en todo un símbolo del país.
Creo que nuestro estilo de vida occidental está tocado con esa, nada mágica, varita de la avaricia, que la visión del mundo como algo material y mecanicista (a lo que no niego su parte de razón) ha provocado que nuestros más altos anhelos (no contemplados en estos esquemas) se expresen por alguna parte, y la puerta elegida ha sido la seguridad material que otorga acumular bienes, y claro, todo lo que ello conlleva de progreso industrial, especulación del suelo y la vivienda, explotación de la naturaleza, etc.
Ya siendo niño me di cuenta de que esta visión pragmática del mundo, que asumimos como natural y por lo tanto no nos damos ni cuenta de que la ejercemos, es incompleta; así de sencillo: es insuficiente.
Supongo que uno debería comenzar por plantearse qué es ser libre. Según Fernando Sabater, es precisamente esta la capacidad que nos distingue de los animales y no el lenguaje o el pensamiento.
Los humanos no actuamos por instinto, o no deberíamos hacerlo, puesto que ello sería no utilizar la mayor herramienta que se ha puesto a nuestro alcance.
Ser libre es poder elegir cada cosa de nuestra vida, imponderables aparte, aunque sí que podemos escoger qué hacemos con esos imponderables.
Lo que ocurre es que para ejecutar esa libertad necesitamos otras prerrogativas a cumplir. Por ejemplo y en primer lugar, sería necesario ser conscientes de que podemos elegir, en todos los momentos, en todos los ámbitos.
Por otra parte, es necesario tener valor para elegir, pues si aunque pongan a nuestro alcance bañarnos en el mar, montar en avión o ser cirujanos, no nos atrevemos, podremos aplicar en mucha menor medida esa libertad.
Y en tercer lugar, y seguro que no en último, es necesario responsabilizarse de lo que supone cada elección, estar dispuesto a asumirlo, que no es lo mismo que ser valiente. Uno puede tener narices pero poca cabeza, o mucha cabeza y ni una gota de valor.