Un poco más de aire

Hablando el pasado sábado con una amiga, me contaba, muy entusiasmada, que tenía un sobrinito, el cual la imitaba cuando hacía alguna posición de ballet (ella es bailarina) o se ponía a bailar con mucha gracia en cuanto escuchaba música. Yo sonreí (también me gusta el baile) y le dije de corrido: “Pues nada llévalo a una academia de baile, que le impongan disciplina, que lo conviertan en un niño prodigio de la danza, que se haga famoso y viaje por toda España cosechando éxitos, que se convierta en un divo engreído y genial, y que cuando ya sea mayor, el día menos pensado, te confiese lo mucho que te odia por haberle robado la infancia”.

Mi amiga confesó entonces que, efectivamente, conoce a alguien a quien le ha pasado eso mismo. No me extraña. Muchas veces los padres vuelcan sus propios sueños en los hijos, sin darles a estos la oportunidad de mostrar sus aptitudes naturales. Se parte de la idea de que al nacer venimos “vacíos” y sí, eso es cierto en gran medida, pero hay otra gran parte de nosotros que parece venir al mundo con algo (lo cual explicaría el fenómeno de los niños prodigio), de ahí la idea de la escuela de Platón sobre la educación y su mayéutica, donde se trata de que el discípulo llegue por sí mismo a educir, a sacar lo que lleva dentro, lo que ya sabe a través del diálogo.

Por eso pienso que todos necesitamos la oportunidad de educir aquello que late dormido dentro nuestro, sin una imposición rígida venida de fuera. Necesitamos un poco más de aire, especialmente en los primeros años de nuestra vida.

Nuestro hilo de Ariadna

La leyenda griega cuenta cómo el héroe Teseo entra en el laberinto para enfrentarse al Minotauro, y luego sale de esos interminables pasillos gracias al ovillo de hilo que le entregó Ariadna. Así veo yo muchas veces la vida, como un enorme laberinto por el que nos movemos sin saber muy bien por qué ni hacia dónde. Sin embargo, creo que todos tenemos nuestro hilo de Ariadna, esa pequeña fuente de certidumbres que vamos siguiendo y con la que nos vamos formando, creciendo y moviéndonos dignamente en este universo de encrucijadas y caminos. Pero he podido constatar que cada hilo es diferente, que no se pueden compartir del todo salvo con almas muy afines.

Cuántas veces una frase, que a mí me ha transportado al séptimo cielo de la Sapiencia, ha perdido todo su mágico sentido al intentar leérsela a alguien; o al prestar un libro y luego preguntar qué tal te fue con él, leemos en su mirada que tampoco ha sido para tanto. Eso sucede, sencillamente, porque el proceso interior que cada uno tiene es diferente, el trecho de pensamientos, sentimientos y tomas de conciencia andado no es el mismo. Si bien todos buscaríamos «la misma salida», cada uno lo hace desde un punto concreto del laberinto.

Pero… ¿dónde está el hilo de Ariadna? Esa es “la pregunta del millón”, y una de las posibles respuesta no es, ni mucho menos, mía. La he podido oír en varias clases de filosofía y leer en varios libros antiguos y modernos. El hilo surgiría de una fuerte necesidad por saber, de ese llamado “dolor de la vida”, de lo que mi querido Don Unamuno llama «El sentimiento trágico de la vida», que si bien es durillo de leer, me atrevo a sintetizar en esencia: cuando uno toma conciencia del misterio de la existencia y no lo entiende, pero por pura sinceridad y coherencia interior necesita respuestas hasta el dolor, entonces uno encuentra su dorado y maravilloso hilo de Ariadna.

Ahí duele… ahí duele.

Cuando un amigo se va

Permitidme que hoy no vaya contracorriente, que más bien sea ella la que me arrastre al menos por unos metros.

Cuando un amigo se va… ¡qué vacío tan grande queda en nuestro interior! ¡Cuántas conversaciones rotas! ¡Una extraña sensación de soledad le encoge a uno el corazón! Entonces la tristeza echa mano de su único recurso, el recuerdo, el rememorar las conversaciones infinitas, los esfuerzos y aventuras que pasamos juntos, las miradas cómplices que nadie entendía, las bromas a medias, los consejos sobre mil temas, los cabreos que siempre surgieron de malos entendidos, el perdón de cualquier rencilla con un poco de buena voluntad y el abrazo de hermano.

