Hablemos del amor

A decir de Rainer Maria Rilke, este es el tema más difícil. Por eso aconsejaba en su “Cartas a un joven poeta” que mejor no tocarlo hasta alcanzar “cierta madurez”. Y en realidad, no voy a decir nada nuevo que no haya dicho él en alguno de sus poemas o escritos. Y es complicado, porque en el hombre convergen fuerzas de distinta índole, ideas preconcebidas heredadas de la cultura que complican una libre visión de lo que es el amor y todo lo que conlleva. Sin embargo, trataré de decir algo en el corto espacio de un blog; por algo es mi tema favorito y hace tiempo que leo y reflexiono sobre ello.

Más allá de la tetosterona que condiciona al hombre especialmente cuando es joven, y más allá también de la inseguridad en la mujer, que también la condiciona, nos encontramos con un fenómeno maravilloso llamado amor. En realidad, está ligado al concepto de filosofía, pues etimológicamente significa amor a la sabiduría. Y en mi opinión, por ahí andan los tiros aunque nos cueste creerlo; nos enamoramos de la sabiduría que encontramos en el otro, a veces bajo la forma de un cuerpo o unos ojos bonitos, otras en la actitud generosa, tierna o valiente que muestra, y otras en las ideas que expresa y defiende. Para los griegos Belleza, Justicia y Sabiduría eran una misma cosa.

Los problemas vendrían a la hora de vivir el amor, pues sin darnos cuenta mezclamos algo maravilloso que casi no es de este mundo, con las necesidades, prejuicios y limitaciones propias de la existencia. Creemos que poseyendo a una persona con esas cualidades hacemos nuestras sus bellezas, sin darnos cuenta de que eso es una ilusión. Nadie puede poseer a nadie, de ahí la sensación de vacío que muchas veces nos queda. El enamorado que sabe todo esto ama las cualidades de la persona amada, y la ayuda a que las desarrolle, y compartiendo con ella las suyas propias, ambos crecen. Y como el mismo Rilke decía, llegará un día en que podremos amar la Belleza sin necesidad de intermediarios. Pero mientras llega ese día… bendito sea el amor que nos hace tan grandes, bendito sea.

El fin del mundo

Alguien me ha comentado que mis últimos blogs no son tan “contracorriente”, trataré de esmerarme en lo sucesivo.

El otro día me llamaba una amiga diciéndome que estaba un poco asustada. Al preguntarle la razón, se mostró un poco reacia a hablarme sinceramente. Finalmente me contó que una mujer, la cual le inspira confianza, con supuestas dotes de vidente le dijo que estaba muy próximo el fin del mundo; luego, me preguntó qué pensábamos nosotros sobre esos temas, como si en Nueva Acrópolis tuviéramos una respuesta “oficial”, y ciertamente se han dado charlas y escrito muchos artículos sobre el milenarismo, y ese espíritu catastrofista temeroso del fin de los tiempos, pero no, no tenemos, que yo sepa, una respuesta concreta aunque, los socios, seguramente coincidiremos en muchos puntos.

Sobre el tema de si la vidente es vidente o deja de serlo, no entraré; sólo espero que si existen los mundos invisibles no sea únicamente Saint-Exupery el que pueda captarlos.

Pero sobre el fin del mundo sí me atrevo a decir algo: A mi amiga le contesté, más o menos, que no creo en el fin del mundo, no de esa manera catastrofista, por más que saquemos a relucir lo del Diluvio universal. Lo que sí creo es en el fin de un mundo, de una forma de ver la vida, de un estilo de vivir, de ese mundo empeñado en cargarse el planeta explotando sus recursos, de ese mundo que no duda en esclavizar a niños para darse la gran vida, o hacer de la guerra una industria. En el fin de ese mundo sí creo, y me parece que en el fondo todos creemos.

Basta con que cambiemos nuestro punto de vista, con que tengamos un estilo de vida respetuoso con el planeta, con que los valores que nos inspiren nos lleven hacia “otro” puerto, y ya estaremos en el fin del mundo… o en el comienzo de uno nuevo.

La alegría y las nacionalidades

Con el permiso de Cyrano, quiero escribir hoy «contracorriente». Y como él ha escrito de fútbol, a pesar de decir por dos veces que no lo quería hacer, yo voy a escribir de la alegría de los distintos aficionados.

El tema surgió a raíz de la conversación con un amigo que había reservado con demasiada antelación vuelo y estancia en Alemania para ver el España-Brasil… para el caso en que España hubiera ganado a Francia y que no ocurrió. No aplazó el viaje, ni él ni otros 500 ó 1000 españoles. Y así me contó el comportamiento de los distintos aficionados.

