El arquero y la Luna

A veces utilizamos la palabra utopía con fines arrojadizos y maldicientes, para decir que algo es imposible o “utópico”, y tal persona está mal de la cabeza y que todo cuanto dice y piensa solo son “utopías”. Y digo yo: ¿qué sería del mundo sin las utopías?, pues por más que etimológicamente nos digan que la palabra viene del griego y designa lugares que no existen, y por más que el diccionario de la R.A.E . nos lo defina como: “Plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación”, lo cierto es que sin las utopías la humanidad no avanzaría ni en lo científico ni en lo social, y no tendríamos aviones que desafían a la gravedad, ni las mujeres tendrían derecho a votar en las democracias con la misma igualdad que el hombre, por ejemplo.

Sin embargo, la R.A.E. (Real Academia Española) tiene en su definición una esperanza, pues habla de algo que “parece irrealizable en el momento de su formulación”; no dice que sea inexistente ni imposible, por lo que estamos de enhorabuena todos aquellos que soñamos con un mundo mejor, un mundo de gente generosa más preocupada por el “ser” que por el “tener”, por el “crecer” que por el “aparentar” y con eso lo digo todo.

Si tú, lector, eres del club de los locos utópicos, no olvides nunca esta vieja fábula (quizá sea zen, no lo recuerdo bien) que cuenta cómo, hace ya mucho tiempo, un arquero se propuso cazar la luna con sus flechas. Para ello dedicó mucho tiempo a entrenarse duramente, probó cientos de arcos diferentes quedándose con los mejores, y día tras día lanzaba sus saetas contra el luminoso astro que, divertido, lo miraba desde lo alto. Pasaron los años y el cazador seguía sin conseguir su presa… y sin embargo, se convirtió en el mejor arquero del mundo.

Eire

Es un lugar entrañable, pintoresco, delicioso. Habría que inventar adjetivos para poder describirlo con precisión. Propio es otra de las palabras que le encajan, propio por los paisajes, por la gente, por la música, por su historia. Druidas, celtas y normandos te acompañan al caminar entre sus senderos. Los notas en lo denso del clima y en lo limpio del ambiente, un limpio cálido, y mojado, un limpio cercano, tan suyo que no cuesta hacerlo nuestro.

La edificación más misteriosa: Newgrange o Knowth, construcciones neolíticas circulares labradas, de poca altura y casi 20 metros de diámetro, herméticas a la entrada de luz, construidas con piedra, sin argamasa, con un único orificio en el centro del techo por el que solamente durante los primeros diecisiete minutos del solsticio de invierno cada año, pasa la luz e ilumina cierta pared. Misterioso, ¿verdad? Sí, es otro de los apelativos que te transmite esta tierra.

Los lugares más sugerentes: Killarny, Rock of Castle, Glendalough, Kilkeny, Cliffs of Moher, montañas, castillos, lagos, mansiones, senderos, acantilados, bosques, cementarios sagrados abiertos, sin muros que los contengan, sin más barreras que el campo ilimitadamente abierto y verde, exponen en lo alto de las colinas sus cruces celtas al viento, a los innumerables cuervos que habitan estas zonas y a las miradas de los inevitables admiradores de la cultura sentida.

Música para recomendar: The essential «celtic woman» collection, del tipo live music que a tan contagioso o melancólico ritmo suena cada noche en los pub del lugar; pero sin guinness.

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Consuelo espiritual

Iba yo en mi moto por el centro de la ciudad, concentrado en hacer mis cosas, me paro en un semáforo y veo, por la acera de la derecha, una venerable abuelita enjuta y elegantemente arreglada que hablaba sola y con gestos de dolor. Me pregunté qué le pasaría; la gente de alrededor no parecía percatarse, pero no le di mayor importancia. Entonces sentí como un pinchazo en el corazón y un pensamiento surgió en mi cabeza: ¿por qué no la ayudas? Y la respuesta no se hizo esperar: seguro que no es nada y se me hará tarde para hacer mis gestiones. Sin más, miré al frente durante unos momentos y luego giré la cabeza. La abuelita ahora caminaba en sentido contrario desandando lo andado y con la misma expresión de dolor en su rostro. No pude más y con un gesto rápido aparqué la moto en la acera. Me acerqué a ella con cuidado, la cogí del brazo con delicadeza y le pregunté: ¿le pasa algo, señora, puedo ayudarla, se ha perdido? A lo que me contestó con voz débil y temblorosa: es que en la iglesia creo que he colocado mal las cosas, las flores, no me acuerdo, creo que lo he hecho mal… Respiré hondo diciéndome por mis adentros: ¿será posible? ¡Lo que necesita es un poco de consuelo espiritual!

