Voces

“El que sabe escuchar música sabe escuchar todas las voces”

Esta mañana, volviendo de sacar a Turca, me encontré en la puerta con mi vecino, el profesor de violín. Nos paramos un rato, y después de hablar un poco de todo, le saqué el tema de la música, que siempre me interesa, y del que no es fácil encontrar alguien con quien hablar.

Me habló de la orquesta de Granada, en la que estuvo, y de la viola, su instrumento. Me comentaba que en la orquesta, la viola era de los instrumentos un poco postergados, o ignorados por la gente en general, porque no lleva la voz cantante, ni estremece con la fuerza del bajo, ni es tan brillante como el piano o cualquier otro instrumento solista. Forma parte de la armonía que sostiene la voz que habla, de los tonos que dan los matices al tema que se expone. Le comenté que, estando yo en una coral, notaba que ocurría algo parecido con la voz de las contraltos, que en realidad equivale en la orquesta a las violas.

Y es cierto, pensé: cuando se escucha cantar a una coral, es difícil escuchar a las contraltos.

Cuando nos despedíamos, me dijo: «Bueno, el que escucha música sabe escuchar todas las voces».

Subí a casa y esa noche le di más vueltas al asunto.

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Luces

La serpiente siempre fue envidiosa de la luciérnaga

Estaba en el trabajo y tuve que subir a la segunda planta a coger algunas cosas. Pero era sábado, que solo va la mitad de la plantilla, y no había nadie en esa planta. Era temprano y aún no había claridad, así que encendí la luz, fui a mi mesa, cogí lo que necesitaba y vuelta al ascensor. Antes de irme apagué. El «dire» es como aquellas viejas de antes, que siempre iban detrás de ti apagándote la luz.

Apagué la luz, como digo, y me fui para el ascensor. A mitad de camino no veía absolutamente nada. Me paré y pensé: ¿Qué hago? ¿Me vuelvo, enciendo, doy la vuelta, llamo al ascensor, me vuelvo, apago y me vuelvo a volver? Pero siempre en estos casos me subyuga la pequeña prueba que se me presenta y no hice nada de eso. Me concentré, tratando de penetrar la oscuridad. No era posible. Estaba en una planta donde no entra casi luz externa, y además no había aún ninguna luz que pudiera entrar. Me planteé la distancia que podía haber hasta el ascensor. Tres metros, más o menos, pensé. Recurriré al tacto. También lo hacen los ciegos. Pero podría perfectamente haber algún obstáculo en el suelo que no hubiera visto al entrar. Puede ser. Estábamos en plena obra en el edificio, y a veces te encontrabas las cosas más peregrinas en medio del suelo. Bien, iré arrastrando los pies, lentamente.

Y así, deslizando los pies por la moqueta, las manos en postura de sonámbulo de los tebeos y los ojos desmesuradamente abiertos, llegué a la pared del ascensor. La fui palpando lentamente, buscando el botón. Debo tener cuidado –pensé–. De los dos botones que hay, uno de ellos está descarnado. Te puede dar un buen calambrazo. Hay que buscar el otro, el que funciona. Es fácil porque tiene el botón y resalta.

La idea era que el botón que funciona, además de llamar al ascensor, es de los que se iluminan, y al apretarlo tendría luz.

Al fin, ¡éxito total! Di con el botón, no toqué el otro, que da calambre, funcionó, es decir, se oyó un ruido lejano, señal de que la cabina había recibido la orden. El botón se iluminó.

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Mundo visible y mundo invisible

En nuestros días se están impregnando los seres humanos de la idea de que toda la vida gira en torno a lo que resulta visible. Lo que no es visible no existe.

Evidentemente esta idea, difundida interesadamente por aquellos a los que beneficia, está carente del más elemental sentido común.

A nadie se le ocurriría negar la existencia de la amistad, por ejemplo, cuando es notorio que su esencia es invisible e intangible.

Y como la amistad, el cariño, el amor, el juego, la envidia, la mentira, la honradez, la educación, la salud, la fuerza, la alegría, la tristeza, la música, la armonía, el equilibrio y todas las demás cosas que se os pueden ocurrir.

“Una imagen vale más que mil palabras” es el lema. Si no se ve, no me hables de ello. Enséñamelo y lo entenderé.

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Raíces

Escuché decir que un árbol es el símbolo más perfecto de muchos seres del universo, entre ellos del hombre.

El árbol tiene raíces enterradas, en otro mundo, el interior, que no vemos. De ahí toma su alimento de la tierra, disuelto en agua del cielo. Su tronco se eleva hacia lo alto, y se abre en infinitas ramas que albergan infinitas hojas verdes, con las que se nutre directamente del Sol, porque sabe transformar la energía del astro rey en vida para sí mismo.

De una estrella del cielo a su alma, terrena y celeste.

Llegado el momento propicio, abre sus flores, sus hermosas flores, a las que son atraídos pequeños insectos que buscan su néctar, su puro néctar, para transformarlo en miel y otros alimentos. Y ello hace que sean fecundas, que esas flores, en el sacrificio de su belleza, den vida a los frutos, portadores de semillas de muchos otros árboles, los que, una vez en contacto con la tierra y si encuentran su lugar fecundo, perpetuarán su existencia, y la extenderán por toda la tierra.