Los brasileños organizaron antes del partido casi un desfile de carnaval con «garotas», tambores, silbatos, etc. Sin embargo, desaparecieron tras la derrota: ¡qué hubiera sido de la alegría canarinha si hubieran ganado!

Los franceses se limitaron a pasearse tras la victoria cantando monódicamente «Allez le bleu».

Pero los 500 españoles fueron la alegría de la noche coreando «campeones, campeones» (?) o alabando a otras estrellas deportivas españolas como Fernando Alonso o Rafa Nadal.

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Entre la euforia y el desánimo

No quisiera hablar de fútbol y de hecho no lo voy a hacer; la derrota de España ante Francia es solo un ejemplo entre esos dos extremos: la euforia y el desánimo. Y aunque hay un camino del medio (que diría el Buda), lo cierto es que estos estados de ánimo se suelen alternar sin solución de continuidad. España se encontraba en la euforia y le tocaba bajar de su desconcertante sueño; Francia, en cambio, venía del desánimo y eso le hizo reconcentrarse para alcanzar su mejor estado de forma, su mejor juego, pero si se descuida y se instala en la euforia, Portugal le dará un buen repaso. Y conste que no estoy hablando de fútbol, simplemente es el mejor ejemplo que, hoy por hoy, puedo encontrar para reflexionar sobre esta alternancia.

¿Y qué viene tras el desánimo? Pues antes de volver a caer (o subir) en la euforia nuevamente, lo que suele suceder es que uno hace un sano ejercicio de autocrítica, y trata de ver qué es aquello en lo que ha fallado. La tendencia emocional es a verlo todo negro, pero esta actitud no puede durar mucho. El propio orgullo y la autoestima nos sacan de este pozo de desaliento, y salimos renovados, con la seguridad que da saber cuál fue nuestro error, y la firme convicción de no volver a caer en él.

Entre estos dos estados de ánimo, y por encima de ellos, está la humildad, la que sabe reconocerse en su justa medida, sin vanidades, conociéndose a sí mismo, sin caer en victimismos inútiles, ni creerse que uno es como Dios sólo porque le hayan salido bien tres cosas seguidas. Hay en la humildad, en la sencillez, una fuerza muy grande. Eso me recuerda una frase que leí hace tiempo sobre la ceremonia del té: “detrás de la sencilla elegancia se esconde un gran poder”. Ese estado “ideal” de humildad no tiene nada que ver con la debilidad o la cobardía, sino con la serenidad.

La propia palabra pronunciada en voz alta inspira esa virtud: s e r e n i d a d.

Nuestro hilo de Ariadna

La leyenda griega cuenta cómo el héroe Teseo entra en el laberinto para enfrentarse al Minotauro, y luego sale de esos interminables pasillos gracias al ovillo de hilo que le entregó Ariadna. Así veo yo muchas veces la vida, como un enorme laberinto por el que nos movemos sin saber muy bien por qué ni hacia dónde. Sin embargo, creo que todos tenemos nuestro hilo de Ariadna, esa pequeña fuente de certidumbres que vamos siguiendo y con la que nos vamos formando, creciendo y moviéndonos dignamente en este universo de encrucijadas y caminos. Pero he podido constatar que cada hilo es diferente, que no se pueden compartir del todo salvo con almas muy afines.

Cuántas veces una frase, que a mí me ha transportado al séptimo cielo de la Sapiencia, ha perdido todo su mágico sentido al intentar leérsela a alguien; o al prestar un libro y luego preguntar qué tal te fue con él, leemos en su mirada que tampoco ha sido para tanto. Eso sucede, sencillamente, porque el proceso interior que cada uno tiene es diferente, el trecho de pensamientos, sentimientos y tomas de conciencia andado no es el mismo. Si bien todos buscaríamos «la misma salida», cada uno lo hace desde un punto concreto del laberinto.

Pero… ¿dónde está el hilo de Ariadna? Esa es “la pregunta del millón”, y una de las posibles respuesta no es, ni mucho menos, mía. La he podido oír en varias clases de filosofía y leer en varios libros antiguos y modernos. El hilo surgiría de una fuerte necesidad por saber, de ese llamado “dolor de la vida”, de lo que mi querido Don Unamuno llama «El sentimiento trágico de la vida», que si bien es durillo de leer, me atrevo a sintetizar en esencia: cuando uno toma conciencia del misterio de la existencia y no lo entiende, pero por pura sinceridad y coherencia interior necesita respuestas hasta el dolor, entonces uno encuentra su dorado y maravilloso hilo de Ariadna.

Ahí duele… ahí duele.