Lo peor es cuando ese amigo se va y no porque ponga cientos de kilómetros por medio, ni porque pase a mejor vida, sino cuando algo dentro de él cambia, se rompe y ya no hay dios que lo reconozca. Lo malo es cuando hablas con él y descubres que ya no es el mismo, su mente y su corazón ya no tienen los sueños que una vez tuvieron, sus palabras tienen intenciones que no alcanzas a entender, y el que una vez fue casi tu alter ego, tu amigo del alma, hoy es un conocido más, envuelto en historias que ya no son nuestras historias.

Y, sin embargo, seguirá teniendo mi amistad, tendrá mi ayuda si la necesita, esperaré paciente su regreso. ¿Qué otra cosa se puede hacer? No me tardes amigo, no me tardes.

La vida no vivida

Las más de las veces nos movemos por la vida con un miedo terrible a equivocarnos, como si nuestra dignidad (y con ello la autoestima) se pudiera ir al garete por un desliz. Y bien está tratar de hacer las cosas lo mejor posible, poner sinceridad en lo que hacemos y que todo funcione sin problemas. Al error que me refiero y que tanto miedo nos da, es el que puede surgir (o no) cuando hacemos algo imprevisto, cuando nos dejamos llevar por el corazón, por una esperanza, por un sueño, por una intuición que nos impulsa a lanzarnos al ruedo de vivir.

En ocasiones convertimos nuestra vida en pura rutina por faltarnos ese soplo, ese empujoncito que venza el miedo a… ¿A qué? ¿Al ridículo, al qué dirán? Y mientras esto nos sucede, en mayor o menor medida, la vida pasa y nos quejamos amargamente de nuestra suerte, o nos conformamos con ver otras vidas en las películas, o lo que es peor, a opinar sobre la vida de los demás.

No nos damos cuenta de la riqueza que podemos encontrar tras esos posibles errores que finalmente suelen convertirse en aciertos, porque lo acertado siempre es vivir, buscar, crecer, realizar la inquietud que por dentro nos quema. Y no es que yo lo diga, esto es una vieja enseñanza que Jung convirtió casi en ciencia: «Se puede morir de la vida no vivida».

El hombre ante la inmensidad

Yo también estuve en la playa este domingo pasado, pero lo que vi no fue la vida cotidiana del ir y venir de la gente o los castillos de arena que se desvanecen (o más bien eso fue en lo que no me fijé). Lo que sí vi o me pareció ver fue al hombre ante la inmensidad. Para ser más exactos, vi a los niños frente a la inmensidad del mar. No fueron uno ni dos sino varios, tenían entre cuatro y seis años, y si como dicen algunos psicólogos lo que ha de ser del hombre ya lo podemos ver en el carácter del niño que fue, el título de mi blog de hoy no es del todo incierto.

Uno de ellos, el primero que llamó mi atención, se acercó a la orilla de la playa dando saltitos de contento, con las manos hacia arriba y emitiendo un canto alegre e indescifrable. De pronto se arrodilló (siempre a salvo del agua), extendió sus bracitos como queriendo abrazar el mar y cerró los ojos con una enigmática sonrisa dibujada en su carita. Debo confesar que me conmovió tanta devoción innata, algo de lo que yo suelo adolecer para bien o para mal.

Otro niño se acercó corriendo alejándose de sus padres y sin más preámbulos se arrojó al agua y se puso a jugar con las pequeñas olas que rompían en la orilla. Cuando alguna era demasiado grande y le salpicaba a la cara, salía corriendo del agua hacia sus padres, que le arropaban con una toalla. Así estuvo un buen rato hasta que su madre lo cogió en brazos y ambos se adentraron en el mar.

Había un niño muy gracioso que corría hacia la orilla con el mismo ímpetu que el anterior y con los brazos extendidos, pero cuando llegaba hasta la espuma donde moría la ola corría en sentido paralelo y luego se alejaba del peligro. Así estuvo haciendo círculos varias veces, cogiendo carrerilla y valor cada vez que corría hacia las olas y volviendo a girar antes de mojarse. Recuerdo que pensé: «al final se meterá», y posiblemente lo hizo, pero yo ya dejé de prestar atención cuando vi que su padre quería cogerlo para meterse en el mar con él mientras este huía aterrado. Entonces pensé: «no creo que sea bueno forzarle, cada cosa lleva su tiempo».

En fin, vi en esos niños tres maneras de vivir esa inmensidad del mar que no les dejaba indiferentes. Quizá eso sea lo importante en el fondo, no quedarnos indiferentes ante la inmensidad de lo que no podemos abarcar o comprender.

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¿Es todo relativo?