Su copa es nido de pájaros, lugar de vida y albergue de músicos cantores, su sombra es benéfica, sus frutos son alimento para otros seres de la naturaleza, sus flores son fuente de ambrosía y de belleza.

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Utopías

Hace ya tiempo que cada año pasaba un par de semanas de septiembre en el Palmar de Vejer, una playa hermosa y entonces aún virgen en la costa de Cádiz. Me alojaba en una pequeña casa de las cuatro que un hombre de campo había construido aprovechando unas antiguas vaquerizas, para alquilar en verano.

La primera vez que fuimos nos explicó el asunto de la basura, que era así de simple: dos bolsas de plástico, una para los restos de comida y otro para todo lo demás. Los restos de comida se vaciaban por la noche en el bidón del cochino, que al amanecer se le llevaba a su cochinera. Lo demás, la basura de quemar, se vaciaba en el hoyo que José tenía dispuesto en un lugar apartado y que, cuando estaba lleno, quemaba.

Así pues, los restos de comida se transformaban en carne de cerdo, con lo que había carne para la familia todo el año, conservada en su propia manteca, y la basura de quemar se transformaba de vez en cuando en humo y cenizas. Cuando el hoyo estaba lleno, se hacía otro al lado y ya está. Ecología le llaman ahora a esto. Pero entonces no había camión de basura, ni plantas de reciclaje ni nada de eso. Era muy simple.

Hace unos días escuché en la radio que este último año se habían generado en España nada menos que mil ochocientos millones de toneladas de basura. Y pensé, acordándome de José y sus cochinos: de esa cantidad, aun siendo comida para cochino, solo la cuarta parte, es decir, más de cuatrocientos millones de toneladas, ¿cuántos cochinos se podrían criar? Evidentemente, un ejército. Millones de jamones, toneladas de lomo en manteca.

Luego, me acordé cuando a finales del siglo XIX y principios del XX, cuando ya estaban inventados y en funcionamiento las máquinas de vapor y los envases para alimentos, las latas eran entonces las que, con sus conservantes, podían mantener la comida en buenas condiciones durantes varios años, se llegó a pensar y a decir por mucha gente que los problemas del mundo ya tenían solución.

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Nuestro bien y nuestro mal

Hace unos días, y a raíz de un comentario de una compañera en este blog del filósofo cotidiano, me vino a la mente el pensamiento básico de Epícteto, filósofo estoico, sobre nuestro bien y nuestro mal.

Nuestro bien y nuestro mal dependen solo de nuestra voluntad, decía. Y en nuestra vida hay cosas que dependen de nuestra voluntad y otras que no dependen de nuestra voluntad. De nuestra voluntad dependen nuestros actos, físicos, psíquicos y mentales. Todo lo ajeno a nuestros actos es territorio donde lo que ocurre no depende de nosotros.

A continuación dijo que si nos equivocamos al discernir entre el bien y el mal para nosotros mismos, mal andamos. Y aún peor andaremos si, distinguiéndolo, nos empeñamos en cifrar nuestra felicidad en lo que nos es ajeno, y dejamos de ocuparnos en lo que de verdad depende de nosotros. Y me parece que hoy día, bastantes siglos después de las palabras del estoico, en que todos nos obsesionamos con ser felices, como por otra parte ha ocurrido siempre a los seres humanos, buscamos la paz y la felicidad en lugares equivocados. La riqueza, la salud, el ser amados y considerados socialmente, etc.

No es que estas aspiraciones sean malas en sí, ni imposibles de conseguir, ni tampoco que hayamos de despreciarlas. Pero lo que parece que olvidamos es que nuestra vida depende de lo único que puede depender, de nuestros actos. Somos nosotros, y no nadie más, quien puede construir nuestra propia vida, y lo podemos hacer por medio de aquello que depende de nuestra voluntad, nuestros actos. De ninguna otra manera es posible.

Cambiar el mundo, cambiar las costumbres, cambiar a nuestro hijo, a nuestra pareja (se entiende que cambiar a mejor, claro)… ¿Es posible? Pues yo creo que sí, naturalmente, pero comenzando el camino en nosotros mismos, que somos lo que en realidad podemos cambiar. Y luego, de la mejor manera que descubramos, podemos hacer algo por el bien de los demás.

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Sufrir

Alguien me dijo cierta vez que procurara hacer lo que menos sufrimiento produjera en la gente que me rodeaba y que me quería, lo que menos daño hiciera. Fue un consejo bienintencionado que mostraba la bondad de corazón de quien venía, persona muy querida por mí. Como tal lo tomé, pues, en consideración.

Pero no tardó mucho en acudir a mi presencia el alma de Nieztsche, quien me proponía constantemente su dilema. ¿Es mejor ayudar permanentemente al que, al borde de un fangal, siempre está en la tesitura de caer o no caer, al que parece que disfruta con esa situación de inestabilidad, sin ser capaz de decidir apartarse de él para siempre, y así evitar la caída inevitable algún día? ¿No es mejor empujarle, y, ya dentro del cieno nauseabundo, tomará conciencia de que no es el mejor lugar para vivir, saldrá con su propio esfuerzo y sufrimiento, y nunca jamás volverá a acercarse a tal sitio?

Probablemente así le evitaremos largas jornadas de padecimiento en las que no haría otra cosa que lamentarse de lo cerca que está siempre de la ciénaga, del mal olor que hace allí, y de que nadie se ocupa de llevarlo a un lugar más adecuado para vivir.

¿Sería, en tal situación, el empujarle, hacerle sufrir?

¿Hacemos sufrir a los amigos del alma cuando les señalamos sus errores o sus malos actos, sus actos innobles, sus desvergüenzas? Probablemente sí, pero de ese sufrimiento es posible que nazca una nueva actitud ante las situaciones más elevada, más noble y más humana. Y si ello no es así, no caerá sobre nosotros la culpa. Sí caerá sobre nuestras espaldas el pecado de omisión si ocultamos, disimulamos o permitimos a nuestro amigo un comportamiento deshonroso, sin hacerle manifiesto nuestro desacuerdo y repulsa.

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Música y silencio

Dijo Amado Nervo que solo hay tres cosas dignas de romper el silencio: la música, la poesía y el amor.

Y en una composición musical están presentes las tres cosas. Música, poesía y amor. Si faltara alguna, no habría música. Sería preferible el silencio. Pero cuando el silencio se expresa, necesita de las tres vías. Y si no están presentes las tres, solo hay ruido, que no tiene nada que ver con el silencio, ni con su expresión.

Hay música y ¡qué música! Pero también siempre hay poesía. Porque ¿no son poesía los sonidos que nos revelan el misterio de la belleza en toda su extensión, que abre los ojos del alma para que en verdad puedan ver?, ¿que abre nuestro ser interior al universo que nos rodea, y nos adentra igualmente a nuestro universo interior? ¿Y no son los dos universos el mismo universo, una y la misma cosa?

Y también es amor, porque el amor es la llave de la poesía, y también de la música. En verdad el amor es la llave de todas las cosas. No hay nada que se mueva sin amor. Palpamos, vivimos, sentimos, casi a flor de piel, casi a flor de lágrima, el amor y la poesía que desprende la música. En verdad no hay música sin poesía y amor, como tampoco puede existir poesía sin amor ni música, ni amor sin música y poesía.

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Solsticio

Sol que nació invicto
en lo profundo del invierno.
Que fecundó brotes y nidos,
amores y ternuras,
por la primavera blanca.

Sol que agostó flores,
en la vieja alquimia,
encerrando sus rayos
en la fruta jugosa
y en los tiernos corazones.

Sol niño, joven y viejo.
Sol nuevo y antiguo,
novio, amante y esposo,
en brotes, flores y frutas.

Naciente, y pleno, y poniente,
amarillo, blanco y rojo,
padre amante, hijo sonriente,
complaciente y amado abuelo.
Siempre tú, tú por siempre.

Viajamos contigo, sentados
en el hueco de tu mano triunfante,
sobre el arco noble de tu brazo,
en la cuna amorosa de tu centro,
en tu ser, que es el nuestro perdido.

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Sentido común

Escuché que una vez un discípulo hizo una pregunta a su Maestro.
–¿Qué es lo que está Vd. intentando explicarnos, Maestro?
El Maestro le contestó:
–Solo estoy intentando explicaros que cuando llueve, las calles están mojadas.

Bueno, quizá a alguien le parezca una contestación absurda, por ser algo obvio. A mí, cuando lo escuché, también me pareció rara. Pero, si lo había dicho un Maestro, algo querría decir. Y con el tiempo me pareció descubrirlo.

Las enseñanzas están íntimamente ligadas con el sentido común. No hay ninguna enseñanza que no se someta al sentido común. Y como el sentido que ofrece las verdades más nítidas es el común, no es preciso estar en posesión de título ni máster alguno para entenderlas. Basta el sentido común, por cierto, el menos común de los sentidos. ¿Por qué es el menos común? Seguramente porque los hombres nos negamos a admitir lo que es evidente y todo el mundo lo sabe, y preferimos cualquier otra interpretación que se pliegue a nuestros pueriles deseos.

Cuando llueve las calles están mojadas. Es seguro que habrá gente que lo niegue, o que actúe sin tener esto en cuenta. Pero es así de simple y a la vez de irrefutable. No actuar conforme a esta verdad lleva sin duda a actos estériles, nefastos y estúpidos. Igual que en las otras cosas. Salvo que en otras cosas las consecuencias suelen ser más graves.

Hay unas leyes que rigen los acontecimientos, y son leyes que son casi siempre obvias, o de fácil entendimiento. Y si alguien se empeña en llevarles la contraria o en no tenerlas en cuenta, los resultados de sus actos no serán los esperados, sino cualquier otro, que, además de inesperados serán sin duda dolorosos y dañinos.

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