La vida no vivida

Las más de las veces nos movemos por la vida con un miedo terrible a equivocarnos, como si nuestra dignidad (y con ello la autoestima) se pudiera ir al garete por un desliz. Y bien está tratar de hacer las cosas lo mejor posible, poner sinceridad en lo que hacemos y que todo funcione sin problemas. Al error que me refiero y que tanto miedo nos da, es el que puede surgir (o no) cuando hacemos algo imprevisto, cuando nos dejamos llevar por el corazón, por una esperanza, por un sueño, por una intuición que nos impulsa a lanzarnos al ruedo de vivir.

En ocasiones convertimos nuestra vida en pura rutina por faltarnos ese soplo, ese empujoncito que venza el miedo a… ¿A qué? ¿Al ridículo, al qué dirán? Y mientras esto nos sucede, en mayor o menor medida, la vida pasa y nos quejamos amargamente de nuestra suerte, o nos conformamos con ver otras vidas en las películas, o lo que es peor, a opinar sobre la vida de los demás.

No nos damos cuenta de la riqueza que podemos encontrar tras esos posibles errores que finalmente suelen convertirse en aciertos, porque lo acertado siempre es vivir, buscar, crecer, realizar la inquietud que por dentro nos quema. Y no es que yo lo diga, esto es una vieja enseñanza que Jung convirtió casi en ciencia: «Se puede morir de la vida no vivida».

El hombre ante la inmensidad

Yo también estuve en la playa este domingo pasado, pero lo que vi no fue la vida cotidiana del ir y venir de la gente o los castillos de arena que se desvanecen (o más bien eso fue en lo que no me fijé). Lo que sí vi o me pareció ver fue al hombre ante la inmensidad. Para ser más exactos, vi a los niños frente a la inmensidad del mar. No fueron uno ni dos sino varios, tenían entre cuatro y seis años, y si como dicen algunos psicólogos lo que ha de ser del hombre ya lo podemos ver en el carácter del niño que fue, el título de mi blog de hoy no es del todo incierto.

Uno de ellos, el primero que llamó mi atención, se acercó a la orilla de la playa dando saltitos de contento, con las manos hacia arriba y emitiendo un canto alegre e indescifrable. De pronto se arrodilló (siempre a salvo del agua), extendió sus bracitos como queriendo abrazar el mar y cerró los ojos con una enigmática sonrisa dibujada en su carita. Debo confesar que me conmovió tanta devoción innata, algo de lo que yo suelo adolecer para bien o para mal.

Otro niño se acercó corriendo alejándose de sus padres y sin más preámbulos se arrojó al agua y se puso a jugar con las pequeñas olas que rompían en la orilla. Cuando alguna era demasiado grande y le salpicaba a la cara, salía corriendo del agua hacia sus padres, que le arropaban con una toalla. Así estuvo un buen rato hasta que su madre lo cogió en brazos y ambos se adentraron en el mar.

Había un niño muy gracioso que corría hacia la orilla con el mismo ímpetu que el anterior y con los brazos extendidos, pero cuando llegaba hasta la espuma donde moría la ola corría en sentido paralelo y luego se alejaba del peligro. Así estuvo haciendo círculos varias veces, cogiendo carrerilla y valor cada vez que corría hacia las olas y volviendo a girar antes de mojarse. Recuerdo que pensé: «al final se meterá», y posiblemente lo hizo, pero yo ya dejé de prestar atención cuando vi que su padre quería cogerlo para meterse en el mar con él mientras este huía aterrado. Entonces pensé: «no creo que sea bueno forzarle, cada cosa lleva su tiempo».

En fin, vi en esos niños tres maneras de vivir esa inmensidad del mar que no les dejaba indiferentes. Quizá eso sea lo importante en el fondo, no quedarnos indiferentes ante la inmensidad de lo que no podemos abarcar o comprender.

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¿Es todo relativo?

Tenía pendiente una reflexión sobre el relativismo a raíz de varios comentarios de este blog. Pues bien, a ello me pongo. No he querido ver lo que dice Platón ni qué otras ideas se mueven por ahí. He preferido echar mano de lo que yo entiendo, de lo que a mí me sirve. Podrá no ser original, podrá estar equivocado, pero es el fruto de mi propia reflexión.

Creo que es un error plantear si el relativismo es verdadero o falso. Es verdadero en cuanto que para mucha gente lo es y eso le da apariencia de realidad, pero es falso desde el punto de vista de alguien que ve en la vida un sentido muy claro y concreto, sea un sentido espiritual o hedonista, aunque dicho sea de paso, no creo que sean excluyentes. Lo relativo surge ante una dualidad, ante la posibilidad de que una misma cosa pueda ser buena o mala según se mire, y por lo tanto, se puede decir sobre ello eso de “es relativo”.