Tenía pendiente una reflexión sobre el relativismo a raíz de varios comentarios de este blog. Pues bien, a ello me pongo. No he querido ver lo que dice Platón ni qué otras ideas se mueven por ahí. He preferido echar mano de lo que yo entiendo, de lo que a mí me sirve. Podrá no ser original, podrá estar equivocado, pero es el fruto de mi propia reflexión.

Creo que es un error plantear si el relativismo es verdadero o falso. Es verdadero en cuanto que para mucha gente lo es y eso le da apariencia de realidad, pero es falso desde el punto de vista de alguien que ve en la vida un sentido muy claro y concreto, sea un sentido espiritual o hedonista, aunque dicho sea de paso, no creo que sean excluyentes. Lo relativo surge ante una dualidad, ante la posibilidad de que una misma cosa pueda ser buena o mala según se mire, y por lo tanto, se puede decir sobre ello eso de “es relativo”.

Pongamos un ejemplo culinario: una comida puede ser deliciosa, exquisita, transportarte mediante el deleite del paladar a sensaciones muy placenteras, por lo que podemos decir que esa comida es buena, absolutamente buena, sin relativismos. Sin embargo, puede suceder que ese manjar sea en realidad un veneno para el cuerpo. Entonces sí, entonces surge el relativismo pero solo en apariencia. Si para esa persona vivir es importante y valora su vida, no querrá acabar con ella, con lo cual desaparece la relatividad y esa comida, por muy buena que esté, es absolutamente mala, porque lo que tiene de bueno es tan ínfimo comparado con perder la vida que no cabe duda, es mala. Si planteamos que alguien prefiere la experiencia culinaria aun a costa de su vida, el absoluto se sigue dando pero en sentido contrario, la comida sería absolutamente buena para él, pero esto es algo que nadie en su sano juicio aceptaría.

Este mismo ejemplo podríamos aplicarlo infinitamente a todo aquello que nos parece relativo, y posiblemente veríamos que al final “no todo es relativo”. Lo que puede suceder es que ignoremos que esa “comida” sea en realidad un veneno.

Mi conclusión final sería que el relativismo existe pero es falso.

Solo los valientes pueden ser tiernos

El jueves pasado me dispuse a ver el programa “Carta Blanca” porque lo presentaba Jodorowsky y le tengo cierto aprecio (una buena amiga me ha conseguido, en la feria de Madrid, una foto dedicada por él, gracias). He disfrutado sus guiones de comics como el famoso “Incal”, he visto algunas de las películas surrealistas que protagonizó y he leído uno de sus libros, que confieso no me dejó indiferente, pero lo cierto es que en ese programa me decepcionó bastante y no quiero entrar en más detalles (algún día hablaré de él). Lo que si me gustó fue la entrevista que hizo a Alex Rovira, de quien no he leído nada (cosa que pronto arreglaré) y sobre todo una frase que dejó caer: “Solo los valientes pueden ser tiernos”, de Indira Gandhi.

Lo que me llamó la atención es su sentido contradictorio. Me gustan mucho las paradojas, esas frases aparentemente sin sentido que parecen burlarse del lector o del tertuliano y que los sabios suelen tener en sus labios muy a menudo, especialmente el taoismo y su famoso Tao-Te-King, donde uno encuentra frases parecidas a “El buen hacedor de nudos todo lo ata y no hace nudos”. Este tipo de frases solo se pueden resolver en clave filosófica y desde una concepción de la vida más profunda que tiene en cuenta lo invisible, aquello de trascendente que tiene el ser humano (sus sentimientos, sus ideas, su alma, su espíritu o como queramos llamarlo) y ve en la vida un misterio aún por resolver.

Y ciertamente, solo los valientes pueden ser tiernos porque la ternura, el inegoísmo, la fraternidad, la empatía, la bondad… es la conquista más difícil que se puede emprender, requiere una lucha interior inteligente y continuada en el tiempo para liberarse de todo aquello que nos hace demasiado interesados y tiñe de sombras nuestros pensamientos y actos, para liberarse de todo aquello que no es nuestra esencia. Pareciera como si, desde esa esencia, pudiéramos ver a las personas desde otro punto de vista valorándolas no tanto por lo que son, sino por lo que pueden llegar a ser, y eso nos llena de paciencia, de tolerancia y por supuesto de mucha, mucha ternura.

A esa forma de ser valiente me apunto.

