Más tiempo

Siempre me preocupó la cuestión del tiempo y, ya que ha salido a colación, vamos a darle un matiz más. Cuando se propone este tema, veo que todos los hombres son sensibles a él.

A todos les inquieta, sobre todo cuando pesan en la balanza de sus valores los diferentes aspectos del tiempo. Hay unos que dicen que el pasado no les importa, que solo el presente; otros, que el futuro es lo más decisivo, y en él solo hay que pensar y poner todas nuestras energías. Otros dicen que el pasado tiene mucha fuerza y que nos condiciona el presente y el futuro.

Yo a todos comento que gozo de una excelente mala memoria, con lo que todas las películas las vivo por primera vez, y todos los paisajes, y todas las músicas. Solo he encontrado en mi vida a alguien que confesaba que le ocurría lo mismo y lo valoraba (como lo valoro yo). Era Nietzsche, quien decía que agradecía a la vida su falta de memoria, pues así cualquier conocimiento tenía siempre la frescura de la primera vez. Pero voy a implicarme un poco más.

El pasado no es fijo, compuesto como está de tejidos psicológicos productos de vivencias anteriores. Si cambian los significados de aquellas experiencias, algo ocurre que modifica sustancialmente (o radicalmente) nuestro pasado. Nada más movedizo que el pasado. El pasado lo cambia la comprensión.

Y el futuro es aún más cambiante. No porque esté sometido a las leyes del azar o al imperio de las circunstancias, sino porque lo tejemos con los hilos de nuestros intereses presentes, con nuestros significados actuales, con nuestras prioridades del día. Lo que hoy es sumamente importante, mañana puede no valer nada. Debemos prepararnos para ello, y no aferrarnos a nuestro ser actual. Nuestro trabajo está en ampliar los horizontes y aceptar los nuevos aires que nos traiga nuestro ser, sean frescos o tórridos, suaves o recios, incluso en elegir los que más nos gustan.

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El instante y las horas

Alguien tenía que hacerlo. De entre los que escribimos en el blog, alguno tenía que dirigir el foco de sus reflexiones hacia el tiempo, esa dimensión que parece ser elástica por más que los relojes maquinales y sus inventores se empeñen en otra cosa. Ya lo expuso Einstein y demostró que para un viajero del espacio las horas no corren igual que para el sedentario terrícola, y he ahí la cuestión: ¿por qué el tiempo es relativo? ¿Qué relación hay entre espacio y tiempo? ¿Por qué a veces las horas se resisten a pasar, otras van demasiado deprisa y otras se eterniza ese instante? ¿Existe en realidad el tiempo o es una apreciación subjetiva? Que me perdonen los racionalistas y los científicos si digo alguna barbaridad, pero es que mi reflexión no pretende ser ni lo uno ni lo otro.

Una de mis películas favoritas es la protagonizada por Bill Murray y Andie MacDowell, “Atrapado en el tiempo”, aunque también es conocida como “El día de la marmota”, por contar la historia de un reportero de televisión que va a cubrir la noticia de una fiesta en que la marmota del pueblo despierta, lo cual hace una aguda referencia al estado de sarcasmo en que se haya el protagonista. Murray se levanta todos los días a la misma hora y en la misma fecha para hacer el mismo reportaje durante años… hasta que algo cambia en él, transmuta su actitud sarcástica y egoísta en generosidad, y consigue recuperar su futuro…

Dicen viejas enseñanzas que el tiempo es “la eternidad extendida en el espacio”, que antes de la existencia todo se resumía en… ¿un punto? Pero que al moverse generó un espacio y con lo que se tarda en recorrer tal espacio nació el tiempo. También dicen esas enseñanzas que todo es cíclico y que retornaremos a ese punto inicial, al igual que la respiración de Brahma en su inspirar y expirar. Si todo ello es cierto, nos están diciendo que, de alguna manera, el espacio y el tiempo son una ilusión por la que transitamos, que cuanto más nos movemos y enredamos en el espacio de la existencia, y en una dirección equivocada, más atrapados estamos en las horas, y más lejos de recuperar nuestro futuro, ese “instante eterno”.

Las palabras

Un viejo amigo y yo, ambos compañeros en este blog, nos propusimos ser capaces de expresar lo que para nosotros significan, respectivamente, el silencio y las palabras. Lo pensamos así, debido a que a él le encanta lo primero y a mí lo segundo, sin que eso signifique que no sepamos apreciar o disfrutar el otro lado de esta dualidad. Ambos valoramos sobremanera tanto la vida interior como la literatura y ambas hemos compartido rato tras rato.

Pues bien, heme aquí defendiendo a mis amigas las palabras, esas de que tanto uso doy en papel, en onda, en pensamientos, en ideas…

Las palabras son, o así las siento, un recipiente. En realidad, son la herramienta que nos permite expresar y a veces perdurar, transmitir. Lo veo así, porque noto que la misma palabra dicha por distintas personas no dice lo mismo. Incluso esa misma palabra dicha por la misma persona en momentos distintos, con intenciones distintas, no dice lo mismo, y es así desde un «tonto» a un «bonita», ambos capaces de transmitir tanto cariño como desprecio.

Y, por otro lado, veo que alguien que no habla tu idioma y a quien no entiendes por tanto, es capaz con las palabras de hacerte llegar una idea. Ha volcado sobre ti el contenido de ese recipiente.

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Retirarse

A días, uno siente que debe retirarse. No dejar de luchar, no rendirse, no es eso.

Retirarse de dejar en el suelo la espada y quitarse la armadura. Vestir únicamente el traje de monje que llevamos siempre debajo o quizás dentro, nuestra más profunda piel… y andar hacia un horizonte lo más árido posible.

La aridez es requerida para que ni la belleza de las plantas ni el canto de los pájaros nos despisten de nuestro objetivo, y no porque no sepamos apreciar todo ello.

La aridez nos es compañera, la mejor, pues no nos pide, no nos llama, no nos critica ni reclama. Nos acepta, es, está, acompaña.

Y desde ahí, desde la nada más posible que encontremos, que sea oscura, que sea limpia, que sea nuestra. Desde ahí, a días, debemos replegarnos hacia dentro y encontrar la soledad más grande del mundo, el silencio más grande del mundo y con ellos, rebuscarnos a nosotros mismos. Y ese re- es a propósito, pues sabemos quién somos y dónde estamos.

Alimento para el alma, es como yo lo llamo y, a días, mi alma pide quietud, pide descanso, pide soledad que no lo es, silencio que habla.

Los neoescépticos en la red

El «Consejo Europeo de Organizaciones Escépticas» está celebrando hoy en Alicante su simpósium anual, organizado por el «Círculo Escéptico». Entre mis compañeros de Nueva Acrópolis siempre he defendido lo saludable que es tener un cierto punto de escepticismo respecto a la inflada sucesión de «misterios sin resolver» de los que muchos esoteristas gustan hablar, y de lo saludable que es mantener un criterio científico. Esto lo digo, claro, debido a mi formación universitaria en el campo de la ciencia, porque desgraciadamente no es fácil encontrar trabajo en la ciencia, sino en la tecnología…

Pero los neoescépticos caen a mi juicio en el error de aquellos que intentan combatir. No lo digo solamente yo. Lo dice Eduard Punset, cuando menciona la crítica exacerbada contra la homeopatía:

Las ventajas del conocimiento científico con relación al conocimiento revelado, al conocimiento genético –en gran parte irrelevante en los entornos modernos–, o al propio conocimiento adquirido –en su mayor parte infundado–, dieron cauce en el pasado a un cierto fundamentalismo científico comparable en sus estragos al fundamentalismo religioso.

Cara a cara con la vida, la mente y el universo, página 69

Sí, señores neoescépticos, ateos, críticos, «cienticifistas», «librepensadores», se comportan ustedes de la misma manera intolerante que los antiguos defensores de los dogmas a ultranza y de los modernos embaucadores.

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Misterioso silencio…

Un amigo, sabiendo que el tema me atrae, me pidió que dedicara un blog al silencio… y una vez más me aferro a la sonoridad de la propia palabra, que como diría Matilde Asensi (y otros autores) en su libro “El origen perdido”, el sonido de las palabras tiene su propia fuerza: sssshhhiiiiilennnnciooo. Y todo en nosotros se calma, se queda como en suspense, las emociones siguen ahí pero sin manifestarse, los pensamientos se diluyen como intuyendo que son incapaces de abarcar lo que el silencio trae. De pronto comprendemos algo que se nos escapaba y que, seguramente, dejaremos de entender cuando vuelva el “ruido”. No son razones, no es demagogia, no son sofismas; es la vieja posibilidad del hombre de la visión directa, de aquello que habla el zen, de ver y comprender de manera impersonal, sin intermediarios, sin el ruido distorsionarte de los deseos convertidos en emociones y pensamientos.

“Soy el silencio que hay entre dos notas…”

Rainer María Rilke. Libro de horas.

¿Utopía? Seguramente, pero ya sabéis lo que pienso de eso. Vivimos inmersos en el ruido, y no solo en el interior, sino, especialmente en España, en un mundo muy contaminado acústicamente. A veces he llegado a pensar que precisamente nos rodeamos de ruido para huir del silencio, buscamos el bullicio para llenarnos de algo, y nos incomoda estar solos. Como dijo alguien: la soledad consiste en no saber estar con uno mismo, ¿y cuántas veces, de pronto, no nos hemos sentido solos en mitad de la gente? Y es que nada puede sustituir al silencio, salvo el silencio… o la poesía.

Algo tendrá para que los pitagóricos lo incluyeran en su escuela de Crotona, haciendo pasar al novicio u “oyente” (akusikoi) dos años de silencio que, a veces, se prolongaba a cinco, en los cuales debían meditar las enseñanzas. Y aún más, para imprimir esta regla en el espíritu del nuevo “oyente”, se le mostraba una estatua de mujer envuelta en amplio velo, un dedo sobre sus labios: “La musa del silencio”.

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Conocerse o no conocerse, esa es la cuestión

Permitidme parafrasear a Shakespeare. No es que esté en desacuerdo, lo cual no sería extraño dado mi temática “filosofía contracorriente”, pero lo que sí se puede, y prueba de ello es que lo hago, es dar unos cuantos pasos hacia atrás, ir al antes, mucho antes de plantearse el “To be or not to be, that is the question”, pues, sinceramente, creo que hay un estado previo al “Ser”. Y si planteo tal cosa es porque en mi trato diario con mucha gente veo que puede ser de utilidad. Quizás me equivoque al hacerlo y convierta este blog, una vez más, en motivo de polémica, pero ya estoy acostumbrado.

Muchas veces oigo eso de “sé tú mismo, sé tú mismo” en cientos de anuncios con el único fin de que, precisamente, dejes de serlo y consumas el producto anunciado, estrategia de identificación creo que lo llaman. Bueno, el caso es que veo cómo se confunde, nos confundimos, a la hora de separar las cosas que vienen de nuestro pequeño yo, ego o yo personal, con el yo grande y verdadero que a uno le hace ser y no dejarse ser. El primero suele ser egoísta, orgulloso, atender a necesidades materiales, a buscar su bienestar y seguridad antes que nada, lo cual está genial, no lo critico. Lo que quisiera es mostrar la diferencia con el otro yo grande, fruto de nuestro esfuerzo consciente por entender el mundo que nos rodea y que se muestra generoso allí donde ve que hace falta.

Para llegar a ese “sé tú mismo” y, por lo tanto, “Ser” de verdad, primero hay que conocerse, distinguir en uno mismo lo que le viene de herencia genético-cultural y constituye su ego, de lo que se ha currado conscientemente y es su propia e intransferible conquista interior, su verdadero tesoro.

Por todo ello deduzco que sólo conociéndose uno mismo se puede llegar a “Ser”.

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El cristal

Venía de cumplir mi rito matutino, café y diario, y era aún muy temprano. Al pasar por la tienda de animales de la esquina, que todavía estaba cerrada, miré el escaparate distraídamente. Como os imagináis, había en él toda clase de cositas: correas, huesos de mentira. Pero hubo uno de los juguetes que me llamó poderosamente la atención. Era una serpiente de tela rellena, pintada en vivos colores, y enroscada; en el centro de la espiral que formaba, había un pequeño gato siamés. Un perfecto gato siamés durmiendo plácidamente, seguramente de peluche.

Me agaché para observar más cuidadosamente y, al cabo de unos minutos intrigado, concluí una respuesta. El siamés no era de peluche. A pesar de su fascinante inmovilidad de estatua no se me podía escapar su suavísima respiración, aunque ni uno solo de sus músculos se contraía ni se distendía. Ni siquiera en su cara se movía ni un solo pelo. Pero yo sabía que no era de peluche, que tenía vida y que dormía profundamente.

Cuando ya me empezaban a doler las rodillas de estar agachado (principio de “astrosi”), abrió los ojos. Yo sé que los gatos son vigilantes incluso durante el sueño, y que, a pesar del grueso cristal que nos separaba, debió de sentir mi constante mirada, que le hizo volver a la vigilia. Abrió los ojos y me miró fijamente. Era muy pequeño, quizá un mes, y gloriosamente hermoso, con la graciosa pureza del cachorrillo. Se levantó muy suave, muy despacio… salió de la serpiente enroscada y, salvando los escasos centímetros que nos separaban, vino a mí a darme “topadas”, su bella manera de dar y recibir caricias al mismo tiempo.

Pero estaba el cristal. Se frotó una y otra vez con el cristal y yo sentí sus caricias, y quizá él sintió también mi calor. Estuvimos así unos minutos aún, él con su cara y su cuerpo pegados al cristal, y yo con mi nariz igualmente pegada a la invisible barrera.

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Epicuro, un filósofo maldito

Muchos de los grandes filósofos de la historia son calificados como ateos (en esta sección ya hemos visto alguno) porque en ocasiones la filosofía, ejercicio primordial del hombre por buscar sentido al aquí y ahora, evita tratar de entes que se nos escapan de nuestro entendimiento. Así ocurrió también con Epicuro y con Confucio, a quien próximamente dedicaremos otro comentario.

Si los filósofos que evitan hablar de Dios son ateos, los que enseñan a evitar el miedo a la muerte o al futuro son “malditos”. En cuanto a los dioses, para Epicuro no pueden llegar hasta nosotros y por tanto ni los temores ni las plegarias tienen utilidad alguna. Su argumento acerca de la muerte es contundente: “no hay motivo para temer a la muerte, porque mientras vivimos no está presente y cuando está presente nosotros ya no estamos”. En cuanto al futuro y el destino, a la manera de como decían los estoicos, algunas cosas nos llegan por azar y otras por obra nuestra, y son estas últimas las que debemos atender; por lo tanto, ni debemos desesperarnos ni abandonarnos a la suerte.

A pesar de las críticas contra él vertidas, y de la mala fama posterior, Epicuro era un ser de conducta intachable, frugal en sus costumbres, y de carácter afable y paciente. Propuso una sabiduría de vida caracterizada por el optimismo y la admiración ante la existencia del mundo y del hombre.

Según los comentaristas actuales, la ética de Epicuro tiene un aspecto positivo, la búsqueda del placer, y otro negativo, la ataraxia o cesación de las inquietudes que traban el logro del placer. El dolor y el mal son fáciles de evitar, porque los sufrimientos no duran mucho tiempo; cuanto más agudos, menos tiempo permanecen. El placer y el bien son fáciles de conseguir, y donde hay placer no hay pesar ni sufrimiento.

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