Miré a la venerable señora dejando escapar mi más tierna sonrisa y le dije que no se preocupara, que Dios es bueno y nos perdona todas las cosas que hacemos mal, si lo hacemos con buena voluntad, y que seguro que ella tiene muy buena voluntad. La abuelita me miró sonriendo y me obsequió con unas pocas palabras trémulas de agradecimiento.

Al subir a la moto me vino a la memoria esa entrañable novela de Unamuno (sí, tenía que ser él, sabéis que me gusta mucho su obra) “Don Manuel Bueno Mártir”. Yo como el personaje de la novela, no creo en un Dios barbudo subido a una nube y con un triángulo sobre su cabeza, pero sí puedo comprender y respetar que eso sea un consuelo para mucha gente.

You raise me up

Inauguro una nueva sección de nuestro blog, que sigue creciendo poco a poco. El título «Filosofía y Música» es demasiado genérico, pero mi intención es mostrar letras de canciones que me han llamado la atención por sus valores filosóficos. Quizá en alguna ocasión también ponga letra de música clásica, pero de momento me ceñiré a la música moderna, de la que hay gran variedad donde elegir.

Para empezar, traigo a un joven cantante norteamericano, Josh Groban poco conocido en España. La letra de la canción elegida es de Brendan Graham, otra cantante británica.

Algunas de las canciones que mostraré en esta selección tiene (como una gran mayoría) «temática amorosa». Y sin embargo, si sustituimos el objeto del amor terrestre por un amor celeste (como diría Platón) encontraremos bellas reflexiones filosóficas.

Y sin más, esta es la canción (eliminando repeticiones):

You raise me up

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Aire del norte

Como tantos hacemos, voy guardando frases que me llegan adonde solo la magia llega. Una de ellas habla sobre la felicidad y dice algo así como que ese preciado bien no se basa en una euforia constante, imposible por otra parte si la vida es vida, sino en sentir la serenidad de que se han tomado las decisiones adecuadas.

Ahí quedó la frase, en mi nevera, junto con fotos e imanes que evocan viajes y que gusta repasar de cuando en cuando. A veces, en paseos tras un logro que ha costado, tras un momento difícil con resultado satisfactorio, tras un paso hacia delante dado sin mirar atrás, me viene un aire del norte que me susurra esa frase, aquella frase. Y con ello, la verdad que encierra se hace un poco más consciente.

Y aunque esa brisilla y yo ya nos hemos hecho amigas y con ganas la acojo según la presiento, que se quede a mi lado no es un propósito sencillo. Los días pesan, las circunstancias lastran. Si no recordamos y dejando de creer en lo que podemos ser, no caminamos hacia ello, las piedras se hacen mayores que nosotros en el camino.

Mas a mi amiga ya le he encontrado una puerta. No una grande que dé al salón, sino un acceso lateral a los pasillos. Tal acceso consiste en andar con los ojos del alma bien abiertos, en ir más que haciendo las cosas, construyéndolas, más que recordándolas, pensándolas, más que porque sí, con intención, más que comiendo, saboreando. Hablo de poner la atención en lo que ocurre, pero no solo para vivirlo con consciencia, sino para comprender.

Esa puerta lateral o ventanuco, qué más da mientras dé acceso, es saber por qué pasan las cosas, por qué las personas son como son, por qué nuestro día es el que es, distinguir de entre lo que tenemos, lo que hemos elegido y con ello darnos cuenta de por qué estamos donde estamos; saber que aún soñamos y cómo conseguirlo y no dejar de dirigirnos hacia allí. Así, comprendiendo, nada es bueno ni es malo, simplemente es lógico el color de cada cosa. Veo por qué las plantas son verdes y no lucharé para que sean rojas; veo también que mi piel se torna según la cantidad de sol a que la exponga, y sabiendo, comprendiendo, camino más tranquila.

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Cuatro músicos en la calle

Hace unos días, mientras hacía unas compras, vi en la calle a lo lejos un grupo de gente y escuché música. Eran cuatro jóvenes que entre todos no llegarían al siglo. Rubios, de ojos claros y el alma en los ojos y en la frente. Serían centroeuropeos o rusos. Seguramente vendrían a dar un concierto por la zona, como integrantes de alguna orquesta y pensaron en sacar algún dinero haciendo su concierto particular en la calle. Eran un violín, dos acordeones y un contrabajo.

Nos paramos a escuchar. Era música clásica, alegre por lo general, a veces emotivamente lenta, temas conocidos universalmente casi todos. Siempre se agradece escuchar cosas bellas, que alegran el alma y mueven el corazón. No pude evitar mi crítica y vi que a pesar de la alegría y el espíritu que ponían en lo que hacían, colaban gatos. Pero eso no era lo importante, lo deseché al punto. Lo importante es que la calle estaba llena de hermosas melodías, antiguas pero siempre nuevas… y también llena de gente.

