Ayer, paseando con mis perros por las calles casi solitarias y casi silenciosas, vino a mi mente una idea que seguramente habría estado cocinándose durante largo tiempo dentro de mí, esperando una forma clara con la que entrar en mi conciencia. Y entró de repente.
Seguramente la chispa que encendió la llama y luego la luz fue que escuché a dos novios que discutían agriamente, lanzándose recíprocos reproches, y luego a dos ancianos que intercambiaban opiniones sobre cómo se estaba arreglando la calle, si bien o si mal.
Y pensé: nadie se ocupa de lo que le importa. Todos se ocupan de lo que no les importa.
Y paradójicamente, es así exactamente. Parecería que es al revés, que todos nos ocupamos ante todo de nosotros mismos. Pero nada más lejos de la realidad. En la práctica, todos huimos de nosotros mismos. El mero hecho de acercarnos un poco nos da terror.
Lo nuestro debería ser ocuparnos de nosotros mismos. Del estado de nuestro ser. Del estado de nuestra mente, de nuestra conciencia, de nuestras emociones, de nuestros sentimientos, de nuestras contradicciones, de nuestras manías, de nuestras energías, de nuestro cuerpo, etc., y no tanto de los demás.
Así descubriríamos cosas que distan mucho de la idea que tenemos de nosotros mismos, casi siempre pura fantasía. Y de una manera valiente y osada, cumpliendo el requisito sine qua non del “conócete a ti mismo”, comenzaríamos la tarea de mejorarnos.
Por ahí se llega, no a la meta, sino al comienzo, en cuyo lugar es preciso e indispensable encontrarse con la humildad, esa virtud que nos enseña lo poco que somos en realidad. Y de ese conocimiento básico y necesario del «solo sé que no sé nada» es del que se puede partir en busca de la sabiduría.
Es preciso comenzar por ser un egoísta consciente. Y un egoísta consciente es aquel que se ocupa de lo que en realidad le debe importar, él mismo. A partir de ahí podrá ocuparse de los demás.