«No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe» (Ray Bradbury).
Ha llegado a mi correo una convocatoria para una manifestación en contra de la caza. Lo he leído, un bonito escrito, y estaba de acuerdo con todo lo que decía.
Siempre me ha disgustado la caza, a pesar de tener algún familiar cercano cazador. Me pasa como con las corridas de toros, que siempre me produjeron repulsa hasta que, a los veintitrés años, me llevaron a una. ¡Quedé horrorizada! Miré a mi alrededor y tuve la sensación de estar en el circo romano, rodeada de una multitud sedienta de sangre. El sentimiento anterior de repulsa se convirtió en pena y desolación.
Volviendo a la caza: decidí mandar el enlace que había recibido a unos amigos cazadores; pensé que podía hacerles pensar, que no es poco.
Al rato me mandaron otro correo explicando con todo detalle la riqueza que produce la caza y tristemente, la cantidad de puestos de trabajo que se perderían si se aboliera, con todo lo que ello conlleva.
Me quedé pensativa. Dudo que ellos leyeran todo mi mensaje, pero yo sí que leí el suyo. ¡Que pena que las cosas no sean totalmente blancas o negras! Muchas veces están mezcladas.
Todo es cíclico. Vuelven las vacas flacas, y duelen. Aunque ahora sé por dónde piso y tengo herramientas… Duelen.
La sensación de estar caminando en el abismo se ha reducido, Ya no siento que el suelo se desintegra y desaparece bajo mis pies como en otros tiempos; pero la inquietud sigue dentro de mí y me lleva a querer salir corriendo de ahí. Huir, huir de mí misma. ¡Paradoja!, pues ya sé que solo ahí está “mi hogar”. Otra vez vuelvo a buscar fuera lo que sé que está dentro. ¡Una vuelta más de tuerca! Y busco distracciones, y enciendo la tele, y voy y vuelvo a la despensa, planeo viajes y más viajes, y fiestas y más fiestas, y tertulias, musicales, conciertos, borracheras… No digo que estas cosas estén mal en sí mismas; aunque sí lo están, sí resultan ser un escape. Pero… ¿acaso nos damos cuenta?
No, muchas veces no nos damos cuenta, hasta que almacenamos frustraciones, y reconocemos que nada de esto nos llena. Por eso es bueno parar y preguntarse: ¿qué estoy sintiendo? Darle nombre es importante. ¿Cómo lo gestiono? Ser consciente de los errores también. Porque si no paramos y seguimos corriendo y corriendo, cada vez estaremos más lejos de la solución, que solo y únicamente se encuentra en el fondo de ese dolor, rabia, tristeza, frustración…
Sí, es ahí, en el fondo, cuando somos capaces de parar y silenciar todo el ruido en que nos queríamos diluir, es cuando surge un espacio. Un pequeño espacio al principio, que puede ir creciendo si lo dejamos; que se parece más a nada que a algo, pero que está cargado de paz. Un regusto sutil de serenidad inunda levemente las papilas gustativas de nuestra mente ya, por fin en calma. Se ensancha nuestro corazón que, como por arte de magia, empezamos a percibir como algo más allá del núcleo de sentimientos.
Te das cuenta de que has… como tomado distancia de todo, y apareces tú, el que se percata de que todo no era más que una ilusión. El que percibe que no eres esto cambiante y limitado; el que sabe a eterno e inmutable y no defrauda.
Hoy ha llegado a mis manos un artículo curioso, sobre la relación entre el descenso del coeficiente intelectual medio de la población mundial en los últimos veinte años, especialmente en los países más desarrollados y el empobrecimiento del lenguaje como una de las múltiples posibles causas.
Parece ser que varios estudios corroboran este empobrecimiento del conocimiento léxico: reducción del vocabulario, de los tiempos verbales, de las sutilezas lingüísticas, los cuales son herramientas que nos permiten elaborar pensamientos complejos, manifestar emociones y construir razonamientos.
A primera vista puede parecer algo insignificante; pero una población que ve limitada su capacidad de raciocinio y de expresión, queda totalmente mermada, desprotegida, y a merced de cualquier manipulador interesado. ¿Nos suena esto de algo?
Reduciendo el lenguaje se reduce el pensamiento crítico y la capacidad de expresión y comunicación.
Así el ser humano queda empobrecido y muchas veces frustrado, ya que la comunicación a nivel profundo, es una necesidad para crecer y evolucionar.
Shamsia Hassani: mujer, artista, joven. Es afgana. Su familia es originaria de Kandahar. No pudo estudiar al principio Bellas Artes porque era mujer. Consiguió después llegar a ser profesora de escultura en la Universidad de Kabul. Hoy vive en la incertidumbre y la angustia por las circunstancias que atraviesa su país. Ya no puede hacer libremente los grafitis que han adornado algunas paredes de la capital gracias a su inspiración, y sus últimas pinturas nos permiten aventurar que no se siente libre.
Sin embargo, a pesar de que en muchas de sus obras (que podemos contemplar en sus redes sociales) se palpa la angustia por la injusticia, siempre hay un detalle que nos dice que la esperanza no ha muerto. Una flor de reconciliación ofrecida a negras figuras dominantes, una ventana bajo el brazo que contiene los colores y sonidos del paisaje transformada en objeto portátil reconfortante para el alma, un piano cuyas teclas son pulsadas sobre el abismo de una ciudad hostil lanzando al viento sus cálidos sonidos…
Shamsia se sienta en el exterior de la ventana escapando del edificio que la aprisiona. Fuera de él las cometas pueden volar libremente y alcanzar altura, en un cielo despejado por encima de las oscuras nubes que se reflejan en los cristales. Ella también tiene su cometa: está enraizada en su interior. La deja volar aunque su rostro no pueda todavía expresar la alegría. Pero su cometa vuela alto también. Y ella lo siente.
«No podemos confiar en construir un mundo mejor sin mejorar los individuos. Con este propósito, cada uno de nosotros debe trabajar su propio perfeccionamiento aceptando, en la vida general de la humanidad, su parte de responsabilidad, ya que nuestro deber particular es el de ayudar a aquellos a quienes podemos ser útiles» (Madame Curie).