Una mañana, de esta recién estrenada primavera, estaba tranquilamente leyendo una revista sobre ingeniería romana cuando un amigo, calculadora en mano y cara de satisfacción, se me acercó y me dijo:
–Ya está, acabo de tener una idea que solucionará los problemas económicos del mundo. Fíjate: si en vez de repartir el dinero entre los bancos, los Gobiernos lo repartieran entre todos los habitantes del planeta, todos seríamos automáticamente millonarios. Lo he calculado y tocamos a unos 200 millones de dólares por persona, ¿qué te parece?
Levanté mi vista, y durante unos minutos mi mente acarició la dulce y agradable idea de levantarme un día con 200 millones de dólares en mi cuenta, y mi mujer otros 200, total, 400. ¡Qué maravilla! Adiós a los malos trabajos, a los madrugones, a la hipoteca, a los préstamos personales, a los problemas de aparcamiento, en fin, adiós a casi todas las preocupaciones. Y lo mejor es que todos mis amigos también, de una sola vez, y sin esfuerzo, podríamos decir que gratis, todos millonarios. Por fin el viejo sueño hecho realidad: la riqueza repartida entre todos por igual. ¿Será posible ver con mis propios ojos el fin de la pobreza? Especialmente de la mía, por aquello de que es la que tengo más cerca ¡Jesús!, me tiemblan las piernas sólo de pensarlo…
Volví a pensar sobre el asunto de mi libro. Los ingenieros romanos conocían bien las leyes de la hidrodinámica, especialmente la de que el agua sólo fluye cuando hay desniveles. Y ese conocimiento lo aplicaron a muchas de sus construcciones: canales, presas, acueductos, fuentes y molinos. Los desniveles crean movimiento, mantienen el agua limpia para la agricultura y la energía para mover molinos para hacer harina, y con ella, el pan.
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