Pongamos un ejemplo culinario: una comida puede ser deliciosa, exquisita, transportarte mediante el deleite del paladar a sensaciones muy placenteras, por lo que podemos decir que esa comida es buena, absolutamente buena, sin relativismos. Sin embargo, puede suceder que ese manjar sea en realidad un veneno para el cuerpo. Entonces sí, entonces surge el relativismo pero solo en apariencia. Si para esa persona vivir es importante y valora su vida, no querrá acabar con ella, con lo cual desaparece la relatividad y esa comida, por muy buena que esté, es absolutamente mala, porque lo que tiene de bueno es tan ínfimo comparado con perder la vida que no cabe duda, es mala. Si planteamos que alguien prefiere la experiencia culinaria aun a costa de su vida, el absoluto se sigue dando pero en sentido contrario, la comida sería absolutamente buena para él, pero esto es algo que nadie en su sano juicio aceptaría.

Este mismo ejemplo podríamos aplicarlo infinitamente a todo aquello que nos parece relativo, y posiblemente veríamos que al final “no todo es relativo”. Lo que puede suceder es que ignoremos que esa “comida” sea en realidad un veneno.

Mi conclusión final sería que el relativismo existe pero es falso.

Solo los valientes pueden ser tiernos

El jueves pasado me dispuse a ver el programa “Carta Blanca” porque lo presentaba Jodorowsky y le tengo cierto aprecio (una buena amiga me ha conseguido, en la feria de Madrid, una foto dedicada por él, gracias). He disfrutado sus guiones de comics como el famoso “Incal”, he visto algunas de las películas surrealistas que protagonizó y he leído uno de sus libros, que confieso no me dejó indiferente, pero lo cierto es que en ese programa me decepcionó bastante y no quiero entrar en más detalles (algún día hablaré de él). Lo que si me gustó fue la entrevista que hizo a Alex Rovira, de quien no he leído nada (cosa que pronto arreglaré) y sobre todo una frase que dejó caer: “Solo los valientes pueden ser tiernos”, de Indira Gandhi.

Lo que me llamó la atención es su sentido contradictorio. Me gustan mucho las paradojas, esas frases aparentemente sin sentido que parecen burlarse del lector o del tertuliano y que los sabios suelen tener en sus labios muy a menudo, especialmente el taoismo y su famoso Tao-Te-King, donde uno encuentra frases parecidas a “El buen hacedor de nudos todo lo ata y no hace nudos”. Este tipo de frases solo se pueden resolver en clave filosófica y desde una concepción de la vida más profunda que tiene en cuenta lo invisible, aquello de trascendente que tiene el ser humano (sus sentimientos, sus ideas, su alma, su espíritu o como queramos llamarlo) y ve en la vida un misterio aún por resolver.

Y ciertamente, solo los valientes pueden ser tiernos porque la ternura, el inegoísmo, la fraternidad, la empatía, la bondad… es la conquista más difícil que se puede emprender, requiere una lucha interior inteligente y continuada en el tiempo para liberarse de todo aquello que nos hace demasiado interesados y tiñe de sombras nuestros pensamientos y actos, para liberarse de todo aquello que no es nuestra esencia. Pareciera como si, desde esa esencia, pudiéramos ver a las personas desde otro punto de vista valorándolas no tanto por lo que son, sino por lo que pueden llegar a ser, y eso nos llena de paciencia, de tolerancia y por supuesto de mucha, mucha ternura.

A esa forma de ser valiente me apunto.

La «cultura» de los power point

Decir eso de «cultura» de los power point no es muy correcto, pero lo cierto es que miles de pps circulan por la red a diario. Algunos son de un sentimental que tumban de espaldas, otros te vienen con consejos para la vida que son de Perogrullo. También es cierto que, de vez en cuando, llegan colecciones de fotos sobre lugares del mundo que son impresionantes, cuando no de hoteles de ensueño donde solo podrás ir cuando te toque la lotería o si ya te tocó. Los peores son esos que tienen tan mal gusto (sí, esos que estás pensando) y que te colocan al final un gracioso gatito partiéndose de risa, o bien te pegan un susto espantoso mientras intentas concentrarte en no sé qué cosa…

Pero a veces, muy pocas veces, uno se sorprende de lo que recibe y entonces hace como yo hago, que me los voy guardando. De entre esa colección hay uno que recibí hace poco que vale la pena destriparlo para este blog:

¿Existe el mal?

Un profesor universitario retó a sus alumnos con esta pregunta:

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