La «cultura» de los power point

Decir eso de «cultura» de los power point no es muy correcto, pero lo cierto es que miles de pps circulan por la red a diario. Algunos son de un sentimental que tumban de espaldas, otros te vienen con consejos para la vida que son de Perogrullo. También es cierto que, de vez en cuando, llegan colecciones de fotos sobre lugares del mundo que son impresionantes, cuando no de hoteles de ensueño donde solo podrás ir cuando te toque la lotería o si ya te tocó. Los peores son esos que tienen tan mal gusto (sí, esos que estás pensando) y que te colocan al final un gracioso gatito partiéndose de risa, o bien te pegan un susto espantoso mientras intentas concentrarte en no sé qué cosa…

Pero a veces, muy pocas veces, uno se sorprende de lo que recibe y entonces hace como yo hago, que me los voy guardando. De entre esa colección hay uno que recibí hace poco que vale la pena destriparlo para este blog:

¿Existe el mal?

Un profesor universitario retó a sus alumnos con esta pregunta:

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¿Ensayo o novela?

Estando en la feria del libro de Madrid el pasado domingo 28 de mayo, vi que un hombre, muy interesado, cogía un libro del expositor de una de las casetas. Entonces el librero, muy atento, le dice que es una novela histórica ambientada en el Egipto de los faraones, con lo cual el individuo hizo un gesto feo y violento de rechazo, despreciando el género de la novela en beneficio del ensayo. Al verlo no pude dejar de intervenir, ya sabéis que lo mío es la filosofía contracorriente, con lo cual me dirigí al caballero y le dije con voz alta y clara: «Permítame un consejo; yo de usted no despreciaría la novela histórica. Una buena novela está bien documentada y todo lo que dice sobre la época, las costumbres, las ideas y los sueños de esa cultura y ese tiempo son ciertas. El argumento solo es un pretexto para introducirnos en ese mundo y permitir que lo vivamos a través de los personajes; no tiene nada que envidiar a un ensayo». El señor me miró algo consternado, y es que no es muy común que alguien intervenga en esas lides. Entonces hizo un gesto forzado de sonrisa y asintiendo levemente con la cabeza, pero sin creerse nada de lo que le había dicho, desapareció entre el gentío.

Miré al librero, que me sonreía visiblemente satisfecho y le dije: ¡Si Unamuno levantara la cabeza! Y es que recuerdo haber leído que nadie como él defiende el vehículo literario de la novela. La novela nos permite identificarnos con los personajes, vivir en ellos, pensar y sentir con ellos, y nada puede superar a las enseñanzas que aprendemos de la vida porque estas se graban a fuego en nuestra conciencia. Cierto que la novela no es exactamente la vida, pero muchas veces se le parece si nos entregamos con pasión a ella, y otras tantas, esas lecturas inspiran a su vez nuestra vida real.

El ensayo está muy bien… y la novela también.

Lo colectivo y lo privado

Hay un tema que siempre me… altera el equilibrio, y es la poca conciencia que tenemos de lo colectivo. Según leí no hace mucho en un libro muy recomendable: “En busca del universo invisible”, de Luis Martos Herbás, lo de la conciencia colectiva es algo de grados y que acontece de forma automática, es decir: el átomo tiene conciencia de la molécula en la que reside; la molécula, del órgano del que forma parte; los órganos, de un conjunto de órganos, y estos, de un cuerpo vivo. De no ser así no funcionaría nada, pero el libro va más allá y habla de la persona que tiene conciencia de vivir en familia, y la familia de convivir en una ciudad, y la ciudad en un país, etc., etc., hasta sentirse eso que suena tan bien y se practica tan poco de “ser ciudadano del mundo”.

Pues bien, según el mentado libro, los españoles somos de los que menos conciencia colectiva tenemos de toda Europa. Llos ejemplos saltan a la vista, tenemos la sensación de que todo lo que pertenece a lo colectivo en realidad no es de nadie; de ahí que el mobiliario urbano sufra destrozos, que los ruidos nocturnos se alarguen en la noche con total desdén por los que duermen, o que el dinero público se derroche porque, total, no es de nadie; incluso que la selección española de fútbol no tenga animadores en los mundiales, según los expertos porque la gente se siente más perteneciente a un club que a un colectivo más grande como sería la selección de un país.

Esa mentalidad aplicada a la ecología es lo que inspira esos anuncios publicitarios cuyo mensaje es claro. Si uno piensa que total por una botella no pasa nada y todo el mundo hace lo mismo (y en un alto porcentaje sí hace lo mismo), nos encontraremos con un paisaje convertido en basurero. ¿Qué es lo que falla? La conciencia de lo colectivo, el no sentir como propio lo que es de todos. Ahí dejo un tema de reflexión, a ver si entre todos hacemos crecer nuestro grado de conciencia.