Iba a tomar el autobús que me llevaría al Instituto donde ensayamos la coral. Estábamos sentados esperando, unas cuantas personas y yo. Se oyó un ruido sordo tras el grueso cristal de la marquesina. Nos volvimos. Había un hombre en el suelo, tendido de bruces.
Era mayor, muy mayor, viejo. En medio de la agitación del grupo, traté de incorporarle el tronco con idea de apoyar su espalda en el cristal, y así sentarle. Me costó trabajo. Su cara sangraba, y enseguida mis manos estaban rojas.
Con dificultad, le moví las piernas que habían quedado trenzadas y traté de ponerlo cómodo.
¿Alguien tiene un pañuelo, un pañuelo de papel? En un momento, mi mano se llenó de pañuelos de papel. Le pregunté por sus dientes, y me dijo que estaban bien. Solo eran los labios, pensé.
¿Qué le ha ocurrido, ha tropezado usted con algo? Con voz débil e insegura nos dijo que no. Solo eran sus piernas, que a veces se negaban a seguir soportando su cuerpo anciano.
Miré al suelo. Recogí unas gafas y una pequeña navaja. Puse ambas cosas en el bolsillo de su chaqueta. Puse también algunos pañuelos de papel.
Una señora fue a avisar a una ambulancia. Pasaron unos niños, revoltosos, nuevos y despreocupados.
–Yo le conozco –dijo uno–. Vive en el hogar de ancianos del Balón.
Alborotaban y los mandé seguir su camino.
–¿Dónde está su familia? –le preguntó alguien.
–En el Balón –contestó.
–¿Y cómo está usted en la calle tan tarde?
–Vengo de Chiclana –dijo–. Allí me he caído también.
Miré una pequeña bolsa de plástico en el suelo. La abrí y dentro había un melón. De Chiclana, sin duda.
Volvieron los que fueron a avisar la ambulancia.
–Ya viene –dijeron.
–Tengo prisa –dije (y era verdad)–, y viendo la situación arreglada, tomé mi autobús. Ya en él miré mis manos, aún manchadas de sangre.
En el camino no me dejaba la imagen de desolación de aquel hombre. Venía de Chiclana con su melón. Quizá estuvo allí en busca de sus recuerdos. En busca de su vida. Y pensé en ese hombre cuando sus piernas eran fuertes y su corazón grande. Cuando amó y cuando rió. Cuando bebió y cuando sembró, sin duda, su melonar. En su pequeña navaja y en su gran pena. En sus campos y en sus pinos. En sus caminos de polvo y en su azadón. Le vi cortar con cuidado el rabo de sus espléndidos melones. Le vi ponerlo en la mesa de sus hijos, en la mesa de su mujer. Sudar bajo el sol y el levante. Hablar con sus amigos en el bar, delante de una botella de vino.
Y hoy estaba solo y abandonado. Hasta sus piernas le abandonaban a veces. ¿Dónde está su campo? ¿Dónde su mujer y sus hijos? ¿Dónde quedó su azadón, su melonar?
En la noche fría de noviembre vi con terror la cara de la soledad y de la muerte.