A propósito del libro de Eli Pariser «El filtro burbuja» y del 1 de octubre.
Por un cierto mecanismo psicológico, estamos más inclinados a creer lo que hemos escuchado antes. Con la información como con la comida, somos lo que consumimos. Es algo que sabía muy bien aquel que dijo que “una mentira repetida adecuadamente mil veces se convierte en una verdad”. La inteligencia de nuestros lectores me permitirá obviar su nombre.
Por ello, por ejemplo, los «expertos» que invierten mucho tiempo en desarrollar teorías para explicar el mundo, después de algunos años de trabajar en ellas, tienden a verlas en todas partes. Este es el origen del geocentrismo, del antropocentrismo, del egocentrismo y hasta de los nacionalismos.
El problema en nuestro tiempo se agranda cuando buena parte de la información que llega a nosotros ya no es elegida por un editor, sino por algoritmos que tratan de mostrar lo que a nosotros ya nos gusta a priori. Nuestra identidad moldea nuestros «medios de comunicación», conformados por los resultados de las búsquedas de Google y de las actualizaciones de nuestros contactos de Facebook, que nosotros mismos hemos elegido.
Hacemos clic en un enlace, indicando un interés en algo, y esto implica que probablemente veremos más artículos sobre ese tema en el futuro, que a su vez es primordial para nosotros. Nos quedamos atrapados en un bucle y, si nuestra identidad se representa mal, comienzan a surgir patrones extraños, como la reverberación de un amplificador.