Gente que escuchaba embelesada, gente de todas las edades, niños, jóvenes, adultos, ancianos. Hasta hubo una viejecilla que se lanzó a bailar un tango que interpretaron. La gente aplaudía con gusto al terminar cada pieza, y el canastito se llenaba continuamente. Todos echamos algo. Todos teníamos agradecimiento en el corazón.

Me senté en un banco. Y pensé. Pensé, o mejor, como siempre, vinieron a mi mente cosas. Y solo os quiero citar la que me produjo un golpe interior.

Una captación negativa de la evidencia que nos rodea me acompaña todos los días, me amarga, me hace sentir en un desierto. ¿No hay nadie que tenga la cabeza en su sitio? ¿No queda nada auténtico, nada real, nada sin mezcla, sencillo y humano? ¿Qué será de mí, qué será de mi hijo? Suelo pensar.

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Sin temor… ni esperanza

Que no, que no es una reflexión triste, ni melancólica ni habla de desesperanza (al contrario) el título de este blog. La esperanza es como un confiar inconsciente (a veces no), como una paciencia o “ensayo de eternidad” que diría cierto sabio. Pero no es esa la esperanza a la que me refiero, sino a la de “esperar” algo concreto, a hacer las cosas con la intención de obtener un resultado, o a relacionarte con alguien de determinada manera con la intención de obtener algo a cambio. Cuando digo “sin esperanza” me estoy refiriendo a un hacer sin pensar o estar pendiente del fruto de esa acción. Sería lo que en la India llaman “recta acción”, un entregarse a las acciones por otras causas que no son el fruto de la acción, algo que no es fácil de entender para nuestro normal estilo de vida con mentalidad mercantilista.

El temor al que me refiero no es el sano miedo, o prudencia, que evita que nos pongamos en peligro de la forma más absurda, ni el que nos aleja, afortunadamente, de la temeridad. Me refiero al temor que nos limita, que nos lleva a querer controlar todo lo que nos rodea para que nada cambie, llegando incluso a crear a nuestro alrededor una “vida falsa”, un lugar cercado donde no entra el “aire” de la vida, lo imprevisto, la sorpresa, y por lo tanto, nos perdemos la riqueza de las experiencias nuevas.

Pongamos un ejemplo: si tengo un amigo que cuando sales con él no baja de las cinco cervezas y temes las consecuencias o que te arrastre a imitarle, puedes llegar a decirle que podemos quedar, pero que si pasa de tres cervezas te vas. El temor nos hace limitarlo, pero entonces no dejamos que ese amigo sea como es, te pierdes su autenticidad (es un ejemplo, no pretendo hacer un alegato a la bebida). Si esa persona te puede dar algo o ayudar de alguna forma, entonces le miramos con ese interés en la cabeza y en el corazón, con lo cual “envenenamos” nuestra propia forma de ser, y ese tiempo nos será robado por esa actitud egoísta.

De ahí esa sencilla formula que tantas alegrías me ha dado cuando la he conseguido aplicar, la de moverse por la vida “sin temor… ni esperanza”.

Hay vida sin Internet

Conocí Internet a finales de 1993 y empecé a desarrollar proyectos en UNIX en 1994. Eran tiempos en los que utilizábamos el navegador Mosaic y que el protocolo Gopher era más popular que HTTP. No son muchos años, pero sí algunos más que la mayor parte de los usuarios que llegaron a Internet ya en el siglo XXI.

Desde entonces siempre he trabajado en proyectos relacionados con Internet y pocas veces me he tomado algún descanso: en algún momento estaba conectado más de 12 horas al día, lo que me valió el calificativo de uno de nuestros bloggeros de «un hombre a un ordenador pegado». Hace cuatro años propuse a otro actual bloggero escribir un blog en la web de Nueva Acrópolis: entonces me dijo, «¿y eso para qué sirve?». Y lo mismo ocurrió con la sindicación RSS. Ahora todo esto lo utilizamos habitualmente.

Recientemente he estado 12 días sin acceso a Internet. No ha sido un retiro planificado, ni una cura de adicción internauta o contra el tecnoestrés. Simplemente he pasado unos días en la Naturaleza, entre montañas, en pueblos de pocos cientos de habitantes y no me apeteció ir a una ciudad grande con puntos de acceso de pago. A la vuelta tenía algo más de 1000 mensajes sin leer. Pero no fue nada grave.

Los ordenadores, Internet, los elementos técnicos en general, son solo medios, no fines: la filosofía está más cerca de los fines del hombre, de la búsqueda de la felicidad, de la búsqueda del sentido de nuestra existencia. Y por eso nos servimos de cualquier medio para conseguirlo, los más modernos y los más tradicionales.

Hay vida sin Internet…, pero ¿hay vida sin